
Salió Francisco con el ánimo entregado a rehacer la vida que tenía por delante, y así, como si no tuviera pelos en los dientes, escupió un ovillo de lana amarilla que se enredó en su pies volviéndolos de un terciopelo tan suave, que fue capaz durante ochenta años de enardecer los ánimos de cualquier jovencita que se cruzara por su camino.
Francisco poseía una existencia de ocho vidas y dos almas con las que disfrutar y cumplir su destino, y aunque Micaela iba a ser la mujer con la que tenía que maridar para obtener el permiso de estanquero, no deseaba cruzarse con nadie más, pues era de natural discreto y azafranado. Descendió las calles, seguro de que no se encontraría con nadie en tiempos de guerra, pues el hambre afloraba, y los franceses saqueaban la noble Villa de Yecla con la misma fruición con que agonizaron Cluny o la Bastilla. Eran aves de rapiña que no se detenían por nada; y él, que no era amigo de los enfrentamientos, sino de la historia, aceleró el paso para encontrarse con los veinte años, antes de que otra mujer se le cruzara por el camino y no tuviera plumas de pavo que ofrecer.
Sus pies de terciopelo estaban despertando el amor por los alrededores, y una de las casualidades de la vida le regaló un imprevisto. Vio, por el portal del hospital, al preceptor de gramática de finales del siglo anterior, don Tomás Díaz Guzmán, uno de los hidalgos viejos de Yecla, hijo de José Díaz Gómez, nieto de José Díaz-Pérez Chaco y bisnieto de Antonio Díaz-Pérez a secas. El hombre caminaba con afán resuelto de la mano de su nieta Purificación, de tan solo cinco años de edad. La niña, de mirada inteligente, ojos zarcos y cabellos somnolientos, quedó prendada de Francisco, que contaba a la sazón con dieciséis años, pues tanta era la prisa para alcanzar la edad deseada que aceleraba el tiempo a su antojo.
Apenas se cruzaron las miradas cuando Francisco Montañés se aletargó de pena, pues sabía que no le quedaban más almas para entregar a las doncellas del pueblo, y todavía su casa estaba lejos de la alberca donde sacaban aguas las labradoras de cinco brazos. No obstante, tuvo suerte, pues en cuanto dobló la perpendicular a su casa cumplió los veinte años, se estabilizó su edad, y se aseguró de una manera perenne la plaza de estanquero del pueblo, y la vacante de esposo de Micaela.
Ni que decir tiene que continuó el paseo hasta su hogar, pues estaba deseoso de cumplimentar las excelencias de las buenas noticias que almacenaba su corazón de adolescente y de estanquero.
Era costumbre pedir permiso a los padres para casarse, y más queriendo ser agente de la autoridad y de las aduanas. Él, aficionado a las buenas maneras, no iba a dar que hablar en un pueblo tan pequeño como era entonces el suyo, todavía mensurable y limitado por el catastro.
Llegó a su casa, y se encontró a su padre Juan Montañés Domingo que estaba desorientado con la fecunda labor de injertar plantas con la sal y el vino. Quería conseguir el azúcar de ciruela, pero su método escolástico se lo impedía.
Se sentaba Juan todas las tardes en el mostrador de la vieja bodega, la que daba al patio y olía a mansedumbre y olivo, y se pasaba allí las horas muertas ideando la manera de escapar de los hados y del tiempo. Le había ayudado en aquella ocasión su padre Julián Montañés, que sentado sobre una mecedora labriega de esparto, cantaba una canción amarilla de guerras y devaneos amorosos, algo aprendido en la batalla de Almansa por su padre, y enseñada en la casa que tuvieron junto al Carrascalejo. Eran palabras extrañas que nunca pudieron ser repetidas, por tratarse de meros balbuceos que impregnaban el aire denso que dejaba el humo de los cigarros y la niebla de los fuegos y hogares. Aquellas notas de color azul y amarillo se dibujaban por unos instantes en la pared del cielo, para luego evaporarse definitivamente.
—Son los colores de la patria Sueca a la que nunca perteneceremos —le contaba a su hijo.
Como un torbellino de aire exaltado de libertad, interrumpió Francisco disfrazado con sus mejores galas, recién tomadas del armario del abuelo, el cual ya no reconocía su propia ropa, de vieja que era.
—Tengo una noticia padre, me voy a casar con Micaela Alarín.
Se quedaron en silencio durante unos minutos, sin romper el silencio tenso de la bocanada.
—¿Has hablado con tu madre?
—Todavía no, pero voy a hacerlo. ¿Dónde está?
Y el muchacho salió de la estancia con prisa, hacia la cocina, para dar la buena noticia de sus pretensiones futuras.
—¡Lo que crece este muchacho! —le dijo el padre a Julián, anciano por los documentos, y lo que era peor, por el paso del tiempo.
—Es la leche de oveja, estoy seguro. Es lo que hace que los niños lleguen a adolescentes antes, y los adultos envejezcamos sin darnos cuenta. Ya lo decía mi padre cuando estuvo en la guerra con los austracistas, la gente que bebe leche, es como inmortal; en cambio los que solo engullen gachasmigas, caen como moscas. Por eso en el pueblo todos han muerto, porque no había leche de categoría en el mercado.
—Ni ahora la hay, padre, ni ahora. El que tiene un cuartillo de leche es porque ordeña los colchones de su casa, y los fermenta con el vino de aquí, que es una maravilla.
—El vino sí que es bueno, ahí te doy la razón.
Asintió Julián Montañés a las últimas palabras de Juan, su hijo. Era verdad que el vino de Yecla era una pócima irresistible para muchos jóvenes, y más en tiempo de guerra. Los volvía alegres, simpáticos, bienhadados y cantarines. Los que eran soldados e ingerían el brebaje mágico se sentían poseídos por la fuerza de la cordialidad y el sueño salvaje que los postraba durante meses en sus lechos. Era lo mejor del pueblo, sin duda.
Gracias al vino, Julián Montañés había reconocido en su memoria los últimos días de su esposa Catalina Domingo. La pobre no había bebido vino en Yecla en cinco días y había muerto desesperada. Dicen que porque abdicó el estúpido gordinflón de Carlos IV, pero él sabía que tuvo un ataque de “delirium tremens”, el primero que hubo en el pueblo. Ahora le faltaba a él una bota bien saciada del espeso bálsamo.
—No sé si traer un poco más de vino de la cocina —dijo consciente de que no llegaría a tiempo.
Y pensando que no alcanzaría la cocina, lejana dos años luz, prefirió morirse allí mismo, sin terminar el injerto de sal de ciruela claudia. Era una pena, porque por aquella cabezonería, el hombre se perdió una de las bodas más divertidas y extrañas que hubo nunca en Yecla.
—Es el tiempo, que vuela —dijo su hijo Juan Montañés Domingo a su esposa María Chaco— y que nos está volviendo a todos locos.
El hombre salió a por vino, y desapareció.
—¡A mí me lo vas a decir, que he tenido que cambiar la hora del reloj cuatro veces en una mañana! La culpa la tienen los inventores, que nos están mareando con su soberbia.
Pero no era sólo asunto de inventores, sino de los efectos del vino y el sopor, que extendidos por el altiplano, habían contagiado a todos los vecinos con la pena mora. Aquellos aires de rabia y calima habían impregnado a las tarántulas, alacranes, escorpiones y estorninos pasajeros de la comarca. La naturaleza se había despertado en locuacidad y espontaneidad con grimas y pretensiones.
Si hubiera habido ciencia en el pueblo, habrían descubierto sus adalides que todo había cambiado desde que Francisco vino al mundo. Pero la observación empírica se había detenido durante meses, y solo gastaban una observación escudriñadora de vidas, algo ridículo y absurdo que no producía más que conversaciones banales y abyectas. No obstante, no había fariseo ni saduceo por el pueblo que no comentara con asombro y rabia que el mundo iba a peor.
—El tiempo está revuelto —decían mirándose las piernas, por si aparecían las picajosas tarántulas parlanchinas.
Por suerte, durante una tarde de otoño especialmente agria, cayó sobre las tarántulas, una plaga de estorninos, que acabaron con ellas. Se salvaron pocas. Durante varias semanas hicieron duelo, pues las parlanchinas guerreras habían hecho amistades con muchos del pueblo buscando reproducirse. Colmaron sus expectativas con los que eran de otra raza y especie. Pero tras los sollozos y las moqueras, llegaron las vendimias y los majuelos, logrando hacer el mejor vino que nunca hubo en Yecla hasta los días memorables en los que lograron injertar la uva con la bendita ciruela claudia. Si hubiera esperado Antonio Montañés, el patriarca de una larga dinastía de “Montañeses”, habría logrado más dinero que el que nunca soñó.