Entrega 2. LA EXTRAÑA FAMILIA DE ARGIMIRO MONTAÑÉS.

Argimiro Montañés Onarres recordaba aquel día con pesar, no porque hubiera sido alejado de la imprenta, sino porque su hermano Gerardo, segundo en la línea sucesoria, hizo de padrino de su séptimo hermano, el pequeño Justo, el día de su bautizo. A pesar del banquete de ratones y marzales con arroz, él no quiso comer, pues decía haber perdido el apetito.

Fue el primer día triste de su vida, o mejor dicho, la primera mañana triste, porque por la noche salió de fiesta con quince amigos del colegio de los Escolapios, viajaron a Granada y conocieron a Federico, un poeta. Aquella visita le impresionó tanto que cambio su vida para siempre, y no por lo que muchos suponían, sino porque había reconocido que por el apellido del andaluz, tenía que tener un antepasado murciano, viejo como la tos, y quizás pariente de aquel componedor de versos cortos. Argimiro se descubrió a sí mismo como un poeta frustrado, un clavel mecido al viento del altiplano angosto y reseco de arte.

Habló de su segundo apellido materno, Alarín; y Federico le habló de sus lecturas sobre Yecla. Alarín-Vicente había sido una de las familias hidalgas del pueblo, y Federico, con el tenor de la nota sostenida, intentaba mantener la luz ardiente de la madrugada sin que Argimiro se diera cuenta. Quedó encandilado por su hermosa cutícula, llena de alhambras en flor. Mientras, hacía peticiones al cielo para que la muerte lo llevara allí mismo, sin forzar su estampa de amante y poeta.

Desde su hamaca se sonrió Argimiro pensando en el único secreto que no había compartido con nadie, y es que él también leyó varios versos de amor a su amigo Federico. Los había escrito en una tarde calurosa a su amada piedra del Serratejo. Un amor eterno, pues la piedra le permitió afablemente descansar y almorzar anchoas secas con quesico fresco sobre su lomo. Volvió al día siguiente y se enamoró de la piedra, turgente y hermosa, blanquecina y con la caliza suficiente como para que cualquier hombre sensible se rindiera a sus encantos. Rugosa y única en sus formas, como ninguna otra.

Visitó en varias excursiones el paraje, incluso permitió que su esposa se sentara sobre ella, pues le agradaba la idea de tener a sus dos amores juntos. Hasta que la desgracia apareció en forma de escolopendra y alacrán, que debajo del peñasco se hicieron fuertes, y espantaron a la atemorizada esposa, dura con el piano y la música, pero débil bajo el pino de la tía Juana. Así era el Serratejo ingrato, un día te enamoraban sus piedras, y al siguiente te laceraban con su imperfección metafísica. Cuando regresó compuso una oda a la piedra, y lo hizo con tal convicción y esfuerzo que cuando leyó la coplilla a su amigo Federico —en aquella noche inolvidable de Darro y Sacromonte, de vinos y fino de Jerez— el poeta no puedo menos que enamorarse de Argimiro Montañés Onarres.

Durante varios días pasearon por el albaicín desnudos, y cuando se le declaró en un amor eterno, Argimiro pensó que aquel hombre no estaba en sus cabales y le confesó que estaba casado con su esposa, con un alacrán, con una tarántula y enamorado de una piedra caliza.

Debió reír Federico la ocurrencia, tanto como lloraría lo que nadie sabe y ocultaba en su alma, pero a Argimiro aquello no le importó. Sabía que despertaba la pasión en los que lo conocían, fueran hombres, animales, plantas o piedras. Aquella misma madrugada, cuando regresaba en tren por las extrañas tierras de Jaén y Albacete ejecutó una pantomima impasible y rompió el pedazo de papel donde guardaba la letra del poema que había escrito a la piedra y que tantos arrobos le había causado en aquel poeta de ojos de fuego.

—Si quiere le plancho este otro traje —dijo la criada leyendo las intenciones en el pensamiento de Argimiro—. No conviene que un hombre se muera de cualquier forma.

Agradeció Argimiro el gesto, pero no supo qué contestar. Apenas asintió con la cabeza cuando se percató de que el olor a vino que manaba de la bodega había cobrado un regusto a muerto. La muchacha se fue de inmediato de la habitación, y él, con la curiosidad metida en la sangre, se dirigió al patio desde donde hacía un momento había dormitado en su noble y recia hamaca, la misma que había dado a muerte a cinco antepasados suyos sin que nadie recordara nada.

El olor devino en nauseabundo cuando Argimiro se dejó acariciar por los rayos del sol de otoño. La hamaca seguía allí, con su tela intacta y su fortaleza de espacio temporal, y Argimiro, que buscaba el olor con los ojos, se encaminó a la bodega. Asomó el hocico de perro, y tras olfatear la pista del aceite y del lagar, convino que los barriles de vino seguían oliendo a vino, a lo sumo a vinagre. No venía de allí aquel aroma lechoso que se metía por sus narices como si quisiera taladrar su entendimiento.

Reposó la cara en otros lugares, y antes de que se ufanara contando los segundos del mal olor, el estornino tuerto de su infancia le contó lo que había sucedido en el pueblo.

—Es la muerte del general. Acaba de fallecer, y su enfermedad ha inundado de recuerdos el pueblo —dijo el pajarraco tuerto—. Nadie puede respirar sin que se lleve un pedazo de su cuerpo.

Huelga decir que Argimiro no sentía ningún aprecio por aquel estornino estúpido y tuerto. Había perdido el ojo por culpa de la tarántula, y en su negligencia le había confesado un amor eterno a su persona. Llevaba allí cientos de años, regresando y viviendo en la rama del olivo de la plaza del Teatro, diciendo que el amor era maravilloso; y él, que odiaba los discursos vanos, sentía en el fondo del alma un deseo inconfesable de desplumar a aquel entrometido. Sin embargo, no lo hacía, pues otra parte de su hipotálamo sentía misericordia por el desdichado y estúpido pájaro.

—¿El general Antonio Alarín-Vicente y Yagüe? —preguntó conteniendo su desagrado.

—El mismo.

Recordó la edad bicentenaria de aquel anciano, antepasado suyo, el único tatarabuelo de su madre que aún quedaba con vida. Había luchado en cuatro guerras y en todas ellas había vencido. Decía que era porque tenía sangre yeclana en las venas, pero Argimiro lo recordaba más bien bebiendo vino del pueblo, cuando se hacían garrafas de sangre de uva en todas las casas de la Bronquina. Le agradaba recordar como el general se había entregado a la dulce tarea de cocinar migas de ajo y uva con su vecino Jacinto, en aquellos años en los que el viento traía la lluvia y la tormenta, inundándolo todo con su olor a tierra mojada.

El viejo merecía un buen entierro, pues su supervivencia había sido deseada por sus soldados más fieles, los mismos que lo veneraron durante décadas de fidelidad incuestionable. El hombre estuvo luchando con los borbónicos en la guerra de sucesión, siendo aún bien joven. Contaba de aquella batalla que disfrutó lo indecible en Almansa, cuando se recrearon por la villa tras la victoria de Felipe de Anjou, al que servía. Luego se ufanaba glorioso de contar la gesta contra los franceses en la guerra de la independencia. Nos hicimos bandidos para luchar contra otros bandidos, repetía con acierto. Luego vinieron las vacas flacas, pues si luchar con los franceses o contra ellos había sido divertido y elegante, hacerlo contra los españoles se le había antojado lo peor del mundo.

—No se puede matar a un hombre que echa la siesta como nosotros —dijo en una tertulia del parque, a la que acudía una muchedumbre para escucharlo departir clases de historia.

Eran las confesiones de toda una vida entregada a la noble causa de matar y evitar ser matado. Y tenía razón. Los carlistas no eran enemigos, sino hermanos; y aunque sus ideas discreparan profundamente con las suyas, que era más “liberal” que “absolutista”, más de Sagasta y Canalejas que de Cánovas y Silvela, no le gustaba que se despreciara a un español bajo la fuerza de sus armas, aunque fuera su bandera equivocada o su color de piel terroso y áspero.

Argimiro sonreía por entonces con las palabras sabias del viejo general, el único antepasado que había conocido, pues todos los demás, muchos de los cuales aún vivían por los rincones de las casas de la plaza del Teatro, le habían abandonado desde hacía mucho tiempo. Ni un abuelo, ni un bisabuelo. En cambio, aquel hombre militar, con sus estrellas cosidas en su casaca roja y azul de botones plateados, disfrutaba paseando de la plaza del Teatro al parque del San Francisco, donde se daban cita los más alborotados jóvenes del pueblo, siempre dispuestos a dar un golpe militar por las bravas. Es la revolución, decían. Y el viejo general se reía mostrando sus invisibles dientes perfectamente colocados en una boca grande y mostachosa.

Por desgracia, aquel viejo general había perdido la última de las batallas, la que había contraído contra el tiempo. La piedra amatista que le dio la longevidad la había robado un vecino de la plaza.

Argimiro sospechaba desde hacía tres décadas quién era el poseedor, pero nunca quiso delatarlo. El general se enfadó mucho cuando supo que se le habían adelantado en el saber, pero tuvo que entregar las armas de la vida y dejarse morir. Él ya había disfrutado mucho de aquel descubrimiento del tiempo, y como además estaba cansado por no poder tomarse un refrigerio con sus viejos compañeros de armas, pues todos estaban muertos hacía lustros, se confió en que era mejor esperar la muerte que buscarla. Dejó de ir al parque, y prefirió beberse todo el vino de Yecla que pudiera sin levantarse siquiera de su vieja mecedora, labrada de un arce del siglo XVII.

Por eso, a Argimiro, aquel olor le molestaba, porque le recordaba su propio desdén hacia la vida, y le hacía pensar que si su mujer se enteraba de que estaba coqueteando con lo inefable de sus antepasados, tendría que vérselas con ella y con nadie más.

—Lo enterrarán mañana por la mañana, pero esta tarde es el velatorio —dijo el estornino dándoselas de enterado.

Argimiro ni siquiera se dio por aludido, entró en la casa con el rostro impasible y la procesión por dentro. Si quería hacer algo de provecho aquella mañana, tenía que ponerse manos a la obra. Se tumbó con decisión para que fuera, él mismo, el siguiente en perecer, y juntó sus manos entrelazando sus dedos por encima de su estómago. No podía dejar al viejo general solo y abandonado al ostracismo del olvido y a la penuria de viajar al más allá sin nadie amistoso a su lado. Luego recordó lo que había estado haciendo toda la mañana y se arrepintió de la prisa con la que obraba.

Se levantó, subió las escaleras que conducían a su alcoba, y rebuscando, se puso el traje recién planchado y caliente que la sirvienta acababa de dejar colgado de la percha. Bajó recién maqueado, y se acopló en la hamaca mortuoria del patio, donde pudo oler el azafranado aroma de su general Antonio Alarín-Vicente Yagüe, su antepasado. En paz descanse, y cerró los ojos buscando su propio y eterno descanso.

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