
TRES
Gerardo se hizo cargo de todo cuando llegó el día del bautizo de su hermano Justo. Tenía dos años menos que Argimiro, su hermano mayor y primogénito de entre siete hermanos, pero su espíritu aventurero ya doblaba al de cualquiera que hubiera volado y pisado el altiplano. Decidieron sus padres, en una decisión consensuada con las tórtolas y los búhos del pueblo, que fuera el padrino de bautizo de su hermano Justo, y él, que no quería enemistarse con la naturaleza, no quiso revolverse contra los suyos, e hizo cuanto le dijeron que hiciese.
Es verdad que solo tenía trece años cumplidos, pero eso no fue impedimento para que sujetara la vela preceptiva bautismal con el omoplato. Era una costumbre que había adquirido en sus años de juegos en el patio, la capacidad de sorber agua por el culo, y la de sujetar cachivaches con el omoplato.
Por eso a nadie le extrañó que cuando acabara la ceremonia pidiera la herencia y se marchara a recorrer mundo con los bolsillos llenos y el cerebro vacío. Había cumplido con la familia y tenía derecho.
—¿A qué la vida? —preguntó su padre que no terminaba de recuperarse del disgusto cuando se enteró, un año después, de la huida de su segundo hijo.
—Con estos bueyes hay que arar —contestó su esposa Amalia dando por finalizada la pesadumbre que le afligía por no haber informado a su marido sin darle un disgusto.
Y es que el miedo a dar las malas noticias obligó a enmudecer a Amalia durante un año. Juan Montañés vivía engañado sin echar de menos a su segundo hijo, entre otras razones porque, en su ceguera, no podía echar de menos a alguien conocido, salvo que pasara mucho tiempo sin escuchar su voz. La otra razón, no menos necesaria para que cumpliera la premisa primera, es que Gerardo no era de natural hablador. Preguntó por él a los cuatro meses, y repitió la pregunta a los nueve meses. Cuando a los doce meses volvió a recordar a Gerardo, su esposa le confesó la verdad, rompiendo un silencio incómodo. Y el hombre se quedó corrido.
—Él sabrá, el caso es que yo tampoco tenía planes para su vida.
Lo único que importó a Argimiro aquel día nefasto del bautizo fue que se marchara con su traje de boda, el que no iba a estrenar nunca. Si hubiera tenido Gerardo la deferencia de no hacer ostentación por la prenda prestada, hubiera podido al menos disimular su tragedia, pero que le fuera extraviada con las mismas reverencias con las que Gerardo la había abandonado a las afueras del pueblo, hecha jirones, era algo que, en lo más hondo de su alma, no pudo aceptar fácilmente. Había sido una víctima de la generosidad, y como él odiaba desde que era niño a los lloricas correveidiles, se entregó a la causa de comer chocolate hasta la madrugada del día siguiente.
Al instante, la pena mora se instaló en su subconsciente, en concreto, en su alma vegetativa, y lo hizo de manera vitalicia. Argimiro, que hasta ese momento había deseado vivir feliz, cambió de parecer y decidió morirse. Fue ratificando su tristeza con cada punzón que clavaba la vida. Ya por entonces sabía que dejaría en este mundo una esposa y cuatro hijos, y todo sin su magnífico traje de boda; pero no le importaba, pues no quería que nadie supiera que podía conocer el futuro, y mucho menos que lo compadecieran por un asqueroso y raído traje de boda. En lugar de lamentarse, anduvo por entre los invitados para hablar con su madre.
—En cuanto pueda me caso —le dijo disimulando a su madre, Amalia Onarres Alarín-Vicente, una mujer de nobleza venida a menos sin saberlo ella, tataranieta de Antonio Alarín-Vicente Yagüe para más señas y abolengo.
—Tendrá que ser lo que diga tu padre, pues ya sabes que está negociando los matrimonios de sus hijos.
Pero su padre, Juan Montañés Manzano, encargado de la imprenta y de la hacienda familiar, no estaba haciendo nada de lo soñado por su esposa en aquel día infausto de bautizo.
En aquel preciso instante de gloria, rogaba insistentemente a su suegro Leonardo Onarres que no abandonara la imprenta. Leonardo nunca comprendió lo que balbuceó su yerno, pues el idioma en el que le habló era semejante al lituano del siglo XII, algo incomprensible para un valenciano, más acostumbrado a escuchar lenguas vivas que muertas.
Un año más tarde, cuando estaba a punto de morirse, aseguró que si lo hubiera entendido, no se habría jubilado. Habría hablado —con el talante envidiable que siempre tuvo —con su nieto Gerardo; el cual habría devuelto el traje de su hermano mayor, y hubiera rezado un responso por su propia persona, pues sabía que iba a dar cuenta ante el Juez Universal por sus pecados. Pero la vida es como es, y no como la querríamos concebir los pobres y simples mortales, así que Gerardo se marchó con una mano delante, y dos más al final de los brazos, para desconsuelo de su madre, desconocimiento de su padre, y envidia de la tarántula de la plaza, que ya soñaba con emparentar de por vida con Argimiro Montañés Onarres.
Gerardo viajó por el África sobre una cebra que domesticó y que hablaba francés, y su piel se volvió tan oscura cuando cruzó el río Congo que se confundió con la de una mulata azabache con la que alternó en el desierto de Namib dos meses más tarde. Dicen las lenguas afiladas del altiplano que trabajó en una banda de música del ejército español, un lugar inhóspito para sus cualidades artísticas, y que soportó la humillación con entereza, eficacia y dispuesta malicia contra sus superiores. Al final de sus días, tuvo la oportunidad de saludar a su sobrina María en Madrid, la hija de Argimiro Montañés, la cual le comunicó la tristeza que embargaba a su hermano desde que perdió el trabajo hacía cincuenta años.
—Se ha metido en la cama y no quiere salir de ella —le dijo con lágrimas en los ojos mientras cocinaba un puñado de sangre frita con cebolla en la sartén, regalo de su tío Gerardo.
Gerardo no dijo nada en aquel momento, pero al día siguiente, mientras desayunaban en una cafetería de la Puerta del Sol, le presentó María a su único hijo, Juanito. El muchacho quedo complacido con la visita, pues no conocía a ningún pariente más que a dos primos “ovimbundus” del África Austral.
Primero saludó a su prima María Montañés, y tras aconsejarle que era mejor caminar descalza que con la mirada puesta en el horizonte, se desgarró la pierna derecha y se juró que trabajaría en el Museo del Ejército de Madrid hasta que recuperara su extremidad inferior, promesa que cumplió hasta el final de sus días.
Nadie entendió la relación que había entre las dos escabrosas realidades, hasta que vieron el torso desnudo de Juanito en uno de los expositores del Museo. Al muchacho nunca lo sacaron de allí para no provocar escándalo, pues no eran precisamente los años donde se pudiera bromear con aforismos circenses o yeclanos, pero el muchacho tenía tres manos, y una no era suya, a juzgar por el color de la piel.
Gerardo desapareció, eso dicen, y no se le volvió a ver hasta muchos años más tarde, cuando rebasaba la ochentena. Había comprado otra mano azul y había recuperado su nombre completo de pila bautismal. Afirmó que se llamaba Gerardo Leonardo Miguel. Gerardo por el destino, Leonardo por su abuelo, y Miguel porque nació el día del arcángel San Miguel, y como nadie dijo lo contrario, tuvieron que aguantar la explicación del estornino mientras Dámasa, su madrina de bautismo, tía y hermana de Amalia Onarres, su madre, dibujaba en el aire un bigote al gato que ensució la atmósfera de la habitación para siempre. Era su obsesión, pintar el aire con los dedos.