
DIECISEIS
El mundo cambia cuando los soberbios dirigentes del mundo aceptan la vida y los milagros de alguien cuyo prestigio pueden rentabilizar. Es una regla que se repite en varios momentos de la historia con algunas excepciones, y una de esas excepciones fue cuando Jacinto Gómez Santaolaya regresó al universo de la plaza del Teatro de Yecla.
Era como volver a la vida, decía la gente; pero no, era más preciso decir que retornó a este mundo tras haber viajado por el universo cósmico, aparentemente infinito, y en un lugar paralelo.
Lógicamente, la primera obligación de un santo milagrero es mostrar su poder y su bondad con el pueblo llano, y eso fue lo que sucedió cuando Jacinto apareció apartando el portón que daba a la plaza del Teatro. Iba seguido del providente y hermosísimo Argimiro Montañés Onarres, un hombre al que desde siempre le habían acusado de bello y siniestro. Asemejaban a Apolo precedido por Zeus o quizás Hermes; aunque algunos vieran en tal pareja a San Bernabé y San Pablo por la Galacia precristiana.
Lo cierto es que pronto acudieron estupefactos muchos de los vecinos, que seguían en la intemperie de la calle, aguardando a que los Vigilantes y el Comité de Salud se alejaran y los molestara lo menos posible en sus pesquisas e investigaciones.
Aquella visión cambiaría la historia del pueblo y de sus vecinos, y no era para menos. Era el muerto más ilustre del pueblo, y tenía mucho que contar.
—Soy Jacinto Gómez Santaolaya, hijo de Francisco Gómez Parcena y Carmen Santaolaya Rodríguez, nieto de Jacinto Gómez Luna, Juana María Parcena Báñez, Jacinto Santaolaya Báñez y Lucía Rodríguez Muñoz.
Nadie entendía a qué gusto regresaba aquel hombre, muerto hacía varios años, quizás siglos. Era extraño que de lo primero que hablara fuera del pasado, y no del futuro. Aquellos nombres, de sus padres y abuelos, lo recordaban los más viejos, pero evocaban una Yecla que había desparecido de la misma forma que el futuro no había llegado. No obstante, lo que la gente quería era verlo y escucharlo.
—Es por el tiempo —dijo Abundio, el carnicero—. Llevamos tantos años de sufrimiento para cuatro días de vida, que no recordamos a nuestros antepasados. Por eso cuando vuelve uno, nos ponemos como locos.
Tenía razón, porque Abundio, además de hacer embutidos y sobrasada, sospechaba de los misterios del tiempo que correteaban por la plaza; sin embargo, lo que verdaderamente sorprendía a los que lo escucharon, es que aquel hombre, Jacinto, había estado subido a un pedestal en medio de la calle, y muchos lo recordaban disecado o muerto. Ahora había vuelto a mover su cuerpo y a hablar, lo que era tan digno de admiración como la hazaña de los héroes de Baler por tierras filipinas.
—Vengo de viajar por el tiempo —dijo Jacinto con vehemencia—. Y fuera, en el espacio exterior, más allá de la Vía Láctea y de las estrellas más lejanas, puedo afirmar que no hay nada que valga la pena.
—Pero Dios existirá, ¿no? —preguntó el sacristán de San Roque que veía en aquella pregunta una posible pérdida de empleo por falta de convicción e ideología.
—Sí. Nuestra fe es la verdadera. Alabado sea Dios, con su Hijo Jesucristo en la unidad del Espíritu Santo… —y levantó las manos como invocando el Misterio trascendente.
Aquellas palabras no fueron convincentes para los escolapios, pero proporcionaron algunos de los más curiosos embarazos entre las mujeres del pueblo, y no todos de carácter físico, pues los antojos mentales no son caprichos para olvidar.
Jacinto no había dicho nada especial, pero por aquello de conocer los misterios del espacio y del tiempo, todos comprendieron que era una divinidad, quizá no a la altura de la Trinidad Santa, pero sí al menos disputando un lugar secundario en el cielo, por lo que le llegaron miles de peticiones milagrosas por escrito.
A Jacinto, todos aquellos embarazos a destiempo le hubieran molestado de haberlos sabido, pues era hombre de orden. Habría intentado dar unas charlas para aclarar los embrollos y las suposiciones falsas que la cohorte de periodistas del pueblo había extendido por todo el altiplano sobre la naturaleza de los embarazos. Pero a nadie se le ocurrió organizar una semana del Tiempo, ni un Foro de Reflexión sobre Dios y el Tiempo en la que informar.
La Ilustración que por entonces dominaba el pueblo en forma de positivismo y cientifismo ateo, estaba más bien interesado en recopilar los archivos de Voltaire, que aunque había fallecido casi hacía cien años, todavía mantenía varios adeptos lectores que soñaban conocerlo, aunque desconocieran casi todo sobre lo que había dicho y escrito el francés. De ahí que la gente se revolviera a su interior buscando las más insospechadas supersticiones para solicitarle al santón de Jacinto un consejo o una parábola que aclarara sus vidas y las de sus vecinos.
Jacinto atendía a la gente en el despacho de su casa, contigua a la vieja sastrería de los Gómez Luna. Miraba a las multitudes por dentro y por fuera, eso decían las mujeres. Sus ojos traspasaban las almas ahondando en la realidad de su verdadero ser, eran como la biblioteca de un búho que todo lo supiera. Con una mirada, desnudaba los pecados de los hombres taladrando sus conciencias, aunque en realidad se fijaba en aquella gente porque no la había visto en muchos años, algunos nunca, y deseaba reconocerlos en su memoria.
Se quedó muy sorprendido cuando vio a algunas de aquellas mujeres con los dientes pintados, y pensó primero que era fruto de las teorías de Lamarck, y que la gente había comido purés de migas o algo por el estilo. Al cabo de un rato comprendió que era tinta de sepia y calamar, pues aquel olor a puerto, cuando hablaban y gemían, era inconfundible.
—¿Qué porquería es esa? —dijo mirando a unas niñas boquiabiertas—. ¿Por qué tenéis negros los dientes?
Y se asombraron de su astucia divina.
—El destino del pueblo ha abusado de nosotras —contestó una de ellas, la más pizpireta.
—¿Cómo podemos, gran hombre del cielo, recuperar nuestros dientes? —preguntó su madre, una mujer de la Corredera, que parecía mellada hasta la encía.
—Si se enjuagan un poco la boca, seguro que mejora esta suciedad —dijo.
Y todos comprendieron, como lo hiciera Naamán el sirio hacía muchos milenios, que para Dios no había nada imposible, y que aquel hombre era lo más parecido a un profeta. La gente de la plaza bebió agua y vino de Yecla, enjuagaron sus bocas y recobraron los dientes que todos los demás habitantes del pueblo habían perdido.
La sorpresa vino después, cuando reparó en la encía desnuda de la mujer que había preguntado. Aquella mujer no tenía dientes, pero es que además la encía inferior le estaba supurando.
—Está infectado.
Nadie recordaba que Jacinto había sido médico y científico antes de viajar por el tiempo, por eso, cuando aquella mujer empezó a guardar calenturas y dolores en la boca, muchos del pueblo se asustaron y prefirieron creer antes en el santón que perder la vida, como podía sucederles. Adivina la dolencia de los enfermos y pecadores, decían asustados aquellos hombre buenos.
Bastantes señoras recobraron los dientes por arte de birlibirloque; entre ellas, la esposa y la hija del señor Alcalde, que nunca los perdieron. Y con tales fortunas surgieron doncellas y damas con sus colmillos intactos, como si hubieran vivido toda la vida en Albacete o Murcia. El Alcalde, previendo que podía amotinarse el pueblo por la falta de actualización de la normativa bucal, procedió a redactar nuevos Bandos Municipales, donde agradecieron, entre otras cosas, la liberación que traía y aportaba la nueva fe, el nuevo Mesías. Nadie volvería a ser obligado a arrancar sus dientes, salvo que lo dijera Jacinto Gómez Santaolaya, decían los nuevos pregoneros del pueblo.
Con estas leyes, intentaron atraerse las atenciones y mercedes del nuevo santo. Era obligación para ellos salvar lo que pudieran de las ideologías que habían marcado los tiempos anteriores a la resurrección de Jacinto, que así es como denominaban a su salida de la bodega. Pero Jacinto estaba absorbido por su nueva ocupación, consistente en atender a las muchedumbres que se agolpaban en la puerta de su casa.
Ni que decir tiene que, tanto la bodega como la plaza, se empezaron a llenar de curiosos venidos del mundo entero. Abundaban los de Jumilla, Villena, Caudete y Almansa que habían oído hablar del santo que había resucitado veinte años tras su entierro, y a falta de devociones entretenidas, se empeñaron en cambiar sus debilitadas convicciones por otras que les complacieran más.
Jacinto, sin embargo, no daba gusto a la gente venida de fuera, pues no terminaba de entenderlos con sus giros y pretensiones. Les daba largas, consejos ridículos, y les rogaba que se volvieran a casa, por lo que las autoridades municipales empezaron a sospechar, en quince días, que no iban a ganar tanto dinero ni favores con aquel eremita incontrolado.
Realmente los del pueblo sí que quedaron más o menos contentos: los clérigos de la Concepción y la parroquia del Niño Jesús, porque Jacinto iba a misa, y todos aceptaron la fe en la Trinidad Cristiana como la verdadera; los vecinos, porque aunque algunos no recobraron los dientes —los que se los habían arrancado— aquello suponía una liberación ante los excesos del alcalde, al que todos repudiaban ahora en secreto y en público. Cosas de la política, decía la gente.
El alcalde, que podía haber sufrido el desprecio de sus vecinos, pensó en retirarse de la política activa en cuanto le pusieran su nombre a una calle. Estaba feliz porque podía ahora pasear con su mujer sin miedo a ser acusado de incoherencia, y es que la primera víctima de su puritanismo había sido él mismo y su familia, como siempre ha sucedido en la historia.