
Estamos a punto de terminar el curso y mucha gente se dirige a nosotros para felicitarnos, darnos palmaditas en el hombro y agradecernos el esfuerzo realizado. Resulta que no nos ha faltado este año el reconocimiento a profesores y maestros, que este curso, además de lidiar contra la ignorancia, los planes de estudios imposibles y la mala educación de algunas familias, también hemos tenido que vernos contra un virus impertinente.
Nos felicita la Junta de Castilla y León por nuestro buen hacer. Y casi todos nuestros gobernantes y políticos en la oposición se deshacen en jabón y loas para con nosotros. Gracias, profesores. Pues de nada, monada.
Nos conocemos de lejos, porque son los mismos que tienden a practicar la sordera para nuestro colectivo, y a desconfiar de nosotros cuando les conviene, que es muy a menudo. Lo mismo te agradecen tu esfuerzo que te dan una patada; y esa actitud, tras veintitantos años dando clase, es harto conocida. Hoy nos dan la medalla con un certificado de héroes, y el próximo año nos obligarán a no se qué montón de papeles ridículos que no sirven para nada y que no repercuten en la educación lo más mínimo, pero que según ellos (inspección) son importantísimos. Nos conocemos de años, claro que sí. La sociedad que hoy te aplaude, mañana te apedrea. Lo sabemos porque hemos estudiado, y porque la experiencia es un grado.
El caso es que, por suerte, tengo una profesión que cada día me gusta más. Siempre me ha gustado, pero de unos años a esta parte, la disfruto el doble, seguramente por haberla sufrido otro tanto.
Me explicó. Hoy sé que un profesor es un ente molesto para todos los que pululan a su alrededor. Una especie de mosca cojonera que se enfrenta cada día a una pléyade de chicos de su padre y de su madre, que a saber en qué lodazal han aprendido modales y educación. Somos los héroes que cada año sacan lo mejor de los muchachos, aunque para eso tengamos que estar con cara de perro más de un día y más de dos.
También somos necesarios, porque alguien tiene que sacar la basura de casa y hacer el trabajo sucio de la educación. Y esos somos, en muchas ocasiones, los profesores. A veces podemos, y a veces no. Suplimos a los padres cuando los hogares son un girigay, y echamos una mano cuando hay curiosidad y ganas de aprender. A menudo damos el cariño que no hay en casa, y la disciplina que nadie supo poner cuando había que ponerla.
La pandemia nos ha dicho que los profesores somos imprescindibles. Y que no nos van a poder sustituir por una pantalla de ordenador. Imprescindibles y molestos.
Molestos para los padres porque ponemos límites a sus hijos, cuando ellos no los han puesto.
Molestos para los chicos porque les enseñamos que hay una disciplina y unas normas compartidas, un carácter que adquirir y unos conocimientos que saber y manejar si se quieren enfrentar a una sociedad cada vez más desvirtuada y frágil.
Y molestos, finalmente, para la inspección y sus jefes porque suspendemos, y de esa manera tan vil no pueden presumir delante de los rivales políticos de obtener grandes resultados gracias a su ocurrente gestión. Quieren resultados, como si fuéramos una fábrica de zapatos; y nosotros nos empeñamos, año tras año, en decirles que trabajamos con personas. Y que suspenden ellos, no nosotros.
A los profesores nos odian, nos envidian y nos admiran a un tiempo.
Nos odian por suspender y cuando suspendemos. Somos el cabrón ese, o el hideputa de turno. El que manda deberes y el que dice cuándo están mal.
La sociedad también nos envidia porque tenemos que descansar más días que el resto, para estar en forma delante de veinticinco angelitos con ganas de play y juerga. Hay que estar al 100 por 100. Y eso requiere descanso mental, no físico. Nosotros ponemos a trabajar a las ocho de la mañana a unos cuantos adolescentes que están muchos días tirados en el sofá de casa; pero necesitamos descansar, y mucho.
Y también nos admiran.
Nos admiran los padres cuando no pueden con sus hijos, y se dan cuenta de que al único que respetan y hacen caso es a su tutor profesor.
Nos admiran los chicos cuando al cabo de los años se dan cuenta de que hubo más de uno, de dos y de tres profesores que les ayudaron y que les enseñaron más de lo que pudieron valorar entonces.
Y te paran por la calle y te lo agradecen. Aquello que me dijiste… y tú no lo recuerdas, pero disimulas. Han pasado quince años, pero sigues presente en sus vidas. Y en ellos también en parte, en la tuya.
Gracias profe, cuánto me hiciste pensar, me dijo el otro día un muchacho.
Este año, con la pandemia, ha sido diferente. Apenas nos hemos reconocido tras las mascarillas. Pero ha sido suficiente. El trabajo está hecho, y la vida continúa. Sé que mañana me lo contarás.
Hoy nos agradece la sociedad, lo que llevamos haciendo muchos años. ¿Y qué quieres que te diga? Me basta con que me saludes por la calle. Adiós, profe.