
CINCO
Alfonso Pedro Tomás Ramón, el tercer hijo de Juan Montañés y Amalia Onarres, se hizo cargo de la imprenta sin preguntar a nadie las condiciones del nuevo empleo. Era demasiado sumiso como para presentar una “opinión discrepante” con quien fuera del pueblo, lo que le valió la felicidad absoluta y el triunfo sobre la masa. Estaba llamado a ser el próximo líder revolucionario del pueblo, aunque él nunca lo hubiera pensado dada su ceguera.
Sin embargo, no iba a ser esta cualidad la que le hiciera destacar en la infancia, pues el muchacho, casi recién nacido, salió una mañana de casa y se dirigió a la calle del Niño para ser confirmado por el señor Reverendo Cura Párroco que recibía en aquel momento la visita pastoral del Obispo de Cartagena. A nadie le sorprendió que un recién nacido hablara latín con el Obispo; lo que de verdad llamó la atención, fue que gateaba con la velocidad del rayo.
En ausencia del Párroco y del Obispo, montaron los feligreses una verbena para celebrar el adelantamiento de los infantes del pueblo. Llamaron a un sacristán de las Argandoñas que levitaba todos los Jueves Santos —para regocijo del Alcalde, que se admiraba de las proezas de sus paisanos— y montaron carruseles y nubes de azúcar para los ancianos. Todo iba a quedar bien dispuesto, desde la catequesis preceptiva de los pequeños, impartida por una misionera congoleña, hasta unos rabos de lagartija milagrosos que quitaban el hambre con solo comérselos.
El sacristán era un hombre albino de piel, y rubicundo de barba. El resto del año tenía un aspecto estático de reverberante voz enclaustrada. Con parsimonia crismó lo mejor que pudo al pequeño Alfonso, anotó todo lo sucedido en el registro parroquial, y tras falsificar la firma del señor Obispo, que se habría de indignar por la suplantación litúrgica, abandonó Yecla sobre una acémila. El Obispo hizo lo mismo, pero en tartana; excomulgó a sus intemporales vecinos y se marchó. Por suerte para el Párroco, el castigo fue levantado en cuanto llegó el prelado al Palacio Episcopal de Cartagena, lugar de prudencia y reflexión.
Aquello fue un escándalo de dimensiones cósmicas y trascendentes, pues tuvieron que convocar unas Conferencias Teológicas para dilucidar si aquella crismación había sido válida desde el punto canónico o no. Llegaron obispos de toda la cristiandad conocida, incluidos tres legados del Santo Padre, y tras entender que Dios crismaba, y no el sacristán, terminaron el Cónclave pidiendo la dimisión del Alcalde, por si hubiera tenido algo que ver con sus insidias masónicas de politicastro.
El Alcalde no dimitió. Se sonrío para sus adentros por haber molestado a tanto doctor en latines. Acto seguido sacó un comunicado prohibiendo las fiestas de la Purísima, y se dejó de hablar del asunto durante un año. Cuando levantó el interdicto en los días previos a la Purísima, el mundo había cambiado, y casi nadie recordaba la capacidad del pequeño Alfonso para gatear a la velocidad de la luz, pues en menos de un año creció y se puso de pie, tomando velocidad ordinaria.
El único que tuvo siempre la sospecha de que tales facultades eran genéticas, y por tanto pertenecían a toda la familia de los Montañés Onarres, fue Argimiro, el cual sentía por Alfonsito una especial atracción fraterna y espiritual. Si somatizaba sus habilidades especiales era porque estaba bendecido por el tiempo, como le sucedía a él con la visualización del futuro.
Años más tarde, cuando fueron Juan Montañés y Amalia Onarres, sus padres, a pedir una copia de la partida de bautismo a la Parroquia del Niño Jesús, se enteraron que Alfonso había recibido muchos nombres, y que casi ninguno correspondía con su verdadera identidad. El muchacho estuvo a punto de volverse loco, especialmente cuando supo que su madrina había sido María Alonso, una tía que nadie supo decir nunca quién fue, ni a qué familia ni sucesión familiar pertenecía. Creyó que había sido un fantasma del pasado, hechizado por la mano malévola del sacristán levitante; pero por suerte, y antes de que cayera bajo la maldición de la locura, tan habitual con los niños del altiplano menores de diez años, recibió el encargo de dirigir temporalmente la imprenta en ausencia de su padre Juan Montañés Manzano, cuya ceguera había cercenado varias obras maestras listas para publicar, pues se agotaba la tinta y él no era capaz de ver que imprimían páginas en blanco.
Aquella fue la segunda vez que salió Alfonso de casa, ni más ni menos que para hacerse cargo de la imprenta, y lo hizo a velocidad ordinaria. Tenía apenas una veintena de años, pero decidió, por su cuenta y riesgo, hacerse el ciego para que nadie pudiera decir que estaba abusando de la condición invidente de su padre. El pobre no sabía que era ciego desde la infancia, pero nadie le explicó en qué consistían los colores y la vista en su conjunto, y tampoco escuchó a nadie que lo quisiera traumatizar con discapacidades congénitas que dañaran su autoestima.
Las advertencias del médico sobre la ceguera de la familia nunca importunaron a su madre, Amalia, que siempre pensó que mientras quedara escabeche para dar de merendar a sus nietos, no había por qué preocuparse de una nimiedad como era ver o no ver. Además, argumentaba —junto a la botella de anisete que tanto le agradaba—, que en una imprenta todo lo que escribe se conoce desde la mañana anterior. Afirmaba que la fuente principal de información sería eternamente el mercado de abastos, donde se vendían noticias, botijos con agua milagrosa, frutas, verdura y carne de animales fallecidos de muerte natural. Allí se cocía todo, y allí se empezaban a fraguar los sucesos y noticias de un pueblo que se había convertido en una maqueta disecada de espíritus.
Alfonso se empeñó en perder la vista, y tras varios intentos alejandrinos, logró lo que nadie creía en años en el pueblo, bizquear para hacerse el gracioso durante días y horas. Argimiro se rió mucho durante esos años, y disfrutó como nunca viendo las muecas que hacía el pequeño Alfonsito. Sin embargo, las voces populares han tenido desde hace milenios la serena certeza de que los que bizquean corren el riesgo de quedarse así para siempre. No son escasos los testimonios que por todo el altiplano corren y se difunden, alertando del riesgo de meter un ojo. Por eso cuando Alfonsito lo consiguió, recibió una invitación de las más altas instancias para que se iniciara en los arcanos científicos, y fuera cobaya de primera categoría.
Si hubiera accedido, el mundo habría descubierto el límite de la velocidad de la luz veinte años antes que lo afirmara Einstein, pues le bastaba gatear para alcanzar velocidades astronómicas, pero como la vida se rige por las casualidades, no pudo leer la carta que había recibido del Instituto Tecnológico y Científico de Harvard, escrita en inglés, una lengua muerta que había olvidado en cuanto aprendió el latín con dos días de vida, de atento que estuvo en su bautizo. El caso es que nunca pudo ir a América, y nunca ofreció su cuerpo a la ciencia cuántica, y la humanidad tuvo que esperar.
Alfonso era sin duda el chico más listo de la plaza del Teatro, y obviamente tenía que dedicarse al negocio de la imprenta, no fuera la vida a pasar factura antes de tiempo y mutilara la habilidad con la que Alfonsito había nacido.
De hecho, su madre estaba orgullosa de que hubiera logrado la ceguera que ya tenía, porque era una forma de que nadie en la plaza le acusara de aprovecharse de la luz del sol que le correspondía a su hijo y a su marido. Ella, que había sido nieta del noble Martín Alarín-Vicente Muñoz y bisnieta del ínclito Antonio Alarín-Vicente Yagüe, el más importante hidalgo que nunca tuvo el pueblo, con permiso de los anteriores, estaba obligada a guardar las apariencias que siempre se han estilado entre las clases altas.
Alfonso llegó a la imprenta un lunes, y el jueves ya había aprendido el oficio de ciego y de impresor. Había absorbido la información a velocidades hiperfotónicas, y lo hizo con tal celebridad y éxito, que Juan Montañés Manzano, su padre, fue obligado a dejar su imprenta bajo amenaza de oponerse al progreso y la dicha de los vecinos. El tercer hijo se quedó puntualmente con el negocio, con la casa y con el prestigio que tanto había costado conseguir a las generaciones anteriores de impresores que hubo en el pueblo, desde los padres de Amalia, Leonardo y Dámasa, hasta los primeros escribanos de la familia de Tomás Díaz Guzmán, hombre de caligráfica letra y enseñanza imparable, que colaboraron en empujar al pueblo para que tuviera un lugar en la historia.
Por desgracia, Alfonso nunca más volvió a gatear ni a sumar ni restar años a su paciente vida, pues le daba miedo incluso agacharse, no fueran a descubrir su secreto los chafarderos del pueblo, y se quedara como su sobrino Jacinto —que por entonces todavía no había siquiera nacido—, petrificado como una estatua viviente, y enterrado en vida en una catacumba de la plaza del Teatro.
Aquel olvido de su hermano en las habilidades que siempre tuvo, resquebrajó la confianza de Argimiro en sus antepasados, pues pensó que aquellas características únicas en su hermano para doblegar el tiempo, y en él mismo para hablar con las tarántulas, no podían caer en saco roto, ni olvidarse con tanta facilidad como se estaba haciendo en el pueblo. Jacinto Gómez Santaolaya sería relegado al ostracismo de una cueva municipal, que es donde van las estatuas de José I Bonaparte, Fernando VII, el general Espartero y Concha Segura, la actriz que prestó su nombre al teatro del pueblo. El impresor del pueblo apenas sacaría una nota muda que indicara que los Montañés Onarres eran los destinatarios de los secretos del tiempo.
Tristemente, los dones recibidos del cielo se diluyeron en la persona de Alfonso que malgastó los talentos fotolumínicos. Las generaciones venideras de Montañés dilapidarían con acciones descuidadas y malas prácticas la gestión preclara de Alfonsito el de la imprenta. Amalia Montañés, la hija mayor de Alfonso Montañés Onarres habría de salvar la imprenta varias veces, y todo por culpa de la tinta que trucaron los comerciantes del mercado de tinta china, regentado por el general Chian, de origen manchú. La compra de su hermano Juan, segundo hijo de Alfonso, de toneladas de tinta china a un grupo de manchúes afincado en Shanghái no pudo traer más que desgracias a la familia. La tinta era de calamar, y cuando solicitaron los cientos de litros, los chinos, en lugar de preguntar las razones de tal necesidad, se limitaron a suministrar barriles y barriles de tinta china de calamar, comprada a bajo precio a un marchante de Alicante, el sobrino del general Chian, un antiguo apóstol de la paz armada y la tolerancia imperial, hizo un imperio gracias a la imprenta de Juan.
Aquella tinta, aplicada a las planchas de la imprenta, emanaba un ligero hedor a mar y calima, convirtiendo los libros en una auténtica degustación de mariscos mediterráneos. Tras estar trabajando dos meses con aquella tinta, notaron que la imprenta olía a pescado, y que muchos vecinos empezaban a murmurar a propósito de la digestión pesada que producían los libros. El Alcalde afirmó que había devorado varias páginas, especialmente una edición de “La isla del tesoro”, donde nunca pudo terminar el relato por culpa del hambre canina que se formaba en su estómago y que despertaba el olor de aquella tinta tan suculenta y adictiva. Las ilustraciones le produjeron ardor de estómago, y sus heces se volvieron color endrino, de obsidiana, azuladas y verdosas a un tiempo.