Entrega 24. LA EXTRAÑA FAMILIA DE ARGIMIRO MONTAÑÉS.

Francisco había sido un hombre de una salud y una longevidad asombrosa, y así como había recortado el tiempo de vida de su infancia y juventud, por aquello de resolver pronto el enigma que envuelve a las vidas dubitativas, tuvo la desgracia de alargar algunos periodos de su vida con una madurez incontestable y pueril. Nadie pudo, no obstante, reprocharle que no llegara a tiempo de casarse en primeras nupcias con Micaela y en segundas con Purificación, pues el hombre —y esa es una cualidad que fue recordada en el homenaje póstumo que le dedicó el estornino tuerto cuando compuso la sonata para piano y canto, que interpretó Amparín para delirio de los oídos y los relojes del pueblo— era tan puntual como constante en el manejo de la fuerza gravitatoria y la velocidad de la luz.

—Ya sé que soy raro, pero tienen derecho a ver morir a su abuelo paterno —incidió con el desdén del que está ocioso el día de su muerte y pretende que todo salga a pedir de boca.

—Salió su esposa esta mañana para localizarlos, pero aún no ha venido —fue la contestación que le hizo su nuera Amalia—. Andará por los mares del sur.

Le molestaba a Francisco tener que esperar, porque sabía que cualquier descuido de Purificación Manzano en la búsqueda de los muchachos daría al traste la bendición que tenía preparada para repartir a sus vástagos. Había planeado que a Argimiro, el primero de sus nietos, le fuera entregada la imprenta, las planchas y las primicias de vino que hicieran en la bodega de casa. Recibiría así una bendición especial con la que templar la fuerza de sus virtudes. Había heredado de la luna parda y de su tercera vida, la virtud de conocer el futuro, profetizando mejor que muchos progresistas y científicos de su tiempo.

Si hubiera encontrado la amatista que había perdido Antonio Alarín-Vicente, se la hubiera otorgado a Argimiro, pues lo consideraba el elegido por los ángeles del cielo —que no los del infierno— para heredar facultades espirituales y arrobos quiméricos.

Era una capacidad, la de tontear con el tiempo, que él mismo siempre había tenido, y que si se había anquilosado y medio olvidado, había sido por culpa de D. Antonio Alarín-Vicente.

—¿Y cómo ha perdido usted la amatista que iba a heredar mi nieto Argimiro? No ve que es el más preparado de todos —le dijo un día que entró en el Estanco a por un certificado de nacimiento, al que le obligaba el Gobierno cada vez que cumplía cien años.

—Eso lo dirá usted, mi querido Francisco. En este pueblo hay mucha gente digna de guardar la amatista de Aulio Atilio Montañés —contestó D. Antonio Alarín-Vicente.

—Pues mejor que un Montañés no lo creo. Somos sus naturales sucesores.

—A mi me la vendió un Mergelina, que lo heredó de unos Montañeses de Espeja. Eran buenos tiempos, y yo por entonces correteaba buscando levantar las faldas de la que luego fue mi esposa.

—¿No sabía que se había usted casado?

—Sí. Me obligó mi abuelo cuando descubrió la picardía que gastaba en la entrepierna. La muchacha era de los Muñoz, una de las mejores familias del pueblo. ¿Sabía usted que mi abuelo paterno fue Subteniente del Regimiento de milicias de Murcia?

—Ya sabe que yo soy más de conocer el futuro que el pasado —contestó Argimiro sin ruborizarse lo más mínimo ante las arrogancias del hombre más viejo del planeta.

—Pues sí. Somos de rancio abolengo. Se llamaba Antonio Alarín-Vicente Díaz. Y mi otro abuelo, por parte de madre, fue José Yagüe Báñez. ¿No le suena?

—Ya le digo que yo ando más sabiendo del futuro que del pasado. De todas formas cuéntemelo usted, y termine lo que quiera decir.

—Su hermano Domingo fue consultor de Carlos II y de Felipe V. Así, como se lo digo —dijo el jactancioso hidalgo.

—Eso me parece bien, pero si hay alguien en el pueblo que tenga un destino marcado por lo que el tiempo va a determinar, ese es mi nieto Argimiro. Mire que no es mi primer nieto, porque por parte de Micaela, mi primera esposa, ya tengo unos cincuenta, pero es el elegido, de eso no tengo duda. Si hubiera poseído la amatista, no habría pasado el tiempo en el pueblo, y no habríamos envejecido tanto.

—Ya. Pero ese destino me estaba reservado a mi persona. ¿Qué quiere que le diga?

Y le dio parte de la vuelta del tabaco con uno de los billetes pintados la tarde anterior. Fue casualidad que Antonio Alarín-Vicente pagara con un cheque endosado de altísimo valor, y Francisco, que no quería despreciar más ni ofender a su vecino, le entregó todo el dinero que tenía almacenado en la trastienda.

—Venga esta tarde, y le doy la vuelta que le falta.

—No ande con pejigueras, le compro la tienda y en paz.

Y Francisco Montañés Chaco, que estaba cerca de la edad de las marmotas, no se lo pensó dos veces. Le vendió la tienda y se fue a su casa sin decir nada a nadie.

—El próximo mes firmamos, si usted quiere.

—De acuerdo —dijo Antonio Alarín-Vicente sin ser consciente de que sin saber dibujar billetes, el negocio era ruinoso.

Francisco dejó correr el tema y no se personó por la expendeduría, por si acaso le recordaban los negocios apalabrados. Una costumbre que por esos años también abundaban en Yecla, lo de no concretar negocios ni amistades.

Lo cierto es que la amatista que había perdido Antonio en la plaza del Teatro por una fatal negligencia, había trasmutado sus esencias poderosas sin que nadie reparara en que la amatista también envejecía. La facilidad para ser objeto de amor de todas las criaturas vivientes y hermosas del altiplano, que era el don de Francisco, lo había sufrido por culpa de sus aterciopelados pies; pero no imaginaba que Argimiro Montañés (con 5 años el día de su muerte, y los que hiciera en diciembre, que Dios diría), iba a ser el pedestal de gloria y rubor de amores por parte de Amparín, la tarántula, el alacrán y el estornino. Moriría Francisco sin saber que se enamoraría su nieto Argimiro de una piedra insípida y tonta, con más cal que esperanzas. Aunque en ese momento de postración y agonía organizada, aquel extremo, no le interesaba lo más mínimo.

Su segundo deseo iba a ser para Gerardo. El chico tendría un muchacho, Juanito, negro como un tizón e hijo de aquella tribu de nombre impronunciable, cuyo destino sería el de salvar al planeta de la corrupción y la desidia. No estaba seguro de su pronóstico histórico, pero sí sabía que tenía que ser menos generoso con éste segundo que con el primogénito. A Gerardo le tocaría en gracia las diez mil cabezas de ganado que cotejara el Marqués de la Ensenada en el registro que hizo en el siglo anterior. Ciertamente, todos estos animales habían fallecido, por vejez y años, pero no sus descendientes, que Francisco, conocedor de los secretos del futuro pero no los del presente ni del pasado, calculó que alcanzarían la cifra de dos millones de animales, la mayoría con buena salud, pues las cosechas de granota y maleza habían sido en los últimos años astronómicas, y todo gracias a un cheque que cobró a cambio de varias pinturas que hizo sin ser marchante de arte.

Pensó en que Alfonso, que todavía gateaba por aquella fecha a la velocidad de la luz, le correspondería el resto del vino de los majuelos que vendimiaban en las Argandoñas, cerca de la Bronquina. Eran tierras que competían en grandeza y soledad con las de su vecino, el campesino rico que había heredado toda su hacienda de su patrono, Jacinto Santaolaya.

Distaba la Argandoña tres kilómetros de la Bronquina, y poseía algunas de las frases más importantes que se habían dicho nunca en el altiplano, las cuales colgaban de los árboles de la gran casa majuelera, casi de labor, que allí habían levantado en cuanto se fueron los franceses. Se llevaría aquel nieto algunas grandes sentencias pronunciadas en días de asueto y promesas: “eres tonto o llevas mierda en los bolsillos”, “pa mear y no echar gota”, y aquella de “acusica Barrabás, en el infierno te verás” que hacía las delicias del Alcalde Mayor de la época de Espartero.

Para Francisco, y también para Purificación, era justo que así fuera y que cada uno tuviera lo que la suerte y la bendición de su abuelo entregara libremente. Le quedaba por repartir el Estanco y el ajuar, y de tal manera tomó la decisión más difícil de su vida. Pues comprendió que los dones de conocer el tiempo, tenían que ser para Alfonso, que además apuntaba maneras, por aquello de ser ciego como su padre. Pero algo tenía que dejar a sus primeros hijos, José y Juan Montañés Alarín, que aunque habían dejado de visitar a su padre a la expendeduría —pues no les agradaba perder el tiempo hablando de la próxima guerra en España, contada por su padre antes de que sucediera—, también eran hijos de suyos y de Dios.

—¿Ya han llegado los muchachos? —preguntó con impaciencia cuando el sol alcanzaba el mediodía.

—Están en la entrada esperando —le dijo la doncella sordociega, heroína de guerra, leyéndole el pensamiento.

—Que pasen de mayor a menor —dijo el hombre que tenía todo apuntado y escrito en su memoria.

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