Fragmento

Del capítulo 6.

Las demandas de varios ciegos del pueblo impulsaron, paradojas de la ciencia, el negocio de la imprenta. Sabido es que los problemas, cuando son convocados por la rueda de la fortuna, no suelen mejorar la vida de sus agraciados; si bien los empujan insistentemente a entregarse con más entereza y pasión al devenir de la existencia.

Eso sucedió con Amalia Montañés y con su padre Alfonsico, sufrieron lo indecible cuando se prolongó el insoportable juicio contra medio pueblo; pero cuando abrieron, tras cinco años de lamentaciones, convirtieron la imprenta en la más grande y moderna que hubo nunca en el altiplano. Trasladaron, otra vez, las máquinas nuevas, alemanas y belgas a la plaza del Teatro, donde estuvieron ubicadas durante lustros; tantos, que los recordaban las amigas de Amalia Montañés cinco siglos después como una de las imprentas más grandes de la tierra. Ya el hombre había viajado a Marte, Ceres y Urano cuando la nave industrial del barrio de San Roque comenzó a imprimir folletos y a escupir muebles de madera y acero que los envolvían en cartón. Era la mejor idea que nunca habían tenido, pues se enriquecerían ellos, y en mil años enriquecerían a todo el pueblo.

Argimiro contemplaba el negocio que sería en el futuro el mejor de toda Yecla, feliz de no tener que trabajar en él. En su interior, aún afloraba el resquemor de que nadie confiaba en él por culpa de su pusilanimidad, excepto su nueva y joven esposa Amparín, que además de desconfiar como el resto, lo odiaba por hacerse invisible de cuando en cuando.

Era un talento otorgado por la divinidad que nada tenía que ver con el tiempo, y que Argimiro lo achacaba a su discreción y saber estar. Se hacía invisible, aunque en realidad se entretenía más de la cuenta en los bares hablando de las estrellas del cine, y haciéndose notar. También salía al peluquero, a la fresca del parque y a otros foros públicos de la localidad, no parando nunca en casa cuando lo llamaban.

Cuando regresaba se hacía el encontradizo y decía que había estado allí apostado toda la tarde, en el patio, o leyendo en la biblioteca. Los embustes convencieron a su esposa, que siempre lo tuvo más por invisible que por bromista o mentiroso. No obstante, como ella no se resignaba a la soledad del hogar, aprovechó también para ausentarse de cuando en cuando. Por eso, un día lo convenció su mujer Amparín de que no debía salir de casa sin su permiso. Por entonces ella ya no pisaba el salón del hogar, pues permanentemente acudía a las casas las niñas bien del pueblo. Allí les enseñaba los arcanos musicales del pianoforte que había comprado con lo poco que le había dejado Pascuala, su madre, cuando vendió la sastrería de su padre en Valencia.

Fueron días de desencuentros, aunque ellos nunca lo reconocieron. Se asemejaban a los años posteriores al nacimiento de Alfonso en casa de Juan Montañés y Amalia Onarres, donde siguieron pariendo hijos pequeños hasta que llenaron las alacenas y las despensas de purés, carritos y llantos. Paseaban en comandita familiar por la plaza del Teatro hasta el parque de San Francisco, y todas las tarde disfrutaban de sus togas, trajes marineros, y bienhadados parecidos.

Cuando se cansaban de contemplar el mismo paisaje y a los mismos vecinos, ascendían al castillo por el paseo de San Francisco; rebasaban así la plaza del Ayuntamiento, la iglesia Vieja, cerrada desde que la construyeron —a fin de evitar conversiones espontáneas— y tomaban la empinada cuesta de la Virgen del Castillo, cuyo único resto medieval consistía en una piedra arrugada por la argamasa y cuatro lagartijas amantes del sol contratadas por un muy concienciado Ayuntamiento. Luego bajaban por la calle del Niño, y regresaban por el callejón.

Disfrutaban los vecinos viendo pasar a toda la familia, pues los siete hermanos eran casi todos iguales, y muchos, sólo los distinguían por la altura, testigo indolente de la edad. Eso provocó que cuando crecieran, lo hicieran todos a la vez, y los vecinos y amigos de Juan y de Amalia tuvieran que volverse a aprender tamaños, alturas, edades y nombres, pues cambiaban las relaciones que habían memorizado años atrás.

Los males de aquellos días tenían que ver con que, más a menudo de lo que quisieron sus padres, los hijos se extraviaban. Amalia lo achacaba a que Juan era ciego y no se hacía valer con la simple voz, en cambio Juan pensaba que la culpa era de Argimiro, que siendo primogénito y gastando una vista de lince, no la empleaba en cuidar a sus hermanos. De hecho, al final de la infancia de Argimiro, procuraba el chaval quedarse por el camino, harto como estaba de que luego le reprocharan que se había perdido Emilio, Alfonso o Fernando.

—Este muchacho siempre ha sido invisible cuando le ha interesado —le dijo Amalia a su nuera Amparín un día que lo buscaron por toda la casa, armarios y baúles incluidos.

—Estará por ahí, tomando el sol en la ventana —dijo sabiendo que no habían rebuscado en los rulos de las persianas de la cocina.

Fueron días caprichosos para Argimiro Montañés Onarres, pues aunque había conocido desde la infancia y la juventud a sus hermanos, tras dos décadas sin hablar con ellos, los empezaba a echar de menos. Coincidieron tales enroques con que había inundado el almacén de la imprenta de iguanas y camaleones; y ellos, que se desplazaban torpemente por culpa de una dolencia relacionada con un acogotamiento del tiempo, no soportaban ver los ojos agresivos de los camaleones hambrientos a su alrededor.

El único que se movía a igual velocidad que Argimiro fue, en aquellos días de un verano especialmente lluvioso, su hermano Alfonso. Comentaron sus padres —algo que recordaba bien Argimiro—, la víspera del nacimiento de su cuarto hijo que sus hermanos eran sorprendentemente rápidos en aprender idiomas distintos a lo que hablaban en el altiplano; lo cual demostró, una vez más, que toda la familia estaba impregnada de un ácido desoxirribonucleico único, heredado de sus abuelos Francisco Montañés Chaco, Purificación Manzano Díaz, Leonardo Onarres Ferrer y Joaquina Alarín-Vicente Chaco.

El siguiente en ser engendrado tras Alfonso, fue Fernando, un botarate cuya única gracia la hizo a los suyos después de muerto. Amalia se alegró mucho cuando comprobó que no era ciego ni sordo, pues había soportado con gran pesar las murmuraciones de la plaza, de ahí que le regalaran a Fernando todos los caprichos conocidos en la tierra. Ese fue el mayor y craso error educativo que hubo nunca en Yecla desde los tiempos de D. Tomás Díaz Guzmán.

El muchacho tenía siempre un mal gesto en el rostro, una mirada despectiva y una palabra desdeñosa. Esas cualidades hubieran hecho de él un auténtico solitario insociable, si hubiera vivido en cualquier otro municipio de España, pero en Yecla, las formas abruptas y las maneras inclementes eran concebidas como síntomas de realeza y de generosidad sin límites.

Fernando terminó siendo un maltrabaja, aunque esa condición, para ser justos, la había adquirido durante su más tierna infancia gracias a las miradas cariñosas y tiernas que lo lastimaron. El chico no empezó a andar hasta los quince años, y no perdió ninguno de sus dientes de leche porque comió sopas y purés de lentejas hasta los veinte años. Su incapacidad para hacer algo fue proverbial, y en la misma escuela a la que asistieron sus hermanos —la que regentó, en tiempos, el ínclito D. Tomás Díaz Guzmán, tatarabuelo de los muchachos— fue un monumento a la desidia con invalidez parcial. El médico de guardia decretó que iba a ser paralítico durante toda su vida, y el Obispo de Cartagena lo confirmó en su segunda visita pastoral al pueblo. Afirmó que nunca había visto a un muchacho tan bien disecado en vida.

Sin embargo, aquello no molestaba a Fernando, que se había acostumbrado a no interferir en la vida de nadie, y aunque es verdad que él parecía más un mueble que una planta, llevaba con gusto su pereza. No es menos cierto que tampoco abrumaba a nadie con consignas políticas aburridas que pusieran en peligro la convivencia con sus coetáneos de la plaza, los que tomaban el sol en primavera y otoño.

A pesar de su buena disposición, cambió el gusano en cuanto hizo su metamorfosis, y la crisálida se volvió primero capullo, y luego mariposa. Se despertó un día, recién cumplidos los catorce años, con el baile de san Vito y no lo abandonó nunca. Decían las tarántulas que le había salido pelo en las piernas, en el pubis y en las axilas. Al mismo tiempo, optó por levantarse cuando pasaban las muchachas para darse a valer ante ellas. Esto sucedió, la primera vez, en el parque de San Francisco, y quedaron todos tan asombrados, que por un momento parecieron que los inválidos eran los demás.

—Me levanto de esta silla, solo para mostrar, que hacer una quintilla, es la cosa más sencilla que se pueda imaginar —dijo con voz ronca tras un silencio secular.

Las muchachas rezongaron de ver que sus contoneos resultaban curativos, y animaron el espíritu indolente de Fernando, que tomó la decisión de ser un botarate y un corredor de mundo. Al mes ya andaba por sí mismo, sin ayuda de la camilla, y quince días más tarde, coincidiendo con las Navidades, el chico habló por tercera vez para dirigirse a una chica de Albacete, una cabaretera del teatro que hacía función el día de los Santos Inocentes. Le dijo unas palabras tan entregadas y firmes, que ahuecaron el alma del camerino del Teatro Concha Segura, el que da nombre al espectáculo.

—De los altos de Chinchilla se ve la Roda, Albacete y Almansa, la Mancha toda.

Casi a la vez entregó unas flores arrancadas del campo, silvestres y preciosas que deleitaron a la señorita; y él, que no hacía mucho había sido confundido con una planta, se sintió más que nunca un animal en celo. Aulló como un licántropo, y atrajo al resto de hormonas errantes del altiplano. Por el contrario, salieron corriendo las tarántulas y volando los estorninos enamorados de Argimiro. Buscaban refugio en sus brazos, aunque no lo encontraron sino en la peluquería afeitando las barbilampiñas colgantes de su faz de esfinge mortuoria.

Juan Montañés estaba asombrado, y Amalia no cabía de gozo por ver que, por fin, alguien en la familia había tomado la iniciativa lejos de la imprenta. Argimiro le recordó cuando visitó a su familia el domingo de Ramos, que él había estado trabajando en el Ayuntamiento desde los dieciséis años, pero nadie le pareció que eso consistiera en tener espíritu de sacrificio ni de trabajo, y tuvo que callarse hasta que alcanzó la vejez.