Entrega 16. LA EXTRAÑA FAMILIA DE ARGIMIRO MONTAÑÉS.

Desde hacía años se había secado el matrimonio por falta de feria y holganza en la plaza. Fueron días en los que Argimiro había empezado a ir y venir con más frecuencia al Serratejo para encontrarse con su piedra amada. La hallaba cada día más pulida y hermosa, agusanada por debajo y horadada por dentro por culpa del agua que la empapaba en invierno. Aunque lo intentó, no encontró alacranes ni escolopendras, que era lo que rondaba por debajo de las faldas de las zagalas del pueblo, lugares siempre donde falta la luz del sol; y que suelen esconderse a poner huevos debajo de las piedras.

Argimiro llevaba en aquellos paseos, que recordaría desde la hamaca y el vaso de vino, un pañuelo recosido por el tiempo que anudaba a su cuello de tortuga. Con él pudo tapar a su amada para que no se enfriara en los apelmazados días de invierno. En verano, por el contrario, aliviaba su cutícula terrosa de caliza y arenisca con ayuda de un pequeño sombrero de copa que había encontrado en el armario de su esposa. Era una extraña prenda, quizás algo que usaran para las fiestas talentosas con los que obsequiaba Amparín a los generales franceses que los invadieron un siglo antes, en la francesada. No lo sabría nunca, pensó, pero servirían para abrigar a su piedra perfecta.

Lo cierto es que el hombre se sentía obligado por el amor, aunque para su desgracia, la Bronquina, donde se alzaba su hermosa roca, estuviera a tres leguas de distancia. Era lo que pretendía el tiempo, aburrirlo con el espacio partido por la velocidad, que era lo que separaba a los enamorados.

La roca respondía, a sus ardores amorosos y a sus palabras poéticas, con el silencio cómplice; y Argimiro continuaba escribiendo poemas de amor, y los recitaba en cuanto se encontraba con ella. Desde los días de Granada no había vuelto a componer una lírica tan elevada como aquella. Era la más espirituosa y amada roca que hubiera nunca en el mundo, y tanto amor derrochado terminó por dar su fruto. Alrededor de sus pies de zócalo poroso apareció el débil tallo de una planta que vino a ser un pino legañoso y carrasquero. Era de agradecer como Argimiro aplaudía su amistad con el pino y con la piedra, y decidió hacerse una casa junto a aquella roca y aquel pino, para no tener que volver el mismo día a Yecla por la tarde.

—¿Para qué queremos hacernos una casa majuelera en el Carrascalejo? —preguntó su mujer Amparín cuando le vino con el cuento de disfrutar del campo.

—En realidad es en la Bronquina. Hay un aljibe precioso y la luna por las tardes está enamorada de la sierra Salinas.

—Ya. Pero una casa majuelera es para los que tienen un majuelo de tierras, labran la tierra y la fecundan con sus excrementos, pero tú no tienes ni majuelo, ni excrementos que devolver a la tierra. ¿Cuánta gente vive allí?

—En temporada habrá en la Bronquina hasta cincuenta personas o más.

—Todos jornaleros que hacen vino en otoño y aceite en invierno —repuso sin compasión alguna por su marido—. ¿Y en verano?

—En verano no hay nadie, porque hace mucho calor y hay moscas como tiburones en el aire.

—Allí no hay gente para enseñar a tocar el piano. Para ver la luna por la tarde ya está Valencia; y en Yecla, a lo más, te das una vuelta por el cerrico y te empapas de luna sin salir del pueblo. Yo no pienso ir a un sitio lleno de moscas y polvillo de campo.

Amparín tenía razón, aquello era una locura; pero Argimiro estaba cegado por el amor y la embriaguez de sus efluvios corporales. Deseaba ir a la Bronquina y poder estar junto a su amada roca durante, al menos, un par de noches de insomnio. Era un capricho, una promesa que le había hecho a su roca; y ella, empalagada por tanto amor, había asentido sin moverse del sitio.

El pino creció sin que Argimiro reaccionara. Se volvió como un pincel y acaparó cada vez más las atenciones de la roca, que sentía como se quedaba umbría sin que le aligeraran un pañuelo protector sobre la espalda caliza. Argimiro, que no era tonto, comprendió los sollozos de la roca, y entendió en un suspiro que necesitaba restregarse por ella, declararle su amor eterno, enjoyarse y cantar a la luz de las serpientes, que circundaban el barranco próximo, que era suya. Roca preciosa y tierna, mojón errante, caliza amorosa.

Durante quince días Argimiro urdió un plan, y a la postre logró lo que podía ser la mayor de las dichas de su vida, pasar dos noches en la Bronquina para dar rienda suelta a su pasión filolítica. El amor triunfaba gracias a la astucia, y su vanagloria por lograr el puesto de Alcalde Mayor en ausencia de los franceses —que habían sido expulsados por cuarta vez de la península— se dispersó ante la aventura abierta y fresca fque tenía ante sus pies.

—Hay una llave debajo de la segunda teja. Allí hay de todo. Yo le aconsejo que se lleve una buena mula y que haga un fuego nada más entrar, porque la noche en el altiplano es más fría que aquí en el pueblo. Sobre todo ahora. Hay tocones de leña y sarmientos de vejez para quemar. El aljibe tiene buena agua, porque regó Tadeo, así que no tendrá problema para dar de beber a la mula.

Fueron palabras de Jacinto Santaolaya, el viejo agricultor, padre de Juana, de María, de Lucía y de Carmen. Su casa majuelera se abría con la segunda puerta entrando por el corralón de la balsa. El lugar lo conocía Argimiro bien, perfectamente bien, porque apenas quedaba a unos cincuenta metros de su dulce y adorada piedra. Nunca iba a estar tan cerca de ella, e incluso soñó con trasladarla junto al fuego de la chimenea.

Condujo la mula por la mañana, más a medio día que al amanecer, y se aseguró de llevar cuanto necesitaba: papel y carboncillo para escribir y dibujar, una navajilla para tronchar el cuartillo de queso y la hogaza de pan para iluminar sus días plácidos. Sabía que en el Carrascalejo había una señora con dos cabras murcianas, donde podría hacerse con algo de leche fresca; leche que ya pensaba en derramar, haciendo una libación amorosa y sensual sobre su ruborizada piedra. El pijama de seda violácea, a juego con unas zapatillas de tonalidad azulona causarían las delicias de aquella piedra solitaria.

La tarde estuvo a la altura de la mañana y Argimiro, enamorado hasta las cachas, terminó hablando solo por las acequias. Recitaba odas a la naturaleza que había aprendido de pequeño, incluso se soltó con el romancero cuando comprendió que su memoria había sido menos empleada en lides del amor que en asuntos de negocios prosaicos. Era el destino de la existencia, y por un instante de lucidez comprendió que todo lo que le sucedía tenía como fondo pragmático quedarse con una enseñanza válida hasta el segundo instante preciso en que decidiera que no quería vivir ni un segundo más. Ese había sido su objetivo, su sentir vital y el absurdo de enamorarse de una piedra caliza, hermosa y estúpida al mismo tiempo, llena de virtudes y defectos, como todo lo que se ama que no tiene que ver con Dios ni con los santos del cielo.

Aquellos pensamientos condujeron a Argimiro por entre las casas de labor. La mayoría estaban cerradas y habían sido abandonadas en espera de días mejores y más felices de vendimia y almazara. En otros predios se erguían las higueras por los patios umbríos y tiernos, sin más fruto que la esperanza de que llegara de nuevo agosto y septiembre y pudieran aromatizar la tierra con sus semillas caprichosas.

Aquel paraje le resultó inigualable, bello y hermoso como ninguno. Casas de labor, caminos inundados de polvo y cañota enhiesta como juncos de un pantano. Allí vivía su piedra, y comprendió que no podía amarla si no amaba la tierra que ella contemplaba delante de sus inexistentes ojos. Debía hacer algo para demostrar su afecto, y como no bastaba en dormir junto a la roca, ni en recitar versos perdidos de Garcilaso y suyos propios, tomó la decisión que pensó más importante de su vida. Construiría una casa y se iría a vivir a la Bronquina para el resto de sus días. Las dos noches más dichosas de su vida habían tenido un resultado inesperado y es que el amor, cuando es confiado y paciente termina dando unos frutos generosos y jugosos, llenos de entrega, paciencia y amabilidad. Eso era lo que debía hacer, se dijo jubiloso y emocionado.

Durante el día coqueteó con Cupido, pero durante la noche lo sedujo con su pijama de raso y seda. Era encantador contemplarlo bajo al Osa Mayor y la escala cromática de un cielo más estrellado que nunca. Hacía frío, pero la calidez de su alma enamorada confería vientos australes de cincuenta kilómetros por hora que obligaron a las ateridas serpientes a salir de sus guaridas subterráneas para alancearse por los caminos de Pinoso y de Sax. Argimiro estaba allí, junto a ella, con su mejor gala. Derramó el perfume de sus caprichosos bolsillos sobre la galante y estólida piedra, y cuando terminó de seducirla, ella se abrió para ofrecerle sus secretos más íntimos. Fue el momento culminante que había estado esperando la creación durante años, incluso millones de años, cuando el universo se enfrió y se formaron las galaxias, los soles y los planetas.

Él, en un momento de desazonado comedimiento, restregó su cuerpo mortal por aquel inmortal rostro de caliza sólida hasta que logró copular y fecundar a su amada.

Derramó su aliento sobre ella, y la apariencia de dureza que había mantenido durante siglos de gravidez y formación planetaria se fueron al traste. El calor fundió el pino amistoso que los contempló con una oruga en su rama. La piedra se sintió realizada en su ser de piedra, y Argimiro profirió un angustioso gemido de tristeza y orgasmo ante el futuro que le esperaba. Lo había presentido y conocido de la misma forma que Jacinto había viajado por el tiempo y el universo elástico, por casualidad y con eficacia romana.

Contempló la luna que se asomaba por el horizonte del altiplano. Ululaban las lechuzas y revoloteaban los murciélagos insectívoros. Luego miró a la roca y cortó la respiración, como si quisiera, con el esfuerzo, sentir en su interior toda la fuerza del amor que lo rodeaba. Pero no aguantó demasiado, su esternón se relajó y el diafragma expiró el aire que contenían sus pulmones. Sabía que no podía vencer al tiempo sin ayuda de la piedra amatista que poseía Antonio Alarín-Vicente Yagüe, y mucho menos sin la fórmula del crecepelo que Jacinto Gómez iba a inventar en cinco, a lo sumo diez años. Estaba condenado a la pena que vagaba por las almas errantes de sus antepasados, los mismos que tuvieron en su día varias almas, y profundas y seductoras vidas. Los mismos que habían añorado vivir en un tiempo distinto al que la fortuna le había regalado. Si hubiera sabido leer en el pasado habría averiguado que lo que le sucedía no era nuevo, y que otro de sus antepasados habían vivido algo parecido antes que él.

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