Fragmento

Bajaron las escaleras de emergencia, y tras abrir un portón gigantesco, con capacidad para guardar un vehículo aeroespacial de pequeño tamaño, arribaron a un hangar amplio, abierto en múltiples y simétricas puertas; cada una de las cuales desembocaba en su respectiva nave de emergencia perfectamente equipada.

Un grupo de aeroespaciales, militares de alto rango, perfectamente ataviados, se erguían alineados y dispuestos a recibir a sus superiores. Saludó militarmente el capitán Cortés, y tras ordenar que se iniciaran las maniobras de rescate, cruzó la primera de las puertas junto al teniente Leo Becker. Había decidido involucrarse en uno de los equipos de rescate a fin de examinar de cerca la catástrofe.

Pensaba el capitán Cortés que formaba parte de su condición de oficial al mando el estar en el lugar del dolor y no en la retaguardia del puente. Había sido un militar muy experimentado, pues había salido cientos de veces al exterior ingrávido del espacio en misiones de rescate, y era consciente de que su aportación podía dirimir la vida o la muerte de los colonos atrapados.

En el puente de mando dejaba a Judit Hoffman, una mujer que contaba con toda su confianza. Lo único que temía Íñigo Cortés en aquel momento de incertidumbre era la hostilidad del espacio exterior, siempre traidor e insidioso con los imprudentes, siempre dispuesto a arrebatar la vida de los incautos.

-¿Tenemos programado el plan de vuelo? –preguntó Íñigo en el interior de la segunda nave de emergencias, la suya personal, la que solía utilizar para trasladarse por el interior del icosaedro.

Todo había sido preparado meticulosamente por Leo Becker, que fue explicando con detalle al capitán y a los hombres que lo acompañaban la misión de rescate. Iban a reconocer parcialmente y de cerca las naves accidentadas, para lo cual era preciso navegar en ausencia de gravedad durante una media hora aproximadamente. Una vez tuvieran una idea precisa y clara de la situación, estabilizarían las condiciones de habitabilidad de las naves, evacuarían a los heridos y repararían los daños materiales.

Con rapidez se fueron acomodando dentro de la nave auxiliar otros siete soldados, hombres y mujeres, jóvenes y aguerridos en la tarea dura. Se ataron a los asientos de transporte con los cinturones pertinentes y cruzaron los brazos acariciando los hombros con sus manos abiertas. Tragaron saliva, humedecieron sus labios con la lengua, y cerraron los ojos murmurando una oración a Dios. Le rogaban que los asistiera en aquella hora difícil. Estaban dispuestos a ayudar en lo que fuera, incluso arriesgando sus vidas, pero no podían dejar de implorar el auxilio de Dios, pues sabían de la villanía del espacio exterior y de la proximidad de la muerte cuando se exponían al cosmos.

La formación del equipo que acompañaba al capitán y al teniente había sido excepcional, pues lo preceptivo era que cada contingente de rescate estuviera compuesto por un equipo interdisciplinar de médicos, físicos, biólogos, aeroespaciales e ingenieros; todos ellos entrenados para abordar naves accidentadas y rescatar a sus víctimas; sin embargo, en aquella ocasión, el caos y las ausencias habían impedido que los grupos fueran armónicos.

El capitán Íñigo intentó alentar a su equipo. No era momento de mostrar enfado por la precipitación o las equivocaciones, pues las carencias siempre son evidentes cuando se está atado a la vida por el cordón umbilical débil y frágil de un traje espacial. Estar colgado en medio del universo sin gravedad, con las manos entumecidas por el frío y el sudor corriendo por la frente, no era plato de gusto para nadie, especialmente cuando el riesgo a perder la vida, o sufrir un accidente grave, se incrementaba en proporción geométrica.

Íñigo lo sabía. Conocía perfectamente que para sus hombres era casi su primera experiencia de ingravidez en vuelo; pues, desde que partieron de la Tierra hacía unas semanas hasta aquel preciso día, no habían necesitado activar ninguna medida extraordinaria de seguridad. Ni siquiera habían salido al espacio debidamente trajeados para reparar los desperfectos ordinarios de los viajes espaciales.

De hecho, la travesía hasta Urano había sido extrañamente cómoda, casi perfecta. Habían cruzado el cinturón de asteroides sin incidentes leves, y habían superado fácilmente al gigantesco Júpiter con sus planetas Medíceos. El campo magnético del gigante gaseoso los había protegido y les había permitido ahorrar energía gravitacional; la misma suerte tuvieron cuando arribaron a Saturno, un viejo conocido del capitán Cortés.

Hacía años, siendo todavía un suboficial, Íñigo Cortés había trabajado en la luna de Encélado haciendo prácticas. Por aquel entonces desarrollaban un sistema geotermal de habitabilidad que terminó en un sonoro fracaso científico. En todo caso, Saturno siempre había sido un planeta muy querido por los aeroespaciales, tanto por la belleza de sus anillos, como por la inexistencia de accidentes en su órbita. Habían surcado recientemente el cielo de los gigantes de gas y gravedad sin ninguna mención relevante en la bitácora de vuelo de los icosaedros. Todo había sido perfecto. Hasta Urano. El planeta azulado, helado y frío hasta la muerte, los había traicionado con uno de los peores accidentes que recordaban de la Agencia Espacial Internacional.

-¡Ya estamos! Ajustad los trajes. Si estamos concentrados todo irá bien. Hay gente que nos está esperando desde hace horas y no podemos fallarles. Recordad las premisas para trabajar en el exterior: prudencia, tranquilidad y concentración – dijo Cortés mientras se desamarraba la nave auxiliar con un chirrido intenso.

En treinta segundos quedaron flotando en el espacio, desprendidos de la nave nodriza. Era una maniobra que realizó Becker con precaución y lentitud, pues cualquier movimiento en falso podía suponer un roce en el casco de la nave, con la consiguiente fuga de oxígeno y presión.

Sin embargo, el desenganche fue perfecto, gracias a la pericia del teniente Becker, que una vez más solicitó silencio, el mismo que exigía cuando las maniobras ejecutadas eran peligrosas. Una vez desacoplados, giraron y se movieron lentamente, enfocando el objetivo al que se dirigían desde el visor principal de la nave auxiliar.

El plan de vuelo previsto obligaba a acercarse a la Nave Familiar Uno, la NF1, para observarla visualmente; pero antes de llegar, se iban a cruzar con otras tres naves fuertemente dañadas, probablemente inservibles. Decidieron realizar un barrido con el radar.

Algunos soldados sudaban copiosamente, y otros tantos se mantenían relajados, resoplaban e intentaban eliminar adrenalina sin mover un solo músculo. El silencio se fue imponiendo, un silencio denso y oscuro como la noche. Iban a salir al exterior, y estaban nerviosos.

Por el ventanal principal de los pilotos, Cortés y Becker contemplaron un espectáculo que no pudo ser más dantesco e impactante: los cuerpos de unos cuantos cadáveres flotaban sin vida. Había niños pequeños con pijama y casi desnudos, algunos estaban abiertos en el pecho y perdían sus vísceras, con el rostro agrisado por la falta de presión atmosférica, y el frío absoluto que los convertía en rocas de hielo. El impacto los había sorprendido durmiendo o descansando; varios flotaban agarrados a los brazos de sus padres y hermanos, y otros tantos se entrelazaban cariñosamente a sus juguetes. Habían tenido tiempo de abrazarse a los suyos cuando los asaltó la muerte, una paradoja de la soledad y la inmensidad del espacio.

Treinta segundos después, comprobaron muy de cerca cómo flotaban exangües restos humanos que habían sido destrozados por la implosión: manos, piernas, vísceras congeladas, y goterones de sangre convertidos en cristales de hielo. Se humedecieron los ojos en varios tripulantes de la nave de emergencia. Algunos fueron reconocidos, pero nadie se atrevió a decir una palabra. Aquellos restos se precipitaban al vacío, siguiendo lentamente el camino que había trazado el asteroide a su paso. Se amoldaban a la inercia con inocente parsimonia. Congelados y sin vida. En otras circunstancias hubieran tratado de alcanzarlos, pero ahora tenían como principal objetivo ocuparse de los vivos.

Distinguieron trozos de la cubierta, fragmentos de cristal roto, probetas de los almacenes científicos, cajas con embriones, matraces y cables flotantes. Ninguno de esos cuerpos caía contra ellos, por lo que dedujo Íñigo que el rumbo trazado por Becker era perfecto, muy bien ajustado. Los radares fueron comprobados varias veces por los cuatro auxiliares de vuelo de la expedición de rescate.

Íñigo indicaba dulce y suavemente el camino que debían seguir, como si con sus palabras susurrantes quisiera tranquilizar a Leo Becker y a él mismo. En las pausas mordisqueaba su lengua en un gesto que ejecutaba cuando estaba especialmente tenso y concentrado. Becker, con su escaso y rubio cabello, asentía a los mandos del grupo; era quizás, de todos los allí presentes, el que tenía más experiencia en vuelos espaciales tripulados. Rondaba los cuarenta y siete años y era el único que se había enfrentado a una desgracia parecida a aquella. Había acompañado a Íñigo Cortés en la misión de Encélado, y conocía perfectamente al capitán, tanto tomando una copa distendidamente, como en el límite de una expedición a vida o muerte.

-Nos importan los vivos, por estos hermanos nuestros no podemos hacer nada –dijo el capitán hablando más alto para que lo escuchara el resto de la tripulación.

Nadie notó que le temblaba la voz, y nadie percibió que contenía un sollozo en sus labios, un sonido quejumbroso que guardaba tragando saliva. No era para menos.

A lo lejos, en el horizonte de Urano, se dibujaba la silueta de los icosaedros que habían resistido a la nube de meteoros. El sol, diminuto en su diámetro y muy brillante, reflejaba la superficie del planeta azul con nitidez, y junto a su borde lo hacían, refulgentes y hermosos, los siete poliedros que se habían salvado.

Informaron por radio a la brigada Hoffman que aguardaba desde el puente la llegada de los primeros datos. El convoy Trinidad había perdido un cuarenta y cinco por ciento de su masa. Había desajustes en las naves vértices de babor, y un buen puñado de naves familiares, al menos doce, habían sido arrolladas. La nave nodriza había perdido uno de sus puentes por completo. En todos los casos, quedaban muchos compartimentos aislados, probablemente con colonos en su interior.

-Informa a la Pangea de nuestros daños –dijo Cortés hablando por radio con Judit Hoffman-. Explícales que podemos rescatarlos nosotros mismos, pero que cualquier ayuda será bienvenida.

Desde el ventanal de la nave de rescate podían apreciar perfectamente el hueco que había dejado el convoy Ghandi tras el accidente. Unos restos lejanos que se precipitaban hacia la atmósfera de Urano era lo único que quedaba de ellos. Centelleaban mientras se fundían con el planeta azulado. Cortés trató de buscar en el horizonte la Gagarin y la Mandela, pero no encontró nada.

Al cabo de un rato les interrumpieron desde el puente de mando.

-Tenéis la Pangea en vuestra frecuencia, hemos aumentado su señal –les dijo Hoffman.

-Aquí la Pangea. Hemos visto precipitarse contra Urano los icosaedros Ghandi, Mandela y una buena parte de la Gagarin, iba perdiendo su forma. Los hemos dejado al otro lado de Urano. ¿Ven desde su posición los icosaedros que orbitaban delante de nosotros? –preguntó el interlocutor.

Becker modificó el monitor de visibilidad de su nave de rescate. Quería escudriñar el horizonte de Urano frontalmente.

-El convoy Einstein está casi desaparecido. Apenas veo algunas naves familiares que están enlazadas a la nave nodriza. Son cuatro o cinco, no más –dijo Becker-. Quedará un diez por ciento o menos; y es evidente que necesitan ayuda. La Humanidad no la veo, ese icosaedro no está en nuestra línea de visión, probablemente ha sido destruido, repito. Probablemente ha sido destruido.

-¿Se podría intentar alguna maniobra de rescate desde la Santísima Trinidad hacia el Einstein? ¿Tienen posibilidades? -preguntaron de nuevo.

-Ni siquiera los vemos con claridad –dijo Becker-. No están delante nuestro.

-Nuestra obligación es ahora intentar salvar todo lo que podamos de la Santísima Trinidad – dijo Íñigo sustituyendo la voz de Leo Becker-. “Es mejor rescatar una vida que se agota, que especular con cientos de vidas en riesgo” –dijo repitiendo uno de los principios de la Agencia Espacial Internacional, una frase que había criticado y discutido en otras ocasiones, y que ahora le permitía centrarse en sus tripulantes, con los que se sentía en deuda.

Interrumpió una voz nueva, firme y con un ligero acento. Había entrado el mensaje con la señal de la Pangea, que actuaba como un poste repetidor entre dos icosaedros alejados.

-Aquí el convoy icosaedro República trasmitiendo. Estamos bien. ¿Todo bien capitán Cortés?

-Me alegra saber que están bien. Transmita nuestros saludos al capitán James Mercier desde la Santísima Trinidad en comunicación con la Pangea. ¿Pueden informarnos de su situación? -dijo Cortés que se sentía orgulloso del buen trabajo que estaba haciendo Judit Hoffman en el puente de mando.

-El República no ha sufrido daños, y tampoco el Albatros. La Nueva Beijing ha perdido más del cincuenta por ciento de su estructura. Y la Humanidad de la capitana Marie Chen está severamente destrozada. Ahora mismo soporta como un veinte por ciento de su estructura que se tambalea. Por suerte están muy cerca y no tardaremos mucho en acudir en su ayuda. Nuestro objetivo es iniciar ya las reparaciones y salvar el máximo de vidas posibles. La Santísima Trinidad se ve desde aquí bastante mermada y con problemas; pero es recuperable.

-Así es. En la Santísima Trinidad ya hemos iniciado las tareas de rescate –respondió Cortés al punto.

-Es una suerte que estén ustedes vivos. Nos ocupamos nosotros de la Humanidad y de la Nueva Beijing. Buena suerte y feliz trabajo.

-Igualmente. Supongo que en breve nos reuniremos los capitanes para reordenar los convoyes.

-Trasmitiré su interés. Hasta entonces, dejamos abierto el contacto.

Despidieron la conexión, y aunque el capitán Íñigo Cortés trató de mantener en todo momento la línea de radio para saber qué hacían los demás en otros cielos de Urano, su verdadera intención era rescatar con vida el máximo de colonos de su icosaedro.