La noche emergió con sus dedos tenebrosos, y refulgieron las llamas de las teas crepitantes de la prisión de Damasco. El gallo cantó y los presos se enterraron embozados en sus mantas y galnapes de lana vieja rancia, con el hedor de todos los que antes se refugiaron en ellas. Iba a ser una madrugada fría, y se aterían los huesos y los pellejos de aquellos desgraciados en un temblor infinito que se confundía con el miedo a la muerte. Quizás alguno no viera la luz, y eso les confería una valentía especial, un deseo de abrigarse enlazando sus cuerpos, unos con los otros para darse calor. Sus pieles desnudas, encostradas y enmohecidas de sudor y camino se adherían unas a otras con la intención de disimular con su amor el sufrimiento compartido. Nadie era amigo de nadie, pero un hilo de fraternidad recorría la penumbra de los rincones de las celdas.
Se obligaban a solidarizarse con los otros, y se congregaban a una hermandad fingida. Impulsados por unos dioses que se complacen y se recrean con el hacinamiento y la miseria de los mortales. ¡Para qué entretenerse en el Hades pudiendo observar a estos mortales paseando su tristeza! Se ayudan como hormigas ante el ataque de un escorpión, como una familia de monos ante la serpiente que repta por el árbol. Esperando una oportunidad que los libere, que los salve, que les haga pensar que se puede estar peor, y eso los alivia a la par que regocija a los titanes, héroes y dioses del Olimpo griego.
Volvió a cantar el gallo cuando se abrió la celda. Era muy de madrugada cuando un hombre rudo y grande solicitó la presencia de Attalos. Suspiraron los demás que rebuscaron al perseguido que entre ellos se protegía. En aquel grupo nadie tenía nombres, nadie sabía nada del otro más que lo impreciso y lo etéreo. Eran sólo proscritos, hombres condenados que esperaban su escarmiento, y mantenían la distancia para que la mala suerte no se contagiara. Viendo aquellos malditos de los dioses que su nombre no había sido proferido por el fornido y gigantesco romano suspiraron aliviados. Nadie quería hacerse visible a una autoridad acostumbrada a matar sin piedad, a golpear sin piedad, a flagelar sin piedad, a crucificar sin piedad. Nadie podía ser amigo de nadie ante la coyuntura de la muerte esquiva. Llorarían las almas misericordiosas por el compañero perdido, en un llanto ausente, banal, diáfano e hipócrita. Mejor el otro que yo. Sobrevivir es el objetivo y la meta que hay que conseguir. Y allí no iba a ser distinto.
Attalos se levantó, y se volvieron a acurrucar los demás encausados. Era un hombre joven, de aspecto timorato y de mirada vivaz. Abandonó a sus compañeros sin escudriñar a su alrededor, como si supiera que no volvería nunca, o quizás le daba igual que tal cosa sucediese. No tenía coágulos de tortura por su cuerpo, de esos con los que los romanos mortificaban a los condenados para regocijo de su tediosa inquina. Ningún signo de flagelo testificaba en su espalda. Sólo estaba magullado y cansado, con la piel levantada y levemente rojiza en los rincones constreñidos de su cuerpo donde la rozadura de los grilletes y las cadenas se habían vuelto inmisericordes. La sangre seca y pegada se asomaba tímidamente por los tobillos, pieles levantadas y erupcionadas que denunciaban el roce de las cadenas. La suciedad del barro y el sudor manchaba su piel cálida y bruna. Su pelo revuelto y sucio susurraba que había hecho un penoso viaje a pie por las calientes y polvorientas tierras de Syria. Desde Antioquía de Syria.
Cruzó el angosto y enlutado pasillo. La noche se cernía sobre los presos, y algunos buscaban acomodo en los rincones de sus celdas. En poco tiempo los ronquidos desvelaron el sueño de los todavía insensibles al cansancio, los insomnes que con la mente despierta aguardan ansiosos su devenir inmediato. Attalos atravesó los vomitorios estrechos hasta ascender unas escaleras, al final le invitaron a entrar en una estancia pobremente iluminada por varios candiles y una llameante tea. Era el nido donde descansaba el Jefe de la Guardia Nocturna, su despacho y su celda.
– Dejadnos solos, quiero hablar con el reo – dijo el hombre a los subordinados que tenía a su cargo, soldados jóvenes castigados con la nocturnalia.
Nadie pensó, ni por un instante que fuera una temeridad dejar al preso con Canus, pues su elevada estatura, y su agudo manejo de la espada lo convertían en un enemigo difícil de batir. Era un veterano de guerra, acostumbrado a matar y a defenderse, y aunque el tiempo parecía haberlo ablandado no se dejaría sorprender por un proscrito. Salieron los guardianes y se quedó Attalos frente a Canus, que le hizo una señal para que se aproximara.
Attalos se acercó a Canus, que esperaba junto a una mesa en la que reposaban algunos documentos enrollados. El romano se dio la vuelta en un gesto de confianza y se sentó en la “sella”, frente a él.
– ¿Sabes escribir en lengua griega y latina? – preguntó con prudencia.
– Conozco la lengua griega, no la romana – respondió Attalos con un hilo de voz.
Era una voz cálida y grave, demasiado potente para un rostro tan magro. El silencio se apropió de la estancia, y el romano rompió la penumbra escribiendo unas letras en un papel que estaba encima de la mesa. Eran unas letras que pusieron nervioso a Attalos.
– ¿Conoces esta palabra?
– Sí señor. “Ixthys”. Significa pez – dijo sin levantar la mirada.
Volvió a tomar la pluma para escribir unas letras sueltas. Attalos empezó a ponerse nervioso, e intentaba disimularlo zarandeando la rodilla derecha.
– ¿Y estas letras?
En el lienzo dibujó la “X” y la “P” griegas superpuestas.
Ahora sí, ahora levantó la vista para cruzarse con la del romano. Era un rostro moreno, con la piel tostada por el sol. La viveza de sus ojos negros y su puenteada nariz hablaban de un judío, de alguien de la zona, de un paisano de la Palestina, o de alguna provincia cercana.
– ¿Eres seguidor de Cristo? – preguntó Attalos osadamente.
Mantuvo Canus un silencio embarazoso. Era frecuente que callara y esperara antes de hablar, era su manera de comportarse ante sus compañeros de oficio. Desde que lo defenestraron en el pasado la prudencia era su mejor aliada, y el silencio era un buen escudo. Pero la pregunta había sido demasiado directa y aguda. Se le había clavado en como un puñal y no podía sino zafarse de la puñalada removiendo la herida. Si Attalos era un espía llevado allí por sus enemigos la trampa había funcionado, pues estaba ahogado por una simple y estúpida pregunta. ¿Seguidor de Cristo? No podía decir que no, pero tampoco deseaba arriesgar a decir nada que lo pudiera perjudicar absurdamente. No renegaba de Cristo si mantenía la boca cerrada, por lo que respondió preguntando.
– ¿Y tú? ¿Lo eres?
– Solo los cristianos conocemos esos signos que acabas de hacer. El pez, “Ixthys” significa algo que nadie sabe, excepto nosotros. Si te atreves a decir la primera palabra que oculta, te ayudaré con la siguiente, para que veas que no te traicionaré ni te delataré.
La propuesta de Attalos era verosímil. Había manejado bien las palabras, y sembrado la confianza en Canus. Sin embargo, el romano prefirió guardar silencio.
– La “I” de “Ixthys” significa “Iesus”. Es Jesús, el Hijo de Dios, que resucitó de entre los muertos – dijo Attalos con convicción esperando que el jefe de mazmorras profiriera la suya.
– La “X” es la inicial de “Christo”. La “X” y la “Rho” griega son sus primeras letras – continuó Canus.
Eran las que había escrito el romano tras la palabra “pez”.
– “Th” son las iniciales de “Theos”. Dios – contestó rompiendo el silencio Canus.
– “Uios” Hijo de… son las siguientes.
– La letra final, la “sigma” es la inicial de “Soter” salvador.
El romano pensó que ya era tarde. Sin embargo ya no dudaba de que estaba delante de un creyente como él, un cristiano.
– ¿Qué te ha sucedido para estar aquí? Hacia mucho tiempo que ningún cristiano entraba en la cárcel de Damasco. ¿Quién eres y cómo te has dejado atrapar? – le preguntó.
– Mi nombre es Attalos, y viajaba enviado por Policarpo de Esmirna con un mensaje para los cristianos de Antioquía.
– ¿El obispo de Esmirna? ¿Vienes acaso de Esmirna?
– Así es. Me cogieron preso en Antioquía. Pregunté con mucha discreción a unos que se decían seguidores de Cristo. Me traicionaron, y cuando creí que me iban a cobijar y proteger me entregaron a los romanos.
– La “ecclesia” de Antioquía está dividida, y los verdaderos cristianos rivalizan con los herejes que no son de Cristo. Hay mucha confusión con estos separados, pero el signo más claro que los diferencia de nosotros es que no son capaces de amar. No aman a la iglesia, y consideran que Cristo no vino con su cuerpo, ni que resucitó con su cuerpo. Seguramente diste con esos herejes antes de encontrar a los santos de la iglesia.
– Conozco esa desviación y a sus defensores, porque hay muchos extendidos por todas partes, pero no creí que llegaran a odiarnos tanto. En Syria ha llegado muy lejos su rencor.
– Así es, más de lo que parece.
El celador se levantó, se acercó a la puerta para comprobar que nadie estaba al otro lado escuchando lo que no debía. Abrió el portón con cuidado y asomó su cabeza comprobando que, a unos pasos y distraído, se mantenía en su puesto uno de sus hombres. La penumbra del pasillo hubiera impedido a cualquier otro visualizar al romano apostado, pero no a Canus, que sabía en qué rincones y en que lugares exactos hacían la guardia. No había peligro. Entró para dirigirse de nuevo a Attalos.
– Siento decirte que no puedo hacer demasiado por ti. Pero informaré a los ancianos de Damasco de tu apresamiento. Quizás esté en mi mano aliviarte en algo los sufrimientos que te esperan. No sé cual es tu condena, ni si han pronunciado alguna sentencia contra tu cabeza, pues nada nos han comunicado, pero intentaré ayudarte en lo que pueda. Quizás a escapar.
– Quizás huir no sea lo más aconsejable.
– ¿No tienes miedo a morir? – preguntó sorprendido el carcelero.
Attalos sonrió, lo hizo por primera vez. Tenía unos veinticuatro años y era un hombre maduro y valiente. Había visto muchas cosas durante sus viajes por tierra y mar como para temer la muerte.
– Si, sí tengo miedo. Pero tengo más temor a morir sin dar testimonio de fe.
Aquellas palabras sonaron huecas a los oídos de Canus. Estaba acostumbrado al lenguaje de los cristianos, a las catequesis y a las exhortaciones de su obispo, pero el miedo era otra cosa mucho más seria. Lo miró con ironía, esperando que el sarcasmo brotara de sus labios. Pero no salió nada.
– ¡Ay de mí si no evangelizara!, decía el apóstol Pablo. ¿Lo recuerdas? Así me lo enseñó Ignacio de Antioquía, el epíscopo sucesor de Simón Pedro en Antioquía al que acompañé hasta Esmirna.
La respuesta de Attalos fue rápida e ingeniosa para alguien como Canus. Había citado a Pablo de Tarso, al que todos los cristianos apreciaban y admiraban. Sonrió el romano por la respuesta. El sí que sabía lo que era el miedo, pues lo había padecido en las distintas campañas en las que luchó como soldado. El miedo secaba la boca, agudizaba los sentidos, confundía la mirada y el habla. Los que presumían de no tener miedo era porque se creían inmortales, así decían en su cohorte. Hombres fieros en el combate y en el habla, se convertían en corderos tambaleantes, en púberes sollozantes, en hembras quejillosas. El miedo era natural, y que aquel cristiano dijera que lo padecía era un signo de sinceridad.
– Todos tenemos miedo a algo – se atrevió a contestar el romano -. Y el miedo a una vida insulsa, donde la sal es sosa, y la lámpara se oculta son temores que no todo el mundo comprende. Aún tienes ilusiones y esperanzas, y eso es bueno, pero espero que no se te agoten en esta cárcel.
– Reza entonces por mí. ¿Lo harás?
Asintió Canus con un gesto leve de su cabeza.
– ¿Puedo confiar en ti, romano? – preguntó Attalos tras un instante . No sé nada de ti.
– Me llaman “Canus”, perruno. Puedes llamarme así. Ni siquiera está bien dicho, pues en latín debería ser “Cane” o “Can”, pero da igual. El apodo me lo pusieron en el ejército romano al que pertenecí durante muchos años. No estoy bautizado, pero soy catecúmeno en esta “ecclesia” de Damasco. Dime en qué puedo ayudarte, y si está en mi mano te atenderé en lo que pueda.
Canus había sido amable; y había escuchado y ofrecido más de lo que nunca había pensado que podía dar. Se sentía extrañado de su reacción, pero a gusto, y no se arrepentía. Fue entonces cuando llegó la petición de Attalos, la extraña petición.
– Tengo memorizado el Evangelio del Discípulo Amado y una carta.
– ¿El Discípulo Amado? Había oído hablar de ese texto, pero, ¿no es acaso herético?
– No. No lo es. No se lo pareció al obispo Policarpo ni a Ignacio de Antioquía.
– ¿Lo has memorizado?
– Así es. Y si muero morirán esas palabras santas conmigo. Hay otras copias, pero es importante disponer de algunas más. Me dijo Policarpo que extendiera el Evangelio del Discípulo Amado por Antioquía y por Syria; y me dijo que fueran presentadas como auténticas y buenas, y que eso era lo mejor para combatir a los verdaderos impostores. Te pido, te ruego, que me ayudes a hacer algunas copias. No importa si las hacemos desde aquí. Pero es importante hacer algunas copias y enviarlas a las iglesias de Oriente. ¿Me ayudarías?
Un silencio vacilante llenó la estancia. La llama crepitó, y casualmente uno de los lampadarios de aceite que estaba sobre la mesa se envalentonó refulgente para iluminar con más fuerza. Sin embargo, instantes después se extinguió la llama y se apagó. Eran las consecuencias del exceso de humedad, habituales en aquel subterráneo. Canus no pareció darle importancia y regresó al tema que les ocupaba.
– ¿Te enseñó ese evangelio Policarpo?
– No. Se lo llevé yo de Palestina. Las comunidades del Discípulo Amado son cinco grandes comunidades que se extienden por Judea, Samaria y Galilea. Yo pertenezco a una de ellas, la de Betania. Cuando salí de Palestina hace años, las llevé conmigo y se las enseñé a Ignacio en Antioquía. Luego lo apresaron, y lo acompañé hasta la ciudad de Esmirna en Asia Menor. Allí contactamos con Policarpo, que es el obispo de aquella comunidad cristiana. Me pidió Ignacio que me quedara en Esmirna, y así lo hice. Entonces me puse al servicio de Policarpo, que me envió de nuevo a Antioquía para que extendiera el Evangelio y la Carta.
– Ya entiendo.
De nuevo se volvió a hacer silencio entre los dos. Attalos no era un cristiano cualquiera, era un emisario, un correo misionero. Estos cristianos no eran grandes conocedores del evangelio, ni grandes eruditos, y tampoco gozaban del carisma de la predicación. Sin embargo eran imprescindibles para la “ecclesia”, pues llevaban de un sitio a otro los correos, las cartas, memorizaban textos y los difundían permitiendo que los cristianos de uno y otro lugar se conocieran y entraran en contacto.
– No puedo darte todavía una respuesta. Tengo que consultarlo con los ancianos.
– De acuerdo. Esperaré.