Cuando llegaron al castillo la mayoría de los caballeros y soldados invitados a festejar el triunfo de su rey Fernando se encontraban ya en el interior de la sala donde se banquetearía. La algarabía de sus voces y los movimientos del patio indicaban que la fiesta se iba a prolongar durante horas. No llegaban tarde, pero como estaba a rebosar, Fernando y Nuño tomaron asiento en una bancada cercana a la puerta que parecía libre. El abuelo les indicó que lo siguieran a un acomodo más digno de su categoría. La situación lo requería, por lo que obedecieron sin chistar, pues deseaban no cometer ningún desaguisado dada la poca experiencia que en este tipo de eventos tenían. Tampoco el abuelo tenía demasiadas a sus espaldas, pero intentaba disimular ante sus pupilos, a fin de no acrecentar la inseguridad que todo el mundo tiene ante lo desconocido.
La suerte les acompañó, pues vieron una mesa libre no alejada del todo de la mesa presidencial, que parecía ocupada por los escuderos de Monzón y Carrión con los que se sentaron. Es verdad que ellos no estaban en tal categoría, pero tampoco parecía del todo inadecuado que compartieran mesa con sus compañeros de armas y servicio. El convencimiento de la buena decisión llegó cuando Fernán, el tutor de Pedro Ansúrez, se dirigió a ellos desde el final de la sala y les indicó que sus sitios eran los mismos que habían escogido. Estaba excitado el mayordomo pues el joven conde Pedro había sido invitado a la mesa presidencial con el Rey, a la izquierda del lugarteniente Diego Laínez y a la derecha del conde de Carrión. Junto a Diego Laínez se sentaría el Rey, y al otro lado, a la derecha de Fernando I, ocuparía su asiento el joven infante Sancho.
No tardaron mucho en esperar, pues el Rey deseaba retirarse para descansar lo más pronto posible. A la fatiga de la batalla se unía el dolor por la muerte de su hermano. Ya anunciaron que el Monarca no se quedaría al ágape, sino que simplemente daría audiencia sobre las cuestiones más urgentes, y se retiraría para guardar el luto que llenaba de pena su alma. El infante real Sancho haría lo mismo.
Acomodados en sus sitios sonó la música que anunciaba la llegada del Rey, entonces se pusieron todos de pie, y su Majestad, tras alcanzar su trono, se dirigió a los allí reunidos.
-Nobles y caballeros de la siempre leal León, y de la no menos fiel Castilla. Me habéis servido con lealtad en la batalla de hoy. Sin embargo, sabéis que mi corazón está afligido por la muerte de mi hermano, el hasta hoy Rey de Pamplona y Señor de Nájera, al que en días próximos sepultaremos en Santa María de Nájera. Es por eso que no compartiré con vosotros este banquete. No quiero privaros del deleite de la victoria, ni quiero dejar de brindar con vosotros con este vino, por eso. ¡Que Dios dé descanso a los que hoy han visto su rostro, y que nos guarde a los demás muchos años!
Levantaron las copas todos los presentes, y escanciando algunos apresuradamente el vino bebieron con gusto brindando y apurando las copas mientras admiraban a su rey Fernando. Al poco se ausentaría, pero antes de iniciar las audiencias murmuró unas palabras con Diego Laínez. Al punto, los dos gentilhombres se quedaron observando a los muchachos Nuño y Fernando que sospecharon que hablaban de ellos. ¿Qué sucedía? ¿Estaban acaso mal sentados y el Rey había reparado en algo inusual? Diego Laínez abandonó su bancada para dirigirse a los muchachos.
-¿Sois Nuño y Fernando, los servidores del conde Ansúrez? El Rey quiere veros antes de retirarse. Debéis comportaros sin darle la espalda y no hablar sin que os pregunte.
Se levantaron de inmediato amedrentados por el honor del encuentro. Jamás hubieran pensado que el Monarca se dirigiría a ellos. El abuelo los seguía, sin decir nada a Diego Laínez, que sin embargo, miró fijamente a los ojos de Pedro Díaz. Lo había reconocido, pero el saludo debía esperar. Al pasar por el banco del conde Ansúrez le hizo señal de que lo siguiera. Se presentaron delante del monarca Fernando I.
La mirada penetrante del Rey se posó en los rostros de Nuño y de Fernando, que lo miraron fijamente observando al Señor de sus señores. Las facciones del Rey denotaban cansancio, abundaba en ojeras, y ofrecía una tez pálida bruñida levemente por el sol. A pesar de eso conservaba vigor y lozanía. Tenía el Monarca cuarenta y cuatro años, pero el cansancio de una vida llena de lucha, y la reciente batalla aparecía en sus rasgos físicos con una docena de arrugas más que las que pueblan las faces de los hombres de vida más sedentaria y casera. Junto a él se sentaba su primogénito, el infante Sancho, futuro Rey de Castilla, León y Galicia. Heredaría el trono de su padre si las circunstancias no cambiaban. Tenía diecisiete años, y presentaba un carácter nervioso e irascible, según detectó el abuelo en esos pequeños gestos que en un momento identifican a un hombre. Podría decirse que era el rey Fernando con veinte años menos. Así debió de ser el Rey. Corrían lenguas, y muchos lo afirmaban de buena tinta, que el Rey tenía preferencia por su segundo hijo, Alfonso. El primogénito Sancho trataba de ganar el favor de su Majestad, y aunque la herencia que decidiría andaba lejos, pocos dudaban que en aplicación de la ley leonesa, el heredero y sucesor del trono sería Sancho. Se dio cuenta entonces Fernando de que junto a Sancho estaba Rodrigo Díaz de Vivar, el amigo que había conocido no hacía muchos días y que le había presentado Alvar Fáñez. Rodrigo se mostraba cercano al infante, y es que la información dada por Alvar Fáñez, al que ciertamente habían visto por el banquete junto a algunos nobles leoneses, era más que cierta.
-¿Sois vosotros los valientes que salvasteis al joven Conde, hijo de Ansur, del ataque de los fieros lobos?
Quedaron perplejos, y se llenaron de rubor, lo que despertó un gesto afectuoso del Rey.
-Sí lo somos. Pero no sabíamos,…
-¡Hablad! ¿Que no sabíais?– observó el Rey acompañando la timidez de los muchachos.
-¡Qué fuera tan importante para su Majestad!- contestó Nuño.
Sonrió el Monarca y rieron los presentes por la salida inocente del muchacho.
-Las noticias corren y vuelan, especialmente cuando los siervos son valientes y honrados. Recibid la enhorabuena, no quería despedirme sin saludar a los protagonistas de una historia de la que han hablado los caballeros y que es ejemplo de valentía para toda Castilla. ¿Qué edad tenéis?
-Once años, pero en breve cumpliré doce. Mi hermano tiene uno menos- dijo Nuño de nuevo.
El rubor se tornó en orgullo. El orgullo del abuelo de los muchachos. El orgullo y el nudo en la garganta, la emoción y la adrenalina de los muchachos. ¿Eran unos héroes, unos caballeros? Se volvieron y fueron conscientes de que muchos de los presentes los miraban reconociendo a los protagonistas que habían salvado de una muerte segura al señor de Monzón.
-Sois siervos del conde de Monzón, pero a partir de ahora lo seréis también de éste vuestro Rey. Servidme y sabréis que el Rey reconoce a los hombres valientes, lobos para los lobos, aunque sean todavía unos muchachos. ¡Larga vida a estos muchachos!–, obsequió el Rey levantando de nuevo su copa con el pequeño grupo de presentes que se había arremolinado a su alrededor.
Apurada la copa, los muchachos besaron las manos que extendió el monarca. Diego Laínez indicó a Nuño y Fernando que regresaran a su mesa. Ellos lo hicieron, sin embargo la mirada del infante Sancho continuó posándose sobre ellos.
El infante Sancho era mayor en edad que aquellos jóvenes, pero las palabras del Rey nunca antes habían sido dichas a ningún otro joven, siquiera a él o a sus hermanos. No sentía envidia, pues este pecado corresponde a personas de igual valía, pero entreveía en tal enaltecimiento la gloria que su futuro reino podría llegar a tener con caballeros parecidos a aquellos muchachos, a Rodrigo Díaz de Vivar o a Alvar Fáñez. Ellos serían los caballeros que servirían en su reino, los que engrandecerían su escudo y fama entre borgoñones, aragoneses, navarros y musulmanes. Nuño y Fernando vieron como otros hombres de distinto linaje se acercaban al Rey, para pedir justicia o para resolver problemas menores. Fue entonces cuando Diego se dirigió al abuelo.
-¿Vos sois el maestro de armas de los infantes de Carrión y Monzón? Sin embargo, yo os conozco. Vuestros ojos azules os delatan.
-Han pasado muchos años. El rostro nos ha envejecido y la blancura de mi pelo delata mi anciana edad. Pero aún tengo cabeza para recordar las buenas cosas que pasamos antaño, don Diego Laínez, castellano sin tacha y, por lo que veo bien posicionado en la corte.
-Recuerdo vuestra fama y valentía, pero los años hacen que haya olvidado algunas de vuestras hazañas. ¿No sois el caballero que acompañó a nuestro rey Alfonso V, padre de nuestra Reina Sancha, en la persecución de algunos mahometanos adentrados en el reino? Os llamabais Pedro si no recuerdo mal.
-Sí, soy yo: Pedro el de Liébana. Aunque no estoy sirviendo en tal lugar, sino que soy mayordomo de armas de los infantes de Carrión y del joven conde Ansúrez. Brazo con brazo luchamos contra el gallego Menendo, hijo de Rodrigo, derramando sangre engañosa. ¿No es así, Diego el Burgalés?
-Sí. Y contra algún Beni Gómez desafortunado, a los que por cierto ahora servís en Carrión.
-Hay que sobrevivir, y no he tenido fortuna.
Quedaron los dos viejos amigos platicando sobre las pequeñas cosas del pasado que se esculpen en la piedra de nuestra memoria con más fuerza que los recuerdos del presente. Rieron y cuando dieron por terminada la conversación se besaron y abrazaron efusivamente, pues no habían comido nada todavía. Tal es la costumbre en Castilla entre hombre gentiles y honrados, exaltar el corazón con el ósculo de los amigos.
El abuelo no perdió el tiempo, y con más prisa que prudencia pidió a Diego Laínez la propiedad de aquello capturado en campaña, a fin de poder rehacer su vida de caballero. Él conocía su pasado de infanzón, y no sería molestia reconocerlo como tal en público.
Asintió Diego Laínez, aunque cambió el rostro por el favor que debía hacer al antiguo amigo. Sabido es que a los amigos perdidos en el tiempo no son recordados, pero también es verdad que cuando se encuentran y se piden favores se comportan como si no hubieran hecho ausencia unos de otros durante años. Diego llamó al conde de Carrión, para que fuera testigo de la petición. No era cosa extraña, pues el reconocimiento de Diego, lugarteniente del Rey, por los demás nobles, hacía que tales peticiones no fueran en vano. Delante del abuelo, del conde de Carrión y del mismo Ansúrez y los muchachos se decretó verbalmente que Pedro Díaz era hombre libre, con derecho propio sobre el botín de guerra, y que en agradecimiento a su antiguo señor de Carrión entrenaría a los infantes del mismo hasta que así lo quisiera el mismo conde de Carrión.
Tal pronunciamiento no gustó al noble de Carrión que veía menguada su autoridad sobre su siervo por desconocer las tramas del meloso anciano con su antiguo amigo, pero el acuerdo decretado por el lugarteniente burgalés lo dejaba en suficiente buen lugar como para que fuera imposible hacer afrenta del mismo.
Contento quedó el abuelo Pedro Díaz por la parte que le correspondía como hombre libre y ya dueño seguro de su botín. La alegría de lo primero cubría la atadura de lo segundo, y sobre todo, el rejuvenecimiento sentido al encontrarse con su viejo amigo Diego, el hijo de Laín, que restablecía toda herida en su doliente y orgulloso corazón.