El escritor en crisis.

Me confieso escritor en crisis. Ya está, lo dije, lo solté. Es normal. Todo escritor pasa por un trance semejante. Soy alcohólico, drogata, adicto al sexo, al mando de la tele, fumeta ludópata e insípido paterfamiliaris… da igual, lo importante es reconocerlo delante del grupo de autoayuda que es este blog: chicos, estoy en crisis. Y punto. Iba bien con los relatos y de repente me he mirado al espejo y he descubierto lo que pensaba que nunca me sucedería: los personajes se me han cabreado y no me cumplen en la historia, los relatos me parecen livianos y sin interés, y no sé si empezar nuevo o seguir con el mismo relato hasta que sea perfecto. Alea iacta est y quod natura non dat… Ale.

En realidad lo que necesito es que alguien me diga que soy bueno, cojonudo, que no abandone, que lo vuelva a intentar; y que ese alguien sea el que reparte los premios Nobel, el de los Planeta, los Ateneos y los Alfaguara. Premios, que por cierto es imposible que gane, porque no he enviado nada. Y es que estoy en crisis. Es imposible ganar un premio cuando no se participa en él, me dicen los amigos. Bueno no, digo yo: gané el Miguel Delibes de narrativa por mi primera novela, y que conste que no envié nada. Así que estoy en crisis y sin enviar nada.

Ando con la depre, y no por falta de ideas nuevas, creatividad o miedo al folio en blanco. No, no. Estoy en crisis porque es la forma habitual de estar cuando se crea algo. Tengo un lío con los personajes y las tramas, y estas cosas, que solo le pasan a los grandes escritores, también nos sucede a los pequeños y desconocidos. Yo creía que estaba vacunado de esas enfermedades molestas. Y ya ven. Me ha pasado y estoy más ojiplático que contento. No es un tema que me guste tratar, entre otras cosas porque supongo que entra dentro de la intimidad de cada uno, pero cuando uno está en crisis artística y literaria, pues es capaz de escribir, aunque solo sea, para reconocer sus miserias, y mi miseria más contemporánea es la de la pena mora que llevo en el alma.

El problema – y voy a confesarme como la Pantoja ante su público –  es que tras LOS CABALLEROS DE VALEOLIT, trilogía que ya está escrita, escribí en un tiempo relativamente breve EL ÁNGEL AMADO. Era una novelita sencilla y pequeña, pero que me resultó fácil de componer y narrar. Apenas dos o tres correcciones, y ya estuvo terminada. Como se suele decir: de sopetón y sin entretenerme demasiado. Me gusta además como quedó. Y me embarqué con otras dos novelas distintas que he ido atendiendo y abandonando simultáneamente sin demasiado éxito. En los dos casos voy por la quinta o sexta redacción, y me siguen sin convencer. He aprendido mucho de mis errores con ellas, pero a cambio me he quedado compuesto y sin pareja de tango.

La primera es una novela introspectiva, con muchos volcados de mi infancia. Muy bien escrita, supongo, aunque con exceso de adjetivos y adverbios. Algo que por cierto, no gusta a los editores, agentes, etc. La releo y me gusta; pero también me disgusta. El personaje no me cuadra, y es que cuando se emplea un narrador omnisciente los personajes se mosquean y desbordan al autor. Y ahí ando, intentando que vuelvan al redil. Esta la veía ganando el premio Nadal, pero claro, a estas alturas de la historia, bastante lograré con que el protagonista no me despierte por la noche contándome que por qué le tengo haciendo el tonto por la trama. Me he vuelto un indolente, y mis personajes son ahora unos plastas que me persiguen. De tal palo tal astilla, claro.

La otra novela, de ciencia ficción, es estupenda. Empieza como un cañón, pero luego se me cae. Entre otras cosas porque al protagonista no le dejo que se líe la manta a la cabeza y se entregue a la aventura. Faltaría más. Mi historia no es de aventureros, y eso tiene un precio. Una novela donde el prota es un insulso no vale para mucho, sobre todo cuando hay que salvar el mundo y a la humanidad. Así que estoy en crisis, porque no me da la gana que el prota salve el mundo, que eso es una vulgaridad, y yo quiero escribir como Proust, y que mis personajes aburran a las ovejas mientras se contemplan a sí mismos.

Esto me recuerda que he cometido también un nefasto error, que ha despertado todos los demonios del críticón que llevamos dentro todos los escritores, y es que me gustan los clásicos; o sea, me emociona la literatura que no se me cae de las manos. Leí el otro día a Patrick Modiano, fantástico. Releo Platero y yo, sublime. Ando a vueltas con Victor Hugo. Y me entra la depre. No por ellos, sino por mi. Por que me veo incapaz de escribir Cien años de soledad, que es lo que me gustaría.

Me dice mi yo listillo que eso es absurdo, que cada uno escribe su obra maestra, y que no repetimos las obras que ya están escritas. Es verdad que Cien años de soledad ya está escrita, así que no tengo porque escribirla de nuevo. Cada uno tiene su estilo, su forma de hacer literatura, y no tengo porqué ser tan exigente conmigo. Que estoy llamado a escribir una obra maestra, pero la mía. Y yo digo que vale, pero no me lo termino de creer. Así que estoy en crisis, aunque seguramente, tras esta entrada, encuentre una salida digna a la crisis: Obedeceré al prota de la primera novela, y montaré un prota aventurero que te cagas en la de ciencia ficción. ¡Qué fácil! ¿No?

PD: Esto lo escribí hace veinte días, así que no me preguntéis por la crisis. En realidad estoy cojonudo, acabo de matar al narrador omnisciente de la tercera novela, y me está quedando de muerte. En un mesecito o dos termino y me abro la botella de champán esa que nunca tenemos los escritores a mano. Esa. La que nos prohíbe el médico y que nos trincamos a las cuatro de la mañana.

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