El otro día me dieron el palo.

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No miento, no. El otro día me intentaron atracar un par de cacos. Bueno, la palabra no es atracar; más bien intentaron «afanarme» la pasta, y para ello me «sustrajeron» la cartera del bolsito que llevo. La culpa es mía, por ir con mariconera tipo bandolera, porque el dinero, contante y sonante hay que guardarlo siempre metido en el escote, que ahí nadie mete mano. En mi caso la pelambrera impediría cualquier intento, pues de inmediato, la manita fina del ladronzuelo, se vería enredada por el marasmo pelaje que me gasto. Hombre de pelo en pecho soy, y no digo más al respecto, que no me quiero desviar, ni provocar delirios entre las más atrevidas (las que no me leen, vaya).

El caso es que ni me enteré, porque uno anda siempre embobado pensando en sus cosas, que si escribo esto o lo otro, que si tengo que comprar en el super, que si no me da tiempo a recoger a las niñas al cole, que si las clases y los alumnos… El bochorno vino cuando fui a pagar unos libros que pensaba comprar, como cuarto de hora después de hacerme con el pan nuestro de cada día. Es verdad que gracias a eso, a que soy amigo de libros, que no vivo solo del pan, sino también de lecturas, que me di cuenta del hurto; porque conociéndome podían haber pasado días sin echarla de menos.

Atorado me quedé, zozobrático y ojiplático. Me han mangado la cartera. Me han quitado… no la pasta, que también, sino las tarjetas, los carneses y un buen número de restos mugrientos que pueblan una cartera en condiciones. En mi caso se completaba con tarjetas de visitas, la de muface, la salud mía, el cartón del autobús, facturas y tickets de los más variados lugares, y el teléfono del restaurante al que suelo ir cuando piso la malvarrosa en Valencia. Media vida, para qué engañarnos. Y es que si uno empieza a ver con detalle la mierda que acumula encima, descubre que tiene más cosas en su cartera que estrellas en la constelación de Orión. En fín, volvía a casa con prisa para cerciorarme que no me la había dejado en la mesa, que yo ya sabía que no, la susodicha carterita; y lo hacía abrumado por la fatiguita que me produciría el peso de las cientos de miles de llamadas que tenía que hacer a bancos, cajas, administraciones y demás enclaves burocráticos, solo porque unos cacos me vieron cara palurdo ese día. Y fue entonces, cuando llegó la llamada que uno espera recibir cuando todo se oscurece.

– Policía municipal, ¿Antonio José López Serrano? Que acabamos de detener a unos tipos que iban con una cartera que es suya. ¿Cuánto dinero tenía?

Mi respiración se acompasó, me detuve para seguir hablando, y empezaron a darse las coincidencias. Me llamo igual que el tipo de la cartera, tengo el mismo dinero que ellos llevaban encima, etc. Yo soy el viandante despistado. El policía municipal me avisó que estaban al lado de mi casa, que habían ido a buscarme a mi hogar, para devolverme lo mangado, que estaban detenidos y que si ponía denuncia que les meterían en vereda. Ideal, oye. Subí a comisaría de Parquesol, y me atendieron como si fuera un marajá. La víctima, yo era la víctima. Y ellos los desalmados.

Hay que decir, para ser fiel a la verdad, que los dos cacos eran unos pipiolos, aunque afanaran como unos chorizos de antología. Eran rumanos, ella dieciocho y él lo mismo. En realidad llamaron la atención a unos municipales que pasaban por allí, les parecieron sospechosos de pleno derecho. No es que las pintas fueran inmisericordes, pero tenían ese no sé qué existencial que se gastan los adolescentes emigrantes en racha, y tras pedirles la documentación, tiraron (disimulando igual que unas gambas arroceras en un plato de calamares) «mi» bienamada cartera al jardín trasero de Caballería, bajo la sorprendida mirada de los quince munícipes que se sumaron al tema en un despliegue de película americana.

Subí a comisaría, digo, e hice la denuncia, cotejé todo lo que guardaba en la más que revisada cartera, y me pasé unas cuantas horas entre espera y espera. Y es que en Ferias en Valladolid, parece que la mitad de la gente le da por robar a su prójimo, y la otra mitad sube a denunciar lo mangado, y ahí andamos todos. Unos por la planta vip, y otros por los calabozos.

¡Qué suerte ha tenido usted! Me dijeron unas cuantas personas, a saber: los quince policías municipales que me atendieron maravillosamente, la jefa de comisaría que me subió a la planta fetén medio secreta, el poli que me hizo la denuncia, las cajeras del supermercado incluida la encargada, la abogada de la defensa ( o sea de los chorizos), el secretario del juzgado, un amigo abogado que pasaba por allí, y cientos de personas que no voy a citar. Solo faltaron los rumanos felicitándome por mi buena estrella, y tampoco llamaron los del Suecia para concederme el Nobel de literatura, pues no se enteraron del hurto. Es verdad que soy la víctima, pero si esto hubiera sido «sálvame» hubiera sacado tajada por contar la exclusiva del atraco, y los rumanos, ya estaban rodando una película con Almodovar de famosos que se habrían hecho, con el Vaquilla de referente y el Toro de la Vega de trasfondo cultural.

Fuera tontadas, a mí los verdugos me parecieron las víctimas en el juzgado, víctimas de su estupidez, y su picaresca atolondrada. Hurtan con elegancia la cartera, y la cagan en cuanto dan dos pasos más. Supongo que no hay nada más humillante, que tengas al panoli al que le mangas la cartera al día siguiente mirándote a la cara, sacando su bolsa reluciente, y acomodando los billetes con descaro. Si no hemos robado a este tonto, es que no tenemos nada que hacer, pensarían los dos rumanos. En el juzgado me quedé mirándoles fíjamente, con la secreta intención de reprobarles su actitud; pero no me atreví a decir nada, al fin y al cabo, ellos me quisieron robar, y cualquier cosa que les dijera sería utilizada en mi contra, pues su abogada estaba delante, y es verdad que no son alumnos míos. Además, si soy la víctima no debo charlar con mis manguis. Es lo que se espera de un robado de libro.

Lo que no se me olvida es la mirada de la chiquita, entre avergonzada y acojonada (no sabía si le iban a caer varios meses de cárcel o no), me miraba entre extrañada y tan sorprendida como yo la observaba a ella. Como un chino y un australiano que se encuentran en Madagascar en una fiesta Noruega. Mundos distintos, perspectivas imposibles de encontrarse en cualquier otro lugar del mundo que no fuera aquel.

Sin duda un buen tema para una novela.

PD: Lo de la suerte que tuve es porque debe haber un ángel de la guarda que protege mi ridícula inocencia, misericordia de Dios. Y un policía que colabora con él sin saberlo. Mi agradecimiento a todos ellos, porque yo tengo mi cartera completa, y la convicción de que hay personas y vidas que merecen ser contadas. Para eso mangaron a un escritor.

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