
—Dicen que se va a morir su hermano —comentó la nueva criada espantando tarántulas y alacranes del patio donde Argimiro dormía la siesta. Aquella mujer le había vuelto a despertar, y él, que tenía buen carácter, lo agradecía, pues siempre que conciliaba el sueño se prometía que moriría de inmediato.
—Ya. Dentro de cuarenta y tres años —dijo adivinando el futuro.
Y tras esta respuesta impensada se quedó pagado de sí mismo, enarcó su espesa ceja derecha, la que le tapaba la esperanza, y se volvió a la muchacha que en aquel momento pisoteaba a las hijas de la tarántula que correteaban con la sincera intención de escapar de una muerte segura, la propiciada por aquella resuelta mujer que no calzaba juanetes en los pies, sino pezuñas de oveja.
—Y usted, ¿cómo se llama? Porque nunca la he visto yo por el pueblo ni por esta casa —preguntó Argimiro consciente de que estaba ante una mujer sorprendente.
—Me llaman Angustias Mochales Quejido.
—Es un nombre muy largo para una simple criada.
—Es que no soy una simple criada.
Y Argimiro, cuyo delirio alcanzaba las estrellas, decidió no hacer más preguntas hasta que no llegara la hora de su muerte, la que llevaba esperando varias mañanas sin resultado alguno.
—¿No quiere usted salir a pasear? Así podré limpiar mejor el patio —dijo Angustias.
—No quiero moverme de aquí hasta el día que me muera —contestó de mala gana Argimiro, tono que sin embargo, no conmovió a Angustias lo más mínimo.
—Aquí fuera se está muy bien —y la mujer dejó que el viento leve, fresco de la mañana, acariciara sus mejillas sonrosadas.
Estaba cerrando los ojos, cuando Argimiro, que siempre había sido previsor, no quiso alertarla de que siete alacranes amarillentos se le habían subido por sus piernas velludas. Cuando la mujer abrió las pestañas le habían picado en la ingle con verdadera saña, y es que los escorpiones y tarántulas tiene como objetivo hacer el mayor daño posible antes de succionar la sangre de sus víctimas.
Está en nuestra naturaleza, dicen sonriendo cuando picotean gambas de Huelva con el mismo descaro con el que se ensañaban en aquel momento en aquella buena mujer.
Pero Angustias tenía los cueros de las piernas preparados para el ataque, y su sangre, que era solemne y grave como el zumo de ciruela, rechazó el veneno de manera natural. Aquellas punzadas lacerantes no le habían hecho sino recordar que estaba allí para limpiar el patio.
—¡Púe! Mire que son jodíos estos bichos — y sacudiéndose la fauna y flora de su entrepierna dejó caer cinco golondrinas, cuatro tarántulas, siete tábanos azules, ocho murciélagos almizcleros y un pequeño sapo que se había devorado a los siete alacranes de un lengüetazo.
—Es que en este pueblo hay mucho animalejo —comentó Argimiro con cierto asombro mientras se levantaba de la hamaca camino del poyo de la casa.
Por un extraño resorte mental se acordó de su hermosa piedra, la que había amado, y es que cuando instaló su cuerpo en el poyo blanco que se había obrado junto a la puerta de la vivienda, el olor del campo y la visión lejana del Serratejo le susurró que en algún lugar del altiplano estaba su virginal roca, amándole y queriéndole por dentro y por fuera.
Ni siquiera se dio cuenta de que la chumbera había arrancado sus púas para seducirle, pues deseaba ser acariciada por Argimiro. Era una molestia que un hombre como él, que despertaba tantas pasiones a su alrededor, no fuera consciente del profundo amor que le profesaba la lluvia de verano, la chumbera de la fachada, la tarántula del Serratejo o la luciérnaga errabunda del otoño. Siempre había sido así, siempre había despertado el rubor del agua, que se teñía de sangre con su sola presencia. Era una habilidad a la que nunca había renunciado, ni siquiera cuando se la quiso cambiar a Jacinto Santaolaya, su vecino de enfrente. Aquel hombre había sido célebre y admirado, y había poseído una cualidad y un secreto que él también hubiera deseado poseer durante muchos años: el del tiempo. Poder retrasar y alargar el tiempo, hacer del espacio un látigo sobre el que viajar, surcando el progreso y regresando a la historia.
Pero las personas solo valoramos lo que perdemos, y añoramos lo que nos falta, de ahí que Argimiro no disfrutara de su condición natural.
Si hubiera, en los primeros años de adolescencia, acordado un buen precio por su capacidad para enamorar al campo, Jacinto Santaolaya, su vecino de enfrente, se lo habría comprado a cambio de nada; y quién sabe, quizás con el tiempo, su nieto Jacinto Gómez Santaolaya, viajero del tiempo, hubiera visto la luz y hubiera accedido a intercambiar los secretos de su vida. Argimiro, sin embargo, era por entonces casquivano e inconsciente, no supo valorar lo que la vida le regalaba ni lo que tenía entre las manos y el alma.
Se acomodó junto a la chumbera y cerró los ojos pensando en su vecino Jacinto Gómez, el afamado inventor del tiempo, secretario del juzgado, disecado en vida por culpa de los pérfidos neutrinos… ¿Le habría comprado su habilidad de conocer el futuro a cambio de poder controlar el tiempo? Lo de viajar por el espacio era un arte que se le había antojado una temeridad del diablo, pero hubiera sido útil para pavonearse junto a la caliza de la Bronquina. Le hubiera gustado hacía unos años poder lucirse ante ella, impávida y milenaria.
Angustias dejó dormitar al señor Argimiro delante de su casa, en aquel poyo inhóspito; al fin y al cabo, a ella la habían contratado para tener la casa limpia, no para ocuparse del destino de los hombres y mujeres que poblaban la plaza del Teatro. Mientras contemplaba el sueño bendito de Argimiro tragó saliva. Tenía un sabor amargo, el del apio vencido por la nube colérica que había labrado su lengua durante siglos de jornal en el campo.
Angustias Mochales había levantado a su familia desde la hidalguía y la nobleza hasta la cota más magnífica de jornaleros avanzados y socialistas que pudiera haber en el mundo. Con sus solas manos había arrastrado la indiferencia de su indolente esposo hacia un precipicio que les había permitido volar alto. Con furia y tesón, el noble y mezquino taumaturgo del café con leche vespertino (así llamaba a su marido) se había confabulado con sus iguales, todos caterva de nobles e hidalgos, y los había convencido de que era preferible equipararse al vulgo que no sabía de letras. Su argumento era firme e incuestionable.
—A los únicos que saben leer en este pueblo les acabarán obligando a enseñar las necedades que publican los franceses con sus sesgadas Enciclopedias.
Y retemblaron los aristócratas del pueblo, que deseaban con todas sus fuerzas no verse mezclados ni confundidos con el vulgo.
Pero Angustias no desistía en romper la fraternidad de aquellos Ilustrados indolentes.
—El pueblo somos nosotros, por eso tenemos que convencer a los vecinos, para que acumulen armas contra los opresores. Es la única manera de que sepan todos que la historia está escrita en una dialéctica histórica y materialista.
Eran palabras extrañas para los únicos hombres que habían leído algún libro en Yecla; pero no se hundieron, al contrario, se tomaron en serio que la humanidad estaba oprimida y ejecutaron un plan para que la justicia social aflorara por las aceras; por de pronto quemaron todos los libros anteriores a 1848, y se juraron olvidar de leer y escribir durante cinco lustros.