Entrega 17. LA EXTRAÑA FAMILIA DE ARGIMIRO MONTAÑÉS

OCHO

El cuarterón de la habitación chirrió como si se hubiera enredado un platelminto ocioso en el intestino de una cigarra, de las que no tiene oficio ni beneficio. Luego llovió media nube con tres cuartos. Se anegaron las calles y se embarraron los oficios del pueblo con la misma parsimonia con la que levantaba el alba. La brizna de rocío, caída con el crepúsculo, trajo la buenaventura a la plaza del Teatro, y el pequeño y diminuto rayo de sol se evaporó dejando que Francisco Montañés Chaco se despertara por los solos biorritmos de su cuerpo.

El muchacho tenía nueve años, pero vestía un rostro semejante al de los veinte años, que, una vez cumplidos, retuvo para toda la vida. Eran las rarezas de la familia Montañés, siempre ajena al tiempo y al dolor, aunque no al amor, que se presentó en octubre y lo vapuleó durante toda su vida.

Desde la calle escuchó los gritos de una mujeruca, le pareció la esposa del Pitocodorniz, pero no se atrevió a confirmarlo. No le gustaba que se levantara el odio por el callejón, porque cuando se instalaba en el barro y los charcos, no se marchaba nunca. Gritaba perjurios sobre la guerra y contra los franceses. ¡Qué vienen los franceses! Decía la voz aguardentosa de aquella hembra chillona. Cuando escuchó tres veces la invectiva lanzada a los cuatro vientos, comprendió con disgusto que aquellos franceses invasores de años anteriores —algunos de los cuales habían regalado sentimientos a medio pueblo de justicia opresora, y de igualitarismo mórbido— no serían expulsados de Yecla hasta tres generaciones más tarde, y que mientras tanto se iban a quedar con todo lo que les agradara del pueblo. Quizás arrasen todo, pensó, pues la libertad no conoce de propiedades ni de vidas.

Por suerte, él estaba en la flor de la edad, se levantó, se vistió, y tras arengar a sus excrementos del orinal para que se marcharan con la tropa napoleónica, decidió aprender a leer y escribir las lenguas latinas, castellanas y francesas. Luego, cuando se aseguró de que la mujer del Picocodorniz había dado su vida por defender la historia y la virilidad del pueblo con sus pelambres de plata en la cabeza, salió de su casa con la frente altiva, seguro de que el empleo de estanquero se lo darían por varias razones convincentes: la primera porque sabía leer y escribir, la segunda porque había una plaza vacante, la tercera porque había muerto el anterior estanquero del pueblo, la cuarta porque era hijo de Juan Montañés Domingo y María Chaco, y la quinta porque tenía dos almas y ocho vidas.

Subió  por el callejón embarrado, pues estaba seguro de que si era observado por algún enemigo francés, éste le quitaría la plaza y el empleo. Su buena suerte fue que tras llegar al Ayuntamiento se presentó ante uno de los Abogados de la Villa, un tal Antonio Chaco Val, que por entonces andaba pidiendo permiso para ser persona, el cual le escuchó con atención. Era lo natural de entonces, tratar a la gente como si hubieran sido seres humanos libres y racionales, y no como rumiantes envejecidos, o simios hermanados en la locura.

—Quiero ser estanquero del pueblo —le confesó.

—Yo le puedo ayudar con la administración, pero sería mejor que se presentara para tal oficio con los estudios de los latines terminados.

—Ya los tengo.

—¿Y sabe usted que hay una vacante de ese puesto?

—El estanquero anterior murió la semana pasada, y todavía no se ha cubierto la plaza —le contestó con firmeza y seriedad.

—Lo que sucede es que estas plazas son muy escasas y son para los hijos de Juan Montañés Domingo y María Chaco.

—Casualmente son mis padres, y no tengo hermanos.

D. Antonio Chaco Val, que había estudiado en la Universidad de Orihuela antes de que se plastificaran las aulas y se extinguieran los fuegos del saber, lo miró de arriba abajo, empujó su monóculo encajándolo en su ojo párpado derecho, y lo volvió a observar. Aquel muchacho de ocho años ciertamente parecía de veinte, o quizás veintidós. No era frecuente que se dieran las plazas a funcionarios menores de edad, pero el chico parecía despierto, y desde luego tenía las cualidades suficientes como para desempeñar el puesto. Se rascó el entrecejo y disimuló su alegría, pues un estanquero que vendiera tabaco era más que necesario en aquel pueblo virtuoso.

—Tendrá usted que casarse con doña Micaela Alarín Muñoz, la hija de D. José Alarín Manzano, y le aseguro que no le gusta comprometer a su hija con varones de una sola alma.

—Casualmente tengo dos almas, y también ocho vidas. Eso me da una ventaja y un derecho preferente sobre los demás candidatos.

—Tengo que reconocerle —carraspeó mientras recolocaba sus puñetas recién tejidas y su monóculo en el bolsillo de su chaleco— que no ha venido nadie más por aquí a solicitar la plaza, y que parece usted el candidato más adecuado. Pero es una opinión de un simple escribano. Sepa que yo soy Abogado de los Reales Consejos y propietario de cincuenta rocas graníticas en la comarca, no tengo capacidad para decidir ese futuro.

—¿El puesto es mío, entonces?

—Si le parece, vaya usted a cortejar a la dama, y yo haré lo propio con el Alcalde Mayor, aunque le aseguro que no será fácil que me dé un puesto para mí y otro para usted.

—Yo creo que está su señoría muy preparado para que le otorguen el título de persona —le dijo Francisco sin titubear, y continuó escudriñando a aquel hombre de leyes—. ¿Tendrá usted por casualidad un tataranieto llamado Argimiro Montañés Onarres?

—Todavía no he iniciado el proceso administrativo, pero en cuanto hable con mi hija y la case convenientemente, intentarán tener la descendencia que nos lleve a Argimiro Montañés Onarres. Es un compromiso ineludible con el tiempo que se estira y se dilata. Además, nosotros siempre hemos sido gente muy seria para los asuntos familiares.

Sonrió Francisco, pues por una extraña paradoja de su mente, una parálisis de ajeneidad al tiempo y al dolor, había conocido lo que le iba a suceder en el futuro. Era el primer Montañés en disfrutar de tal cualidad en un pueblo donde la elongación temporal  era la fuerza de sus vidas. Saber que estaba ante un pariente suyo, lejano y en grado colateral, ascendente y disperso, le ponía de buen cuerpo.

—No se preocupe, estoy seguro de que lo conseguirá —dijo seguro de que aquel abogado, que no le era nada, iba también a ser pariente suyo en sexto grado, dos descendientes y cuatro ascendientes. Lo único que le pesaba era que no pudiera celebrarlo hasta que no se confirmara el matrimonio con Micaela Alarín Muñoz.

—Venga usted mañana con veinte años, y le presentaré a Micaela. Será la mejor forma de consolidar la historia de Argimiro Montañés Onarres. Ya sabe lo que dicen de él.

—Lo que dicen y lo que dirán, porque hasta el día de hoy nadie sabe nada, mi querido amigo.

Antonio Chaco estaba convencido de que aquel muchacho tenía futuro, y que engendraría, a poco tardar, un vástago con Micaela, pero era preferible esperar a que el tiempo llegara con su monocorde mirada, no fuera a abrirse un agujero en el espacio y que el tiempo, que lo ensalzaba por sus méritos genéticos, lo arrastrara al ostracismo acabando con su carrera.

—¡Vaya pues, vaya! No sea que los franceses nos otorguen la fraternidad y nos congelen en Rusia —exhortó Antonio Chaco con la autoridad que dan una pluma y un tintero lleno.

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