
CUATRO
Argimiro dejó pasar la mañana sentado en el poyo. Había reverdecido el día, y el sol acariciaba su maltrecha y abrumada piel. La tez, que en otro tiempo había alardeado de pertenecer a las más ricas sedas de oriente, era ahora un paño arrugado de cocina, tibio para absorber cualquier caldo derramado y cálido para doler a cuantos lo miraban con envidia. Angustias lo revoloteaba barriendo y limpiando la entrada de la casa, le gustaba ser vista por los demás como la chacha de otro paria, lo que la convertía en una obrera más paria todavía. Pero la mujer, como era sirviente y no ama, tuvo que regresar pronto a la cocina para preparar un caldo de berza y progreso.
—¿Qué tal está usted? —preguntó una niña con la frente despejada, los labios pequeños y unos ojos azules como de serpiente de coral.
Argimiro levantó la mirada para contemplar a la dueña de la voz. Levantó la palma de su mano sobre su frente, pues le daba el sol de cara, y tras zafarse de la tuberculosis y las gripes que correteaban por la plaza del Teatro buscando la convalecencia y la desgracia, amagó haciendo como que no la había visto. Pero la niña no se había movido del sitio, y como le era imposible disimular, inició la conversación a la que hubiera renunciado con sumo gusto.
—¿Quién eres? —le preguntó intrigado.
—Soy María, la de la tía Lucía —dijo sonriendo con dientes de azafrán.
Tendría la niña unos ocho o diez años, y Argimiro no pudo menos que recordar a su abuela, la tía Lucía. Había sido la tercera de las hijas de Jacinto Santaolaya, su vecino de enfrente, y Argimiro la juzgaba como una mujer embrutecida por la desidia y la desgracia. Se había casado con un botarate, un hombre de mundo que había nacido con tiempo para perderlo todo, pues era lo más parecido a la horma de un zapato viejo. Se llamaba Francisco Nogales, y había logrado, para pasmo de la plaza del Teatro, la habilidad de quedarse quieto durante tres años, simulando ser un árbol más de los muchos que poblaban la calle. Sólo cuando le aseguraron que se iba a casar con Lucía Santaolaya, la hija de Jacinto Santaolaya, el labrador rico, Francisco Nogales hizo un gesto que tranquilizó a todos. No estaba muerto, ni tampoco disecado como lo estuviera su sobrino Jacinto con su descubrimiento sobre el tiempo y sus estragos. Simplemente le gustaba vegetar hasta florecer y enraizarse.
Francisco se casó, le hizo dos hijas a su esposa, la tía Lucía, que era como conocían todos a aquella bendita mujer, y se marchó a hacer las Américas con la cacareada intención de regresar con las zapatillas rebosantes de doblicas de oro. El hombre no volvió, y aunque muchos dijeron que se amigó con una de la costa gaditana, lo cierto es que Paco Nogales nunca llegó siquiera a Almería. Una orquídea salvaje lo rodeó con su perfume, y él, embriagado por el aroma, cayó de bruces en una trampa de tarántulas de ideas entre conservadoras y liberales que lo devoraron mientras trataba de reinventar una nueva teoría sobre el trabajo y el ocio. Dicen que también puso la tarántula algún huevo en nido ajeno.
La hija mayor de la tía Lucía fue una niña víctima del hambre. No porque siguieran por el pueblo las guerras y las carencias de los días de la francesada, sino porque la chiquilla, que se llamada Luisa, murió devorando una silla de casa. Fue un accidente del que nunca se recuperó su madre. Lucía, que siempre se reprochó que no la obligaran sus padres a aprender las letras elementales que conducen a la luz, no llegó a saber nunca que la madera de las sillas estaba siendo tratada con barnices venenosos. La mujer, con toda su buena intención, había dado tal material a la infante para que se desahogara. Por no haber estudiado de barnices se me ha muerto, repetía ella con melancolía.
La chiquilla, que asomó sus primeros dientes sin saber que iban a ser su ruina, se murió entre retortijones y espumarajos. Se entristeció tanto la tía Lucía, que perdió el ojo derecho entre las aguas caudalosas que manaron por él. El llanto fue irrepetible, pues de haberlo copiado el ojo izquierdo, a buen seguro que hubiera perdido la vista completa y la vida. Las lágrimas que manaban de sus pestañas eran, además, aguas pútridas y feroces, llenas de microbios risueños y bacterianos. Por suerte le quedaba una segunda hija, y un segundo ojo. Ésta iba a ser su dicha y su desgracia, pues la muchacha, llamada Lucía como su madre, se había propuesto ser cantante de ópera.
La recordaba Argimiro, cuando él no tenía más que veinte años, cantando y cantando, día y noche. Era un murmullo el que salía siempre de casa de los Santaolaya, que vivían frente a su hogar, en la acera contraria a la del teatro. Pero aquellas canciones se volvieron descorazonadoras con los años. La pequeña Lucía había aprendido ópera con tal aspaviento y clase, que mostraba permanentemente lo valiosa que podría haber sido a cualquiera que la hubiera conocido antes de haberla amado; y en el deseo de fama y celebridad, decidió morir prematuramente, sin darse cuenta de que la fama debía arribar antes que la muerte. Acordó fallecer con veintisiete años, pero por un error de cálculo lo hizo con veintidós, sin casar y entera de virtud. Primero es la fama, sobre todo si se quiere ser recordado, le dijo su madre, que se volvió a reprochar no haber estudiado ni ella ni su hija.
Aquella fue una pena que ensombreció el verano de aquel año, y la tía Lucía, que era más bruta que la mula sobre la que montaba, pasó los siglos peores que pudo una mujer pasar. Se le habían muerto sus hijas, su marido la había abandonado, y seguía sin poder leer la Biblia, que era el único consejo decente que había recibido de un grupo de la Iglesia Evangélica que por aquellos días oscuros se instaló en el pueblo.
No obstante, como el destino y la felicidad de las personas sencillas no se vuelven eternamente esquivos a la naturaleza yeclana, la mujer, que no esperaba nada de la vida, se quedó embarazada de su tercera y última hija. Fue una sorpresa para todos, incluso para ella, que hasta ese momento siempre había creído que la gente se reproducía tras coitar en las noches de Pascua primaveral.
—También se puede uno reproducir por generación espontánea, lo dice Aristóteles —le comentó su sobrino Jacinto Gómez Santaolaya, que ya apuntaba maneras de intelectual positivista y agnóstico.
Lucía Santaolaya Rodríguez, que lo que menos quería en este mundo era indisponerse con una persona que supiera leer, aceptó la explicación del muchacho, terminó el chocolate con leche que había preparado a su cuñado Francisco Gómez Parcena, el hijo del sastre, y se fue a su casa a dar a luz. Si lo había dicho un tal Aristóteles, lo de la generación espontánea, pues no había más que hablar.
Desconocía la mujer que otro pensador, británico para más señas, Isaac Newton, había intentado obtener —mezclando en una vasija acristalada tierra, moho, agua y semillas— un ratón con el mismo método con el que ella había logrado fecundarse de la que iba a ser su tercera hija. Eso demostraba que no estaba ni desfasada, ni alejada de unas teorías tan poco populares para preñarse sola. Lo había conseguido sin pedir permiso a los varones del pueblo.
Por supuesto, cuando nació la pequeña, tuvo que soportar las burlas de la plebe. Y es que la gente siempre ha sido de natural maledicente. Ninguno creía —excepto ella y el estornino— en la teoría de la generación espontánea; y ella, que seguía sin saber leer, pensó que aquellos verdugos de la plaza del Teatro y del Ayuntamiento pretendían engañarla para quedarse con su hija. La tuvo que bautizar en secreto, afirmando que el padre era Isaac Newton, un viajero toledano con el que se fecundó cuando supo que su marido Paco Nogales había muerto.
El cura no terminó de creerse tal fábula, pues el hombre sabía perfectamente que recibía cartas de Francisco Nogales de cuando en cuando, y que se las leía en voz alta el sacristán, que guardaba y custodiaba la pequeña ermita erigida en la plaza del Teatro, llamada de San Roque. Lo cierto es que el párroco del Niño Jesús miró a la tía Lucía con cariño, y viendo que todavía guardaba en su alma las dos heridas dejadas por sus anteriores y fallecidas hijas, consintió en bautizar a la pequeña, a la que pusieron por nombre María. Si un inglés cascarrabias como Newton era el padre, pues que lo fuera, se dijo, y anotó el nombre del científico británico como el padre de una yeclana.
Esa María —y aquí chinchorreaba sucintamente el estornino enamorado a la tarántula celosa —había sido la madre de la pequeña María de los ojos azules, la que ahora miraba a Argimiro clamando una conversación. Su madre había fallecido también, justo en el momento que había dado a luz a María, la que ahora todos llamaban “María, la de la tía Lucía”, la que era realmente su nieta.
—Yo me llamo Argimiro —contestó intentando ser agradable—. Y creo que sé quién eres, porque conocí a tu madre y a tus tías.
—¿Y a mi abuela Lucía también? —dijo ella.
—Sí. En esta plaza nos conocemos todos desde hace muchos años. De hecho nos vamos emparentando unos con otros hasta ser una sola familia. Eso es algo que nadie sabe más que yo, que estoy aquí sentado esperando que pase el tiempo.
—A mí también me gusta ver pasar el tiempo —contestó la criatura sentándose junto al hombre; y se quedaron toda la tarde observando el vuelo de una golondrina que pasó errabunda junto a ellos.
Era una costumbre que todavía se guardaba en los pueblos, la de no hacer nada contemplando los pájaros, o el cielo, durante horas. Había otros oficios que entonces se ejercitaban en el pueblo, pero ninguno como descifrar algoritmos con el vuelo de los pájaros menudos.