Entrega 3. LA EXTRAÑA FAMILIA DE ARGIMIRO MONTAÑÉS

DOS

El día que se tumbó no se murió, ni el siguiente, ni el siguiente. Y es que tenía la pena mora almacenada en el movimiento continuo, que había creado veinte años antes su vecino Jacinto Gómez Santaolaya, inventor del tiempo; el cual lograría, si nadie se lo impedía, días de cuarenta y tres horas, y noches de una hora y tres cuartos.

Nadie pensó que un hombre joven, como era por entonces Jacinto, tuviera tanta facilidad para envejecer y rejuvenecer en un año, pero era la fuerza de su capacidad científica e intelectual la que lo empujaba a hacer avanzar el mundo en su persona. Jacinto aparecía lo mismo barbilampiño como barbado y locuaz. Y es que la facilidad que tuvo para juntar dos cristales de amatista polarizada y rociarlos con un crecepelo de su invención y uso, no tuvo parangón en la historia de la ciencia. Descubrió que podía controlar el tiempo y paralizarlo, estirarlo y combarlo como si fuera una goma de mascar. Curiosamente, fue su crecepelo el que lo hizo célebre y famoso en el altiplano, donde se le calificó y reconoció desde antaño como un magnífico inventor de menudencias, pócimas y brebajes.

Sin embargo, aquel descubrimiento sobre el tiempo tuvo mucha repercusión en el extranjero, por lo que nadie lo consideró en su pueblo. Jacinto Gómez Santaolaya envió una carta a Albert Einstein explicándole que su teoría de la Relatividad era cierta, y que él había descubierto un sistema inocuo para viajar por el espacio a la velocidad de la luz.

Bastaba con aplicarse la fórmula cremosa por el cuerpo, y se experimentaba una sensación de rayos gamma sobre el alma, que lograba, al menos por unos instantes, visualizar los rayos de luz pegados a la piel, los cuales no podían escapar por su fuerza gravitatoria de los cuerpos de los vivos. Luego se cerraban los ojos y se deambulaba por Marte, Júpiter o el centro de la galaxia, sin más peligro que el que la gravedad podía provocar en el viaje. Para sus paisanos, que contemplaban extasiados el invento, aquello les parecía más un ungüento de invisibilidad; por eso, cuando lo aplicó a todos los vecinos de la plaza del Teatro que se ofrecieron voluntarios, se volvieron invisibles durante tres semanas para el resto del pueblo, para divertimento del Alcalde Mayor y sus extasiados regidores.

Por desgracia, a pesar de sus hazañas y logros, nadie lo tomó por sabio, y las revistas alemanas, inglesas y francesas se burlaron sin comprender que el genio de Jacinto había sido mayor que el de los mejores científicos del Sistema Solar, que hubo ni habrá jamás.

El hombre descubrió la existencia de los agujeros negros, de los nueve universos paralelos, y de varias culturas extraterrestres ridículas de nombres imposibles. Incluso pudo crear una supernova diminuta en su laboratorio con ayuda de una tapenera y una vejiga de cuero. Lamentablemente, nunca pudo reunir a la comunidad científica para demostrarlo, y sólo en décadas tardías del siglo XX fue reconocido su acierto por otro científico de nombre impronunciable, un kazajo que acertó a desviar la ruta de la seda por el altiplano, tan solo para demostrar la resistencia de los vecinos de la plaza del Teatro a la luz cósmica.

Su tía, Juana Santaolaya Rodríguez, vecina de la plaza y dueña de un comercio de telas, dijo que la culpa del fracaso había sido por la parálisis que sufrió el comercio cuando viajaron en el tiempo los vecinos de la plaza a velocidades increíbles. Cuando volvieron, nadie supo explicar lo que habían visto entre la nebulosa del cangrejo y la convergencia de la estrella Lira. De ahí que acabaran los apoyos de los de la plaza

Aquel día, Jacinto tomó la determinada determinación de aplicar sus experimentos a su humilde perosna.

Llegado el día, no se volvió invisible como en anteriores ocasiones, sino que viajó sin poner en peligro su vida, dejando su cuerpo y su alma anclados en su laboratorio bajo el influjo de un metabolismo imposible de emular.

—¡Han disecado al secretario del juzgado, a Jacinto!

—Se ha convertido en una masa gelatinosa, porque se estira como el azúcar sobre el turrón.

Algunos sospecharon que había abandonado su oficio de científico por la taxidermia, con la secreta intención de disecar a la mitad del pueblo, para burla de la otra mitad. Luego se abrieron varios debates sobre la naturaleza de aquel hombre, que no regresaba a su naturaleza. Estaba muerto pero con el corazón latiendo a una pulsación de un latido por tres mil años. Solo escucharon la primera, y muchos, impacientes por escuchar la segunda pulsación, impidieron que Jacinto alcanzara el renombre que merecía, más por puro egoísmo que porque tuvieran algo que hacer en los días de estos impredecibles sucesos.

—Conviene que no se sepa nada de esto —dijo el Alcalde compungido por la pérdida de un vecino tan estimado y amable.

Tristemente, el desconcierto se apoderó del pueblo, y lo que podía haber sido “el avance más importante de la humanidad”, se convirtió en una rareza para el Reader Digest. Los vecinos, desoyendo los consejos del Alcalde, decidieron darle un último homenaje en un mes de algarabía por el extraño fenómeno; y lo exhibieron por el pueblo subido en un pedestal, ora en el parque de San Francisco, ora en la plaza del Ayuntamiento. Incluso llegaron autoridades del viejo tardofranquismo para indagar qué era aquello. Autorizaron la fiesta, pero no la mofa contra un español, y para que no hubiera incidentes, el Alcalde prohibió leer a José Luis Castillo-Chaco casi al tiempo que retiraba la estatua de su incomprendido paisano. Había que salvar la honra de los yeclanos. Sin embargo, aquel gesto fácil y aparentemente inocuo fue el fin de sus vecinos, pues dicen que desde entonces muchos habitaron una realidad virtual en un universo paralelo, tal y como lo profetizaron los físicos y barberos del siglo XXI.

Doscientos años más tarde, cuando fueron a remodelar el depósito de la Concejalía, encargada de almacenar enseres viejos, examinaron con asombro que la estatua había movido su posición, y Jacinto Gómez Santaolaya, que antes parecía juntar las manos como un orate de feria, ahora las separaba acercando diez centímetros la derecha a la barbilla. Nadie comunicó el cambio a las autoridades; y la familia, en cuanto se enteró de que no habían enterrado a su antepasado por culpa de un absurdo error administrativo, sepultaron la estatua viva de Jacinto en una catacumba que se extendía por el subsuelo de la plaza del Teatro.

Los más allegados a Jacinto comprendieron que era imposible sacarlo de su entropía y su ensimismamiento; ciertamente, tampoco lo pudieron revestir para meterlo en una caja, pues varios que tocaron su cuerpo comprobaron que se les paralizaba la mano al contacto con el ungüento, volviéndose peluda y simiesca. Tal prodigio sucedía tanto en el anverso como por el reverso de la palma; sin embargo, lo verdaderamente grave era que luego les desaparecían varios dedos durante un par días. Eso en el mejor de los casos.

El incidente no fue comunicado a las autoridades municipales, pues los vecinos de la plaza odiaban verse convertidos en monos de feria ante la hilaridad de los demás yeclanos, de ahí que encajonaran el cuerpo de Jacinto dentro de un baúl y lo abandonaron en la catacumba, a salvo de los curiosos, mientras él seguía viajando a velocidades hiperlumínicas desde el subsuelo mágico de la plaza.

El más afectado por la tragedia, en los días que despertó Jacinto, fue Argimiro Montañés Onarres, pues nadie sospechaba que aquel hombre que había perdido su trabajo, deseara morir. Tampoco asimilaban que se hubiera metido en la cama con su traje de boda recién planchado para quedarse esperando la muerte bajo el murmullo de un Rosario interminable recitado por tres plañideras contratadas, pues no quería morir en pecado mortal y sin desear lo suficiente la vida.

—Estoy dispuesto a esperar lo que haga falta —dijo cuando le comentó la tarántula lo que sucedía con su vecino de la calle del Teatro.

—Además de fallecer Antonio Alarín-Vicente Yagüe se ha movido Jacinto en su catacumba —repitió el peludo arácnido.

Aquella tarántula parlanchina estaba agotando su ingenio y su voz. Aún le quedaban fuerzas suficientes como para paralizar un gato, trastabillar dos perros y devorar con pedipalpos de acero al cerdico de san Martín, el que engordaban sin escrúpulos los de la plaza, y regalaban a los misericordiosos de la parroquia del Niño Jesús. Sin embargo, su intento por seducir a Argimiro se estaba volviendo a frustrar.

—Me conviene conocer el secreto de Jacinto —le dijo Argimiro sin estorbo y apartando los pies de las zapatillas, no fuera a picarle en una corazonada de su instinto aquel feo arácnido.

—Si te disecas no podré chupar tu sangre —comentó indignada la tarántula.

—Tanto me da, bastantes tábanos tenemos en el campo. El otro día picotearon la mula de Tadeo como si manejaran el bisturí del médico. Si se trata de chupar la sangre, prefiero que me la chupe otro —contestó revolviéndose sobre la hamaca, seguro de que el arácnido no saltaría a su cuello, pues la distancia lo hacía imposible.

Tuvo que soportar las lágrimas de rabia de aquel peludo y enamorado artrópodo, pero no le importó, pues hacía un mes había reconocido en oración y en el ambiente fraternal del convento de los Franciscanos, sus pecados más lascivos, entre los que se encontraba que le repugnaban los animalejos del campo. El fraile le dio la absolución en un movimiento que le hizo recordar la huella del viento solar en el explaneta Plutón, el único cuerpo celeste cuyo nombre era casi un improperio; un cuerpo errante que pudo descubrir cuando obtuvo el secreto del tiempo.

Lo que no le había dicho al cura era que se había enamorado de una piedra del Serratejo, y que estaba seguro de que la amaría toda su vida.

Hablaron de los animales, de las bondades que traían, del amor que el padre San Francisco tuvo por las criaturas, e incluso recordaron que Tomás Díaz Guzmán, el preceptor del hospitalico, los amaba hasta el punto de guardarlos en cajas de cartón paralizados y muertos, disecados y pinchados por agujas de coser. Allí dicen que hablaba con ellos, que les contaba historias y que ellos, agradecidos por la deferencia de hacerlos inmortales y eternos, le impartían lecciones de biología, botánica, zoología, cosmética y radioterapia a sus alumnos.

—No quiero acabar como D. Antonio Alarín-Vicente Yagüe, oliendo a desesperanza y vino —dijo Argimiro.

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