
NUEVE
Francisco Montañés Chaco vivió los años que tuvo a bien, lo suficiente como para que pudiera encauzar a todos sus descendientes de la manera que había planeado. Se levantaba por la mañana bien temprano, se desayunaba con un café amargo al que añadía unos filamentos de chocolate rayado, todos productos vendidos por él, y a sí mismo, en la expendeduría que regentaba en el pueblo. Luego se entonaba el cuerpo con suspiros y meditaciones, miraba a su esposa Purificación con el amor animal con que visualizaba el trabajo cotidiano, y salía para abordar el negocio que le permitió sobrevivir en los peores tiempos que hubo para atraer y alargar el tiempo.
Había logrado retener el tiempo de la misma forma que lo hacía correr, pero no pudo nunca caminar hacia atrás ni hacerlo retroceder. Nunca volvió a los días de su infancia, la que perdió por las prisas que tuvo por casarse. El muchacho no pudo regresar a los doce, ni a los catorce años, pues había desperdiciado un tiempo precioso corriendo para que el destino quedara decidido. Cada vez que intentaba detener los años perdía una de sus vidas, y cuando entendió que iba camino de la tumba, se encandiló de la belleza de Yecla, de sus calles y de su cielo azul. Se recreó esperando que el tiempo llegara por sí solo, sin acosar a las horas, y sin hablar con los pájaros.
El pueblo agradeció su paciencia, pues era corriente que sus veleidades espacio temporales las pagaran los vecinos con subidas y bajadas de precios alarmantes.
—Es la inflación —les explicó un enterado que había viajado al Banco de Inglaterra—. Allí suben y bajan los precios sin ningún control. De repente cuesta la leche un penique más, y cuando ya no la compra nadie, entonces baja de precio.
Pero nadie creyó a aquel listo que hablaba de perros pequineses, como si el intercambio de animales fuera una moneda. En su lugar propusieron una teoría en el Departamento de Fomento y Progreso del pueblo basada en el libre comercio.
Aquellos hombres sabios habían leído las teorías de un masón escocés de Kirkcaldy llamado Adam Smith, el cual propugnaba no hacer nada porque el mundo iba solo. Lógicamente los tiempos no eran los mejores para aceptar lo que decía aquel extranjero, pues la tierra siempre había sabido que si no se trabaja, no produce nada, y se pasa hambre.
—Hay un inglés que afirma que procedemos de los simios —comentó el listo de los perros pequineses, el cual presumía de recibir por correo las mejores revistas británicas de ciencias.
Se hizo el silencio a la Sociedad de Cazadores, donde todos los allí presentes tomaban un café por la tarde con unas galletas y magdalenas horneadas con mimo. Se sentaba en una mesa con los siete hombres más sabios del pueblo, la mayoría de ellos científicos aventajados, precursores de Jacinto Gómez Santaolaya, el más grande inventor el pueblo.
—¿De cuándo es esa revista? —le preguntó Jeremías Chaco Ortuño, catedrático en Pedagogía Cuántica, el cual había afirmado sin éxito que había partículas invisibles más pequeñas que las moléculas y los átomos.
—De hace seis meses, la recibí ayer. Es por culpa del correo, que siempre se retrasa. Tiene un libro sobre las especies y afirma que evolucionan, que evolucionamos del mono. De hecho hay un anís que se llama así y que lo beben en Barcelona.
—Mi querido amigo —intervino Zacarías Quílez y Soriano, físico negativista—. Esa teoría seguramente ya está desfasada, y nosotros somos progresistas. Tenemos que hacer un esfuerzo por estar actualizados; y las viejas teorías, por muy demostradas que estén, siempre son cadáveres en unos pocos días. La ciencia no hace más que tropezarse con el tiempo.
—Yo diría, si me permite mi buen colega —éste era Malaquías Rodríguez Báñez, biólogo que reproducía ovejas idénticas unas a otras—, que la ciencia retrocede cuando cree que avanza.
—Sobre todo da vueltas. Eso es. La ciencia da vueltas sobre sí misma —confirmó el bueno de Jeremías Chaco de nuevo—. Esa teoría del evolucionismo de los monos, querido amigo, hecha además por un inglés, seguramente está ya superada por la historia.
Era cierto que los ingleses tenían por entonces fama de mentirosos y embusteros en Yecla, especialmente por culpa de la guerra de la Independencia. Habían dicho, rumores que circulaban por muchos lugares, que los ingleses habían desembarcado en Lisboa para enfrentarse contra Napoleón en tierras yeclanas, y tal suceso nunca se produjo. Durante la guerra no vieron más que españoles con guadañas y hoces, hambre de lobos y un ejército de patriotas que vitoreaban a Fernando VII, el cual los saqueó comiéndose todo el grano y las gallinas de un año de gracia en cosechas y de desgracia para los jornaleros. Nadie creyó desde entonces a los ingleses, incluso hubo alguno que pensó que habían sido unos mentirosos durante toda su historia, y que por eso Catalina de Aragón no pudo darle un varón a Enrique VIII, porque un mentiroso no puede tener hijos veraces con una mujer y esposa virtuosa.
—Igual no es inglés —balbuceó el enterado de los pequineses—, y es alemán.
—¡Hombre! Si es alemán ya es otra cosa.
Pero no fue otra cosa, porque la desconfianza ya se había despertado entre los comensales de la Sociedad de Cazadores, y no iban a cambiar de opinión por mucho que fuera ahora un amigo de Bismarck el que les despachara una nueva teoría que a buen seguro estaba desfasada a esas horas de la tarde. ¿Para qué creer a la ciencia cuando se desfasaba tan a menudo? Simplemente esperaban que sus propias teorías afloraran como vientos de progreso, y que a la par, el cura tuviera menos feligresía.
Nunca supieron con precisión qué producía la inflación, y tampoco perdieron el tiempo con el evolucionismo que se puso de moda en unos cuantos años sin que nadie pudiera demostrarlo con neutrinos y bosones, que era lo que ellos conocían de la ciencia. Por eso Francisco, aunque sabía que aquellos hombres andaban detrás de sus experiencias con el tiempo, no quiso exponerse más de la cuenta. Subieron los precios y bajaron por su capacidad para alargar el tiempo, y él tampoco se preocupó de comprobar las razones.
Si hubiera estado atento, habría descubierto que los precios subían cuando el dibujaba billetes en las horas muertas que dedicaba en el Estanco. Hizo miles de ellos, con tal precisión de dibujo y color, que nunca sospechó nadie que fuera una falsificación. Incluso, él mismo, desconocía la ilegalidad de tal actividad, pues estaba sembrado, además de por el control del tiempo, por un desconocimiento absoluto de la Ley.
Si hubiera hablado con Antonio Chaco Val en los días que estaba feliz por el pueblo con su carné de persona, le hubiera explicado que era ilegal, pero el hombre nunca dijo nada a nadie. Dibujaba en la trastienda, y cuando algún vecino compraba algún producto, el soltaba los billetes dibujados como vueltas.
De la bajada de precios sí fue más consciente, pues se producían cuando aceleraba el tiempo. En realidad, dejaba de hacer billetes durante esos instantes en los que circulaban los años sin que la gente reparara en ello.
—¡Cómo pasa el tiempo! —decía su mujer en la plaza.
Y es que era ajena a que el tiempo se aceleraba y retrocedía porque estaba dentro del universo que se configuraba en el altiplano. Los pocos que viajaban a Valencia o a Barcelona, se asombraban de lo retrasados que estaban fuera de Yecla, pero a nadie se le ocurría decir que eran ellos los que avanzaban demasiado deprisa sin dar un solo paso. Luego se entorpecía el tiempo, y la devoción y el patriotismo continuaba.
—Fuera de Yecla… es que no hay nada nuevo. Yo no sé cómo se va la gente del pueblo cuando por ahí están mucho peor.
Eran razones de peso, porque tenían razón en todo lo que habían observado año tras año, viajero tras viajero, y emigrante tras emigrante.
Sin embargo, los años no pasaban en balde, y las autoridades envejecían a un ritmo de un año por cada diez de los ordinarios; y los demás mortales día a día envejecían lo que en naturaleza les correspondía por edad, talante y vida moral.
También Francisco Montañés Chaco envejeció tras alcanzar la edad de ochenta años, la que había previsto y tenía anotada en un cuaderno de futuros. Falleció doce días antes del cumpleaños de su tercer hijo Juan Montañés Manzano al que apreciaba con locura. El muchacho tenía por entonces treinta y seis años; y había parido su nuera, la dulce Amalia Onarres Alarín tres hijos, e iba camino de un cuarto. Argimiro, Gerardo y Alfonso tenían seis, cuatro y dos años, y mostraban unas habilidades que no sorprendieron lo más mínimo al atento y envejecido abuelo.
—Dile a los chicos que vengan —dijo postrado en cama el octogenario a su esposa, Purificación, que contaba con la edad dulce de los sesenta y tres años —quiero darles mi bendición antes de morirme.
Aparecieron las imágenes de los muchachos, pues ellos andaban ocupados haciendo ejercicios gimnásticos buscando el desdoblamiento de sus cuerpos con la luz que emanaban sus almas. Habilidad que nunca lograron, ni consiguieron en plenitud.
—Los muchachos son tan raros como usted —dijo Amalia Onarres a su suegro mientras le cambiaba las sábanas de la cama, pero no quiso zaherirlo con palabras ociosas que lastimaran su gentil e inminente fallecimiento, pues temía su maldición tanto como la habían padecido los Jesuitas del pueblo, a los que acosaron los científicos con ayuda del Alcalde.
Sin duda, la de Francisco, iba camino de convertirse en una de las muertes más importantes del pueblo, a la altura del fallecimiento de Fernando VII, Abraham Lincoln —al que todos admiraban por ser amante del teatro— y Napoleón en la isla de Santa Elena. En el pueblo esperaban también grandes fastos con los funerales de Antonio Alarín-Vicente Yagüe, al que todos pronosticaban una muerte lenta y agónica que se prolongaría durante varios siglos; y por supuesto la muerte definitiva de Fray Andrés de la Rosa, uno de los hombres más santos que hubo nunca en el pueblo, el cual se aparecía resucitado de cuando en cuando cerca de la ermita del Castillo, al que por supuesto nadie quería escuchar en sus encuentros fortuitos con su espectro, del miedo que daba.