PRESENCIA REAL DE JESÚS ENTRE NOSOTROS

Recuerdo hace unos años, creo que décadas, cuando hacía los programas religiosos de COPE Valladolid, que me molestó un cartel del Corpus Christi, donde afirmaba que Dios se paseaba por las calles de Valladolid durante la procesión del Corpus, y que lógicamente, había que acompañarlo. Me molestó porque me parecía que aquella propaganda hacía de menos a la presencia de Cristo en  los pobres, que también es lugar teológico de la presencia de Cristo.

Yo, que en una canción había afirmado que “un pobre es un sagrario con dos patas”, mostraba con mi soberbia opinión, la importancia de no hacer de menos la presencia de Cristo en las almas de cada uno de los hombres y las mujeres que habitamos este mundo, convirtiendo en contradictorio, lo que no lo es.

Hoy, con más años, y espero que con más humildad y menos arrogancia, me atrevo a descubrir y a repensar, siempre con ayuda del Señor y de nuestra madre la Virgen, la cuestión de la presencia real de Jesús en el mundo. Vamos por partes y analizamos algunas de estas presencias, pues todas son un muestra del profundo Amor que tiene Dios por todos y cada uno de nosotros, los hombres.

La primera presencia real es la de la Eucaristía. La presencia de Cristo en la Eucaristía es absolutamente real para los que tienen fe. Jesús nos lo afirma sin ambages: tomad y comed, esto es mi cuerpo. Para los católicos no hay dudas, es su verdadero cuerpo y su verdadera sangre. Comemos y bebemos su cuerpo y su sangre; y nos hacemos uno con Él. Si te gustaría tocar a Cristo, lo puedes hacer. Puedes comértelo y puedes beber su sangre. Eso hace que Cristo pase a tu interior y pueda habitar dentro de tí. Jesús es alimento para el alma, y es viático para la vida eterna. Amén.

Es importante reseñar que la Eucaristía no es un símbolo, es un sacramento. Es una presencia real de algo que no vemos, pero que está ahí objetivamente. Su presencia es independiente de la actitud y piedad del que lo come. Tampoco hay que olvidar que Dios está presente en todos los demás sacramentos. Y esa presencia es siempre objetiva, no depende del catecúmeno.

Por supuesto, siempre es deseable una óptima recepción por parte del creyente, y para eso hay que prepararse y no acudir a los sacramentos de cualquier manera, pero la presencia real no depende del creyente, sino de Dios mismo.

La presencia real de Cristo en la Eucaristía es una presencia que me atrevo a llamar PURA Y PERFECTA, como lo fue el mismo Cristo. No hay pecado en la Hostia sagrada, ni impureza alguna. Es Jesús mismo, con la contingencia de la naturaleza tangible, un cuerpo y una sangre, que en este caso, posee la tangibilidad del pan que es consagrado. Al igual que no hay imperfección ni pecado en Cristo, tampoco lo puede haber en la Forma Sagrada. Por eso los católicos adoramos la Eucaristía como si adoráramos al mismo Cristo, y es que es el mismo Cristo.

La segunda presencia de la que quiero hablar es la de Dios en las almas y en lo pobres. Lo que se llama la inhabitación de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, en el interior de las personas. Tenemos constancia de esta presencia por diferentes textos bíblicos, pero también por la experiencia de los místicos y por la misma dinámica sacramental.

En el libro del Génesis, al principio de la Biblia, se afirma que el hombre es hecho, creado, a imagen y semejanza de Dios. Somos imagen y semejanza de Dios. Ver a un hombre, supone ver la imagen de Dios. Somos reflejo de Dios, semejantes a Él, aunque no iguales, pues no somos dioses.

La culminación de esta antropología teológica llega de la mano de la encarnación: Dios se hace hombre en la persona de Jesús. Con la encarnación del Unigénito de Dios, y a través de la humildad y obediencia de María, Dios se hace hombre para que nosotros alcancemos a Dios. Admirable intercambio.

El mismo Jesús se identifica con el hombre. Ha venido a buscar a los enfermos y a los pecadores. El Reino está cerca y es para nosotros. Lo que hagáis a uno de estos mis hermanos, a mi me lo hacéis. Así habla en el evangelio según San Mateo, capítulo 25. Dios habíta en el corazón de los hombres, viene y hace morada en nosotros.

Los místicos destacan esta presencia interior. Mi querida Santa Teresa de Jesús, sin ir más lejos, lo afirma en las Moradas cuando alude al castillo interior en el que Dios habita. Castillo interior que no es sino una explicación de la relación de Dios con nuestras almas. Sin embargo, en este castillo interior se nos pone de manifiesto una verdad importante, y es que no siempre somos conscientes de esta inhabitación del Señor. No siempre hacemos su santa voluntad. Somos pecadores y esa imperfección es un lastre —y una cruz— para el creyente.

Por eso Dios se sigue haciendo presente en los sacramentos. Quiere seguir estando junto a nosotros y en nosotros. Así lo afirma al final del evangelio: Yo estaré con vosotros hasta el final de los días.

La presencia de Cristo en los hombres, y en los pobres, es una presencia que humilla al Señor, precisamente por nuestra imperfección y pecado. Sin embargo, la presencia de Dios en la Eucaristía, nos lleva a perfeccionarnos, a seguir mejor y más dignamente a Dios.

Dios vive en el interior de cada uno, para que seamos sagrarios vivientes los unos para con los otros; pero eso no nos convierte en dioses, sino en hermanos de un mismo Padre. Esa presencia tampoco anula nuestra voluntad, ni constriñe nuestra libertad. En palabras de San Agustín, el que nos hizo sin nosotros, no nos redimirá sin nosotros.

Jesús cuenta con nosotros, nos busca y nos invita. La presencia Eucarística está para nuestra santificación, la presencia antropológica es un signo de que Dios quiere vivir definitivamente con nosotros. Dios con nosotros.

Felices días de Cuaresma.

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