Entrada 9. LA EXTRAÑA FAMILIA DE ARGIMIRO MONTAÑÉS.

Argimiro, que conocía el futuro sin necesidad de leer la partitura que aquellas golondrinas, estorninos, y gorriones, guardaba en algún rincón del alma el placer de perder la tarde y las horas junto a una niña. Contemplaba, delante de sus cansados y envejecidos ojos, el tiempo elástico y sucio de horas, los cuales se embriagaban dibujando en los aires densos y petrificados de Yecla una partitura volátil, irrepetible.

Sabía que el pájaro negruzco odiaba a la niña, pues se había arrimado a él, hombre apuesto. Sabía que era uno de los hombres más atractivos del altiplano para los animales y las plantas que caminan por el suelo, pero uno de los más odiosos para los que no eran correspondidos por su tez morena y sus cabellos rizados.

La pequeña María se quedó dormida en el poyo de la casa de Argimiro, con la llamada siesta del borrego, una de las muchas costumbres inoperantes en otros lugares, pero que había arraigado con fuerza en Yecla. Era dormida de manera inexplicable incluso por las amas de casa que estaban haciendo la comida en sus trébedes y fuegos de hogar y cazuela. Se echaban un ratito, pues les era imposible mantenerse con los ojos abiertos cuando el sol llegaba al zenit.

En ocasiones, se prolongaban los sueños y los humores lánguidos, y el pueblo, que no veía más que ventajas en dormir un par de horas antes de comer —siesta que dejó de llamarse del borrego para tomar la denominación que siesta española— ocupó las horas centrales del día. Primero dormitaban el borrego, y luego la siesta de la tarde. Se empalmaba con tal vehemencia el sueño que nadie despertaba desde que llegaba el mediodía hasta la mañana siguiente. Eso sucedía por entonces, durante muchas horas al día, aunque nadie reparó en ello, pues nadie vigilaba el sueño de los demás, y todos escondían y se avergonzaban del propio.

El problema vino años más tarde, cuando los muleros y vaquerizos se despertaban, casi a medianoche en invierno, y a media tarde en verano. Entonces les azuzaba el hambre de tal manera que iban dispuestos a comer cuanto hubiera en las alcuzas, ollas y despensas, pues las cazoletas quemadas que hervían al fuego del hogar, no ofrecían más que hollín y humo viejo.

El alcalde tuvo que tomar de nuevo las riendas del asunto de la siesta, pues se estaba yendo de las manos el buen hacer de los vecinos, y tras reconstruir una parte del pueblo que se quemó por culpa de una barbacoa abandonada por una siesta de indolentes, decretó un bando para poner fin al despropósito que taladraba las meninges de los vecinos.

—Queda prohibida la siesta del borrego, excepto en borregos y pastores —dijo solemne en una sesión del Consistorio, donde además quedó aprobada la siesta vespertina, tomada con el primer arrullo de la tarde y prolongada en verano hasta que la cigarra dejara de cantar.

Aplaudieron los regidores municipales partidarios de Sagasta en esta ocasión, pues la medida, aunque prohibía la del borrego, había logrado instituir la liberal y favorecedora siesta de la tarde. Iba a ser un motivo de gloria para siglos venideros, un cambio que mejoraría a la humanidad en su conjunto, y que haría del pueblo español un lugar de felicidad y armonía.

Sin duda un avance y un progreso para la humanidad, que fue incluso aplaudido por Angustias Mochales Quejido, que entendió que era una victoria del proletariado en sus reivindicaciones previas al reparto de la tierra y a la socialización de la lluvia.

Argimiro tomó a la niña en brazos y se dirigió al portal de enfrente, donde vivía la niña con su abuela, la tía Lucía, la tercera de cuatro hermanas guapas y hermosas como el rosal que crecía frente a la casa.

—Gracias por traerme a mi hija —le dijo la tía Lucía mientras recogía a su nieta que seguía durmiendo en sus brazos.

La mujer tenía una verruga paseando por su nariz, pero Argimiro, que no quería molestar a una mujer de su experiencia y carácter, se permitió la temeridad de alabar el buen olor de su cocina. La mujer le alabó el gusto.

—Estoy haciendo unos gazpachos. Me trajo mi hermana pequeña, Carmen, unas hierbas del campo, y ahora no tengo más remedio que matar un conejo para dar sabor a la tortica.

Creyó por un momento, Argimiro, que lo iba a invitar, pero por suerte, la mujer no dijo nada. En sus años mozos se había fijado en ella, quizás más que en su hermana mayor, la dulce y bella Juana. Le sacaba diez años a él, su vecino de la imprenta, y como sabía que no era muchacha para él, regaló la mano de su vecina a un menesteroso millonario apellidado tautológicamente como Rico. Un hombre de dinero que nunca tuvo condición hidalga, y cuyo nombre nunca fue pronunciado en casa de los de la imprenta.

La segunda hermana, que tan solo le sacaba dos años, tenía por nombre María Catalina, si bien todos la conocían como la tía María. Esta se casó con el tío Melitón, un hombre sin piernas ni brazos, que conservaba unas alas de libélula achaparradas a la espalda por dos clavos de atornillar voluntades. Llegó el hombre volando, y murió de una epidemia que afectó a medio pueblo. Cuando fue enterrado se comprobó que aquellas alas no eran verdaderas, sino de una aleación casera que había construido en su taller de reparar dentaduras de caballos y yeguas preñadas.

Durante dos décadas, el tío Melitón fue presentado en la alta sociedad municipal como un hombre que se había hecho a sí mismo, lo que valía para que lo despreciaran sin hipocresías, igual que habían hecho con los inventores extranjeros que quisieron traer el ferrocarril por el altiplano.

Aquellas alas funcionales, más falsas que Judas, costaron el puesto al Edil para el Progreso y la Transmigración de las almas, que tuvo que dimitir en cuanto terminaron los funerales. En realidad había sido un fraude de toda la Sociedad del Progreso del pueblo, que desde ese día tuvo que disimular su condición de ilustres próceres de la revolución industrial con sombreros de copa y capas rojizas. Los inventos hechos sin repercusión internacional quedaron prohibidos por las autoridades del pueblo, y la Sociedad del Progreso desvió sus actividades potenciando el espiritismo con los vivos, evitando así molestar a los recientes fallecidos del cementerio.

Tanto la tía Juana como la tía María habían pasado desapercibidas para el querer gazmoño de Argimiro, que sin embargo se había prendado durante dos estaciones de los encantos de la tía Lucía, la cual no tenía verrugas danzarinas paseando por su rostro hasta el día que entregó en sus brazos a la pequeña María dormida. Eso fue muchos años antes de casar con su mujer, una muchacha valenciana que tocaba el piano, y cuyo principal atractivo era su carácter alegre, complementario del arrugado y postrado de Argimiro.

Nunca se preguntó por qué la tía Lucía le había parecido natural como la piedra de la Bronquina. Si lo hubiera hecho, habría descubierto que era porque su padre, Jacinto Santaolaya, se había enamorado de su esposa Lucía Rodríguez el día de san Antolín, patrono de los animales.

La historia de amor surgió el día de la matanza del marranico de san Martín, pero las lluvias dieron al traste con el matarife, que abandonó su oficio por el de maquinista del tren de Villena a Alicante. Cuando llegó el día de San Antón, el animal gozaba con la vida y saltaba sin vergüenza. Le dio tal berrinche a su dueño, que degollaron al guarro haciendo despiece de chorizos y jamones, sin prever que acudirían a la fiesta dos de los mozos más hermosos y lozanos que hubo nunca en el pueblo. Aquel día, Jacinto y Lucía se enamoraron al instante. Ella embutía las carnes y él las aliñaba con pimentón y sal.

Esperaron años para casarse, pero cuando lo hicieron fueron inmensamente felices. No pudieron tener hijos en aquel instante, pues el amor les impedía tocarse. Por eso, tras siete años sin descendencia, siguieron los consejos de Antonio Alarín-Vicente Yagüe, experto en tener hijos, nietos, bisnietos y tataranietos. La estrategia funcionó, pues era un consejo que todos en la plaza practicaban: coyunda sin que te oigan ni te vean. Por respeto a las tarántulas solteronas, decía la Revista Científica que regaló Francisco Montañés a sus vecinos en cuanto supo de su azogue.

Vinieron entonces las hijas: Juana, María Catalina, Lucía y Carmen. Durante la fecundación de la tercera hija. Recordó Jacinto que los había unido el cerdito de san Martín, y ella, que era una mujer muy inocente, tanto como lo iba a ser la benjamina Carmen, estuvo durante los nueve meses de embarazo pensando en que un jabalí salvaje devoraba su vientre. Por eso Lucía era especial para Argimiro Montañés, pues olía a humo y tocino de cielo, y seducía a la tarántula enamorada y celosa tanto como al estornino ciego, habilidades que les hubieran enfrentado con la naturaleza de manera eterna.

Por suerte, tales fragancias corporales no alcanzaron los parajes de la Bronquina, pues si hubiera sido así, la sierra Salinas hubiera impedido que la piedra caliza que reposaba a los pies del pino de la tía Juana coqueteara con Argimiro. Y es que el amor surge en el momento que menos se piensa, y con quién menos se piensa, y Lucía no estaba destinada a ser la esposa de Argimiro Montañés Onarres.

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