Entrega 43. LA EXTRAÑA FAMILIA DE ARGIMIRO MONTAÑÉS

Los únicos que no quedaron contentos fueron la tarántula y el estornino, que tuvieron que corretear más que nunca para no ser pisoteados por las masas enfervorecidas. Además, la presencia de Argimiro junto a Jacinto, saliendo del portón que daba al rescate de los muertos del abismo, lugar de resurrección eterna, que así era llamada el corral y la bodega por la que salió el iluminado científico, había desatado la envidia y el odio de los animalejos del pueblo contra su antiguo amor.

La más dolida fue la tarántula, que había guardado el cuerpo del científico con deleite, pensando en poner huevos en su cuerpo el día que muriera del todo. Había introducido sus quelíceros mordiendo y mordiendo sin resultados, y no había obtenido más que sangre seca de morcilla y cebolla.

Se sentía culpable por haber perdido para sus hijitas el mejor festín de la historia de un artrópodo. Y de todo tenía la culpa Argimiro, con su belleza estúpida, y sus mañas de metomentodo.

El estornino no sabía qué hacer en esos días, y era tanta su pena que trató de seducir de nuevo a Argimiro, pero era incapaz de sonreír con su pico afilado y sus plumas aventadas. Además, el pobre quedó maltrecho cuando una pedrada de un niño que visitaba al santón le acertó de lleno en la pechuga.

Argimiro, por el contrario, ajeno a las pasiones que despertaba, buscaba la ocasión para arrebatar la piedra amatista del culo de Jacinto sin que el santón le diera ninguna oportunidad, ni siquiera de acercarse.

—La verdad es que más allá de Orión no hay nada. Cuatro bichos parecidos a las bacterias y unas medusas inteligentes que se comen las piedras —decía Jacinto a la concurrencia que se reunió en torno a un café en la Sociedad de Cazadores.

—Entonces están como nosotros —susurró Argimiro con sincera piedad hacia aquel hombre cuyo secreto aún desconocía, aunque aceptaba que había sido providente su despertar.

—Lo único que importa en el universo es la Trascendencia, pero la virtud de robar el tiempo al tiempo es algo que vale la pena poseer, aunque sea por unos minutos.

Nadie osaba llevarle la contraria, y los sesudos escuchantes atusaban sus barbas mientras intentaban entender el absurdo que escupía por su boca. Cuando llegó el turno de los ruegos y preguntas, Argimiro no quiso quedarse callado. Y habló en público por primera y última vez en su vida.

—Robar el tiempo es un secreto que guardaron algunos antepasados míos —dijo mirando a la cara a su vecino Jacinto.

Y Jacinto comprendió que la amatista que había alojado en su culo, y que lavaba con agua y jabón cada vez que defecaba, no le pertenecía. La había encontrado en el parque de San Francisco, pero no tenía valor ni arrojo para reconocer su culpa. Prefirió enmudecer mientras viajaba por unos instantes a la velocidad de la luz. Regresó de inmediato tras localizar en Urano un rastro de naves espaciales del futuro, robótica y cibernética obsoleta que había sido desviada de la órbita de la Tierra para que pudieran salir del planeta sin colapsar ni estrellarse contra los cohetes que salían rumbo a la luna, Marte, y la Tierra II. Eran cosas del futuro, absurdas de explicar en aquellos años benditos del siglo, y lo único que se le ocurrió decir fue sobre la vida, algo que animara a Argimiro, algo que lo reconciliara con la familia Montañés.

—¿A qué la vida?

No pudo continuar con la conversación porque apareció por el tamiz del salón de la sastrería un hombre con los pies embadurnados de acetona que pedía perdón por haberse propasado cuando el puritanismo invadía el pueblo.

—Es el perdón lo que nos redime de los pecados —explicó Jacinto adoptando la condición de santurrón que ya tenía.

Y en medio de tal vorágine de fervor —que obligó a Amparín a componer por primera vez una polonesa en honor a su marido, siempre presente en los momentos culminantes de su vida— susurró al hombre de la acetona que se lavara con un disolvente de aguarrás.

Aquello fue comprendido como el segundo milagro que se hizo en el pueblo. Era la historia de un hombre que curaba a sus semejantes pidiendo que se lavaran las partes del cuerpo, y lo más terrible era que funcionaba.

La semana siguiente fue un trajín de enfermos y dolientes por la plaza.

—Me duele la garganta.

—Haga gárgaras con eucaliptus.

—Me duele la pierna —le dijo un hombre con gangrena.

—Lávelo con ácido clorhídrico. Escuece mucho al principio, pero le quedará la pierna más invisible que nunca.

En efecto, se le deshizo la extremidad derecha.

—Me duele la vida —le dijo Argimiro cuando se arrimó a última hora de la mañana al eminente taumaturgo.

Era consciente de que aquel hombre era más un científico aventajado y solvente que un santón del cielo.

—Espere a que llegue la muerte —le contestó una semana más tarde, lo que molestó a Argimiro.

—No quiero esperar. Pero si sigue usted así, buscaré mi muerte —le dijo.

—¿Por qué no se mete en la cama y espera el deceso? Es algo muy digno para un hombre extraordinario como usted.

—Me metí hace un año en la cama para morirme y no quiero andar ahora perdiendo las ganas. Además, me está haciendo su padre, don Francisco, un buen amigo mío, un traje de desempleado por si no me ciñe bien el que tengo preparado desde la boda de mi hermano.

—Tendría que morirse con un traje mejor. Ande, ande, no deje para mañana lo que pueda hacer hoy.

Y despachó a Argimiro, que regresó a su casa cabizbajo tras una conversación que se le había antojado ridícula, pues había estado pensando más en la amatista del culo de su vecino, que en la muerte misma que tanto empezaba a anhelar. Cruzó la plaza del Teatro para llegar a su casa, y en cuanto lo hizo, se metió en la cama y decidió morirse.

El pueblo no olvidaba quiénes habían sido sus ascendientes más directos, por eso, tras un semestre de desarreglos personales y alboroto generalizado dimitieron todos los miembros de la Junta de Gobierno Extraordinario para la Crisis en las Costumbres, y con un nuevo plantel de pensadores y gobernantes se encaró el futuro de otra manera.

Pero Argimiro no volvió a ser contratado, pues las autoridades lo consideraban el causante de la pérdida de valores en una sociedad que se volvía a relajar en el cuidado de sus dientes y en el colorido de las uñas de sus pies. Ahora le tocaba competir con las habilidades y fantasías de Jacinto Gómez Santaolaya, para así ganarse el favor de las hordas populares.

Sin embargo, su vieja amistad le dio un nuevo espaldarazo cuando los vecinos se empeñaron en traer de exportación muchos y grandes inventos que hacían furor más allá del altiplano.

Se presentó una mañana, sin avisar, el exiliado Francisco Gómez Parcena, el sastre, que fue el principal importador de los nuevos productos. El hombre, durante su estancia en el exilio en Almansa, había conocido de primera mano muchos de los inventos que aligeraban la vida a la gente. Se había relacionado con una sociedad científica a la que atendió fabricándoles trajes para las grandes ocasiones, y ellos, conscientes por sus pláticas de que en Yecla estaban demasiado avanzados en comportamientos éticos, pero muy poco en artilugios y cacharros, le prometieron enviarle a la plaza del Teatro todo aquello que les parecía novedoso y con visos de sorprender.

—¿A qué la vida? —le saludó Argimiro, consciente de que la muerte le rondaba.

El hombre abrazó a su amigo efusivamente y tras recordar sus viejos tiempos en García, alcoholes y vinos, le prometió regalos para él y para todo el pueblo.

Los únicos que iniciaron una protesta fueron los descendientes del general Chian, que se habían instalado desde hacía décadas en el pueblo y mantenían también varios negocios abiertos de exportación. Pero no tuvieron éxito alguno en sus algaradas callejeras, pues la gente que no entendía la lengua de los manchúes, pensó que celebraban el año chino. Del mono, o del cerdo, que tanto daba a esas alturas en el altiplano.

Francisco, que siempre se jactó de ser un hombre de buena conversación y mejor trato, presentó varios de los inventos en la Sociedad de Cazadores, como si fueran propios, los cuales maravillaron a los que allí se dieron cita.

—Sirve para hacer chocolate. No hay que rallarlo. Simplemente se abre el sobre, así —y rasgó un sobre de chocolate a la taza para extenderlo sobre el fondo de un bol gigantesco, el que había usado habitualmente de joven para desayunar opíparamente.

Luego echó la leche y lo removió con una cuchara.

—Deja la leche con sabor a chocolate, pero si pongo menos leche y más chocolate es como el chocolate que hace mi esposa.

Nadie dijo nada, aunque el médico comprendió que Francisco había abandonado la dieta de la leche por la mañana y se servía ahora chocolate como antes. El caso es que no le parecía demasiado deteriorado por la enfermedad ni las dolencias.

—Esto es una radio —explicó otro día en su intento por modernizar a sus vecinos—. Sirve para que podamos escuchar cosas que se dicen desde dentro.

—Pero, ¿qué cosas? —preguntó uno que venía de pedir consejo a su hijo Jacinto sin ningún éxito.

—Pues, cosas. Las noticias, música, historias que nos narran en capítulos.

—¿Y cómo entra el hombrecico ahí dentro? —preguntó otro de los científicos de la sociedad.

Realmente llamó la atención que en aquella especie de cajón de madera, cuando se enchufaba a la corriente, hablaran unos señores, no uno ni dos, sino cientos de ellos.

—Es normal que no callen, ¡toda esa gente ahí dentro cuesta mantenerlos en silencio!

—En realidad son ondas de radio que van por el aire —comentó Francisco, al que desde siempre le había encantado todo lo que tenía que ver con la ciencia.

Nadie discutió con aquel hombre de Dios la verdad de lo que decía, pero tampoco le creyó nadie. Era ridículo que unas ondas invisibles fueran por el aire sin que nadie las viera, y que luego se chocaran con aquellos aparatos tan modernos. Si funcionaban por alguna especie de milagro o de magia, tenía que confesarlo —no obstante era el padre del santón Jacinto— y no disimular fue considerado como falsa humildad con sus secretos. Así lo pensaron muchos, pero el hombre no dijo nada.

Luego sacó una máquina de coser Singer, que estaban haciendo furor en Valencia y Barcelona. Servía para coser y funcionaba moviendo el pie. En un instante cosió delante de todos los presentes varias telas con ayuda de su pie que no paraba de moverse sobre un balancín.

—Esto sí que es útil —dijo el maestro, y continuó haciendo una advertencia—. Lo malo es que como todos compren una, terminará con su querido negocio de la sastrería.

Y Francisco se lo tomó a mal. Recogió todos los inventos y se los llevó consigo. No obstante, la sangre no llegó al río, y cuando pasó el mal humor llegó con nuevos adelantos, entre ellos una olla que hacía la comida por presión, pero que había que tener cuidado para que no explotara; una bicicleta con motor que echaba mucho humo y que funcionaba con gasolina.

—¿Y de dónde sacamos la gasolina? ¿No sería mejor que funcionara con aceite, ajo, agua, harina y sal como nosotros? —inquirió otro vecino con la misma intención de molestar.

—Si va con gasolina es porque lo necesita —comentó el camarero al que le encantaban aquellas reuniones de inventos.

—Pues habrá que poner una tienda para vender gasolina, pilas, electricidad, y ollas —dijo Abundio, el carnicero.

La conversación derivó al absurdo cuando sacó el siguiente invento. Era una pluma que funcionaba sin tinta en el interior, y lo llamaban bolígrafo.

—Pues no le veo la gracia. Sin tintero eso no puede escribir.

Y llevaron unas cuartillas ante el asombro de todos. Por desgracia, apenas se vendían recambios de aquel extraño artilugio en España, y ni siquiera en Estados Unidos, Inglaterra o Alemania lograban disponer de ellos por culpa de la Gran Depresión.

—Está todo muy bien, pero esto terminará con la imprenta. La tinta de estos bolígrafos acabará con los libros, porque se escribe tan rápido que se dejarán de imprimir novelas y periódicos —opinó Amalia, la de la imprenta.

La conversación derivó en una nueva y tercera discusión sobre la rapidez a la que se podía escribir con aquellos nuevos aparatos, sin embargo sirvió para que Francisco constatara que su amigo Argimiro no había acudido desde hacía mucho tiempo a la Sociedad de Cazadores. Desde que le dijeron que estaba triste y con ganas de morir no lo habían visto por allí; y él, por la relación que había mantenido en el pasado, lo empezaba a echar de menos.

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