Entrega 41. LA EXTRAÑA FAMILIA DE ARGIMIRO MONTAÑÉS.

Varios vecinos, en concreto los del nº 5, 6 y 7 tuvieron la suerte de aplicarse tal tinta por todo el cuerpo y lograron durante las horas que duró el registro la invisibilidad absoluta. Por desgracia la tinta invisible era potente y licuaba el cuerpo condensando la sangre y los humores negros deshidratando a los que la usaban. En menos de cinco horas. De ahí que todos los vecinos creyeran que habían desaparecido, cuando en realidad estuvieron escondidos en el patio desnudos, junto a una chumbera tierna, hasta que enfermaron y fallecieron. Nadie los encontró hasta muchos años más tarde, cuando por una casualidad de la vida se fue deteriorando la tintura mágica inventada por los vecinos de la plaza con sus conjuras y miedos, y adquirieron la visibilidad.

Los vecinos del nº 2, que era la familia de Jacinto Santaolaya y su yerno Francisco Gómez, se habían marchado, y en aquella casa no encontraron sino telas, agujas y varios ángeles de la guarda rezagados que velaban para que nadie descubriera el mal, que había anidado en los rincones de aquella casa, antes hogar.

En el nº 3 descubrieron una comunidad de africanos malvendidos en las catacumbas de la casa. Era una bodega subterránea que terminaba en varios pasadizos oscuros y tenebrosos. El susto que se llevaron los funcionarios del Ayuntamiento cuando descubrieron innumerables ojos blancos al fondo del tercer lagar que bajaba por unas escaleras, fue morrocotudo. La historia fue contada en el pueblo por varias generaciones.

Aquellos hombres de color marrón habían escapado de tres barcos negreros ingleses hacía unos 158 años, pero la fortuna les había deparado una tempestad que terminó en un violento naufragio en aguas canarias. El miedo y la convicción de que estaban en las islas Británicas hizo que buscaran un nuevo lugar donde ocultarse, y tras embarcarse en una barcaza azul y blanca, cruzaron el estrecho y llegaron hasta Cartagena, pensando que habían alcanzado la costa de la Florida. El miedo les había empujado a buscar un refugio seguro, y terminaron en la bodega del nº 3 de la plaza del Teatro, subterráneos a los que casi nunca bajaban sus propietarios.

Los infelices vecinos se habían acostumbrado a hacer el vino en el majuelo, y lo único que guardaban a las puertas de la bodega eran jamones, chorizos y salchichones, arroz y harina. Es verdad que les faltaba de cuando en cuando algo, pero nunca imaginaron que fueran seres humanos habitando debajo de su casa los que se llevaran las viandas, pues ellos achacaban los robos a los ratones almizcleros y a las medusas de tierra.

—Es que los africanos son muy silenciosos —explicó Alfonso Montañés al guardia y a los allí congregados, cuando se enteró de lo que había pasado.

Recordaba en aquella anécdota a Gerardo y Emilio que habían tenido afición por el calor y la humedad de aquel continente.

—Ya. Pero es que son veintiocho personas —musitó el guarda asombrado y sin saber si pintar los pies a aquellos negros gambianos, azabaches y oscuros como la noche.

Desde luego era lo que mandaban las leyes, color fucsia, aunque él creyó que los colores deberían cambiar por una Orden interna, pues no pegaba tal color con el blanco de los ojos de aquella gente. Lo preguntaría.

En el nº 4 de la plaza no aparecieron sorpresas dignas de mención. Su propietario había sido un griego aficionado a los sellos y la cartografía marítima, pero tales ocupaciones nunca fueron sospechosas para el régimen puritano del nuevo Ayuntamiento. Le ajustaron los pies con colores azules, por aquello de molestar menos, y entraron en las siguientes casas buscando lo inefable, algo que delatara la presencia de tinta negra, que era el soplo que habían escuchado de la tarántula.

Enfrente, junto a la imprenta, tampoco hallaron más que longanizas y morcillas, pues era lugar de embutidos y carnes a la venta. Ni siquiera la sangre que vendían era negra, sino amoratada. De allí estaba claro que no iban a sacar nada, pues una carnicería especializada en fiambres era el sitio menos indicado para buscar lo que nadie sabía a ciencia a cierta que buscaban, pero que darían con ello, a lo más tardar, un par de días.

Tampoco hubo mucho que encontrar en San Roque, salvo el preceptivo santo tallado en escayola con gusto prevaricante y sonrisa simplona. La ermita del barrio tenía por entonces cuatro lampadarios, cinco santos, una Inmaculada y doscientos cofrades. Nada que objetar, excepto lo de los cofrades, pues para las nuevas autoridades eran sospechosas aquellas agrupaciones con ánimo disoluto, y sandalias con correajes sin decorar, que no eran alicantinas.

San Roque, que se erigía sobre dos de los lampadarios, despertaba la piedad de los vecinos, y el responsable de aquella cuadrilla amarga, había visto en aquella piedad un ejemplo de nadería incomprensible que dejaba la puerta abierta al latín y a Virgilio por el infierno de Dante. Se empeñó en maquillar las piernas del san Roque, dibujando en las uñas de los pies de aquel preclaro renacentista de hábito entallado, unas lacas ribeteadas de sinuosos colores y modernísimos estilos. Era para que cundiera ejemplo, proclamó el guardia apagando con rabia las velas encendidas de aquellos cirios disolutos e irreverentes.

La última casa guardó la sorpresa del siglo. Como si a San Roque lo hubieran despertado e invocado a gritos, y es que se encontraron, en la bodega del local abandonado, la peana sobre la que había reposado Jacinto Gómez Santaolaya desde que lo desalojaran de la plaza del pueblo.

El científico que había descubierto el tiempo, y al que todos suponían fallecido y trascendido a una región metafísica inalcanzable, había dejado la reliquia de su cuerpo en la mismísima plaza donde había nacido antes de tiempo. Era un signo de que un cambio inminente en las eras históricas estaba a punto de producirse; y Argimiro, sabiendo que sus vecinos, Francisco y familia, habían salido a pasear por Almansa, se precipitó indagando en aquel viejo lagar, pues estaba seguro de que allí se ocultaba el cuerpo disecado de Jacinto, el único hombre que había viajado a velocidades hiperlumínicas en un cuerpo diminuto y transfigurado, gracias al crecepelo que inventó y a la amatista que robó.

—¿Qué hace usted aquí? —le preguntó el caporal del gremio de la pureza.

—Me ha mandado el Excelentísimo Alcaide para que curiosee por aquí —dijo Argimiro tontamente.

Pero aquella respuesta logró de inmediato que el terror se adueñara sobre los subordinados vigilantes. Si aquel hombre era un inspector de vigilancia enviado para vigilar a los vigilantes, les convenía desaparecer.

—En tal caso le dejamos inspeccionar, señor. Si quiere algo de nosotros, señor  —le contestó el que hacía las veces de jefecillo de escuadrilla.

Argimiro ni contestó. Después de varios años trabajando en un Ayuntamiento como escribiente, conocía el oficio que consistía en no responder la mayoría de las veces a los que buscan una respuesta clara y concisa. Es mejor no delatarse con palabras inútiles e confusas, de ahí que optara por el silencio como la forma de decir: “soy tu jefe, voy a acabar contigo”, o “me parece bien, retírese”. Al no decir nada, la mayoría interpretaba que era mejor no molestar al taciturno y poco comunicativo superior. Si se dice alguna cosa, la gente se queda lo que ha dicho y lo analiza con gran quebranto y confusión para todos. Solía ser así.

Argimiro volvió su mirada cuando se aseguró de que estaba solo. Aquella cuadrilla había dejado un rastro de polvo y ruido que se alejaba lentamente mientras subía las escaleras. Intentó escudriñar en los rincones más oscuros de la bodega, y tras precipitar una lamparita de aceite, encendida por los Vigilantes, se adentró tras un oscuro túnel, calificado como bodega, por los toneles que se almacenaban a la derecha de sus pasos.

Allí estaba al fondo, erguido en su mismidad y dentro de un cajón que había hecho veces de baúl y de camastro, dada la envergadura que gastaba. Argimiro no se  amedrentó ante el rostro de Jacinto petrificado. Retiró definitivamente la tapa y extendió su mano para tocar su piel.

No sufrió los rigores de todos aquellos que, cuando lo sobaban, viajaban a la velocidad de los astros y cotejó en sus párpados que estaba efectivamente soñando sin remedio. Se fijó que sus ropas eran de otro tiempo, raídas y mohosas, verduscas y de brillantes colores. Debían ser los efectos del delirio humano que soportaba aquel hombre inmortal en un universo paralelo.

—¿Dónde guardas la amatista científica? —le susurró al oído.

Y Jacinto abrió los ojos bruscamente, como si no hubiera estado dormido ni extasiado con el horizonte de vida que llevaba. Giró su cabeza para encontrarse con el rostro apolíneo de Argimiro y balbuceando primero unas palabras, repitió otras mecánicamente hasta que se tranquilizó.

—Lo tengo en el orbicular anal. Hágame el favor de sacármelo, que ya no puedo soportar más el dolor.

—No tengo por costumbre andar toqueteando a los hombres. Si quiere llamo a un médico —dijo Argimiro con  toda su buena voluntad, labrada durante siglos.

—No. ¡Deje, deje! Usted no sabe lo terrible que es la convivencia entre una almorrana y una amatista cuando se alojan en el trasero de uno. Es una disputa de terreno, como dos cofradías que se pegan por un paso de Semana Santa compartido.

Jacinto dejó de hablar por unos instantes, resopló y medio tumbado como estaba, volvió a abrir los ojos.

—Creo que estoy terminando de regresar del universo divino e infinito.

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