
No tardó la plaza del Teatro en disponer a hurtadillas de todos los materiales que precisaba el ingenio pensado por Argimiro, que pronto cruzó con su vecino Francisco los perfiles de la estrategia. Si uno organizaría el asunto de la tinta, el otro dispondría de la sastrería para guardar los materiales, enjuagar a las muchachas y señoras, y limpiar los dientes a las más comedidas. Era una suerte que algunas tuvieran ganas de hacerse un traje de paso, pero la sastrería atendía sólo a varones, y no a hembras, que era lo propio de las modistas.
Francisco, viendo que era el momento de pasar a la acción, amplió su negocio y empleó en el mismo a su primogénita, a dos peluches, a tres vecinas del Rincón y a varios mayordomos que bailaban la bandera en fiestas y que fueron relevados de sus cargos por usar pigmentos no homologados en los pies. Era una ola de puritanismo despreciable, pues los escrúpulos sacudían el altiplano obligando a los clérigos a hacer horas extras en los confesionarios.
—¡Eso no es pecado! —repetían a la gente, pero nadie les tomaba en serio desde que cerraran los Escolapios.
Las mujeres presumían de ir a tomar chocolate a la casa de Carmen Santaolaya y Francisco Gómez, y más tarde salían con apariencia de haber sido desdentadas por un dentista que se hospedaba en la sastrería. Nadie se dio cuenta de nada, quizás porque todas soñaban en el fondo con que aquel taller clandestino estuviera en uso de todo el pueblo; y de esa manera, las que al principio habían sido usuarias del ungüento y acudían a la sastrería semanalmente para embellecer su boca con un progreso costoso y grave, terminaron convenciendo a sus esposos para que pusieran, en sus propios hogares, unos dispensarios de tinta de calamar.
Nunca supieron en Shanghái a qué fue debido el incremento de tinta de calamar en el pequeño pueblo de Yecla, pero ellos, con el hijo del general Chian a la cabeza, no pusieron ninguna pega a seguir haciendo negocios, aumentando así su capital y renta con un producto que empezaba a necesitar varios miles de moluscos al año.
Se hubiera convertido Argimiro en un héroe si hubiera tenido mejor imagen y un pasado menos turbio; lo cual no fue inconveniente para que todos alabaran el trabajo y el buen hacer con aquella impostura silenciosa. Pero un hombre bello siempre es sospechoso de ocultar algo bajo su capa de perfección, y la confianza de sus vecinos siempre fue menor que con respecto a Francisco Gómez, su vecino y amigo.
Lo cierto es que Amparín empezó a matricular nuevas alumnas, hijas de las desdentadas de pega; y Argimiro, que no ganaba ni perdía en aquella batalla, se sentaba al fondo del patio de su casa a degustar un vaso de vino con su vecino Francisco Gómez, pues se habían tomado aún más cariño tras sufrir juntos las injusticias y arrebatos de dos vecinos influyentes como eran el checo y el alcalde.
Los vientos que soplaban por el altiplano en la siguiente estación no fueron favorables a la razón y la convivencia, y la denuncia no tardó en llegar. Aterrizaron por la plaza los del servicio de Vigilancia de la Pureza de la Sangre, los Dientes y las Muelas del Ayuntamiento de Yecla e hicieron una inspección en la plaza del Teatro. Habían sido delatados de nuevo por la tarántula, que muy ociosa y encelada por el desamor de Argimiro estaba dispuesta a golpear más duro que nunca en el alma contrita y supersticiosa de aquel hombre.
Nunca más se recuperaría Argimiro, se encerró en su casa y tras comunicar que iba a esperar la muerte, se tumbó sobre la hamaca en espera de mejores tiempos. Acababa de perder a un amigo querido, a su vecino Francisco, que en aquel momento sufría el desmantelamiento de su sastrería, la vejación y el exilio. Las notas del piano de Amparín sonaron más fuertes que nunca, intentando con aquel estruendo disuadir a los Vigilantes, llamados popularmente “mueleros y dentistas”, pero no hubo suerte.
Las notas emitieron lúgubres espitas que se fueron evaporando, y solo hubo un sostenido que distorsionó la corchea que le acompañaba. Tras aquello tuvo ganas de regresar al Pentagrama, tanto como ella deseaba volverse a Valencia donde las fallas calientan las noches de San José, y la tinta de calamar se usa para comer “arroz negre”, y no para dibujar bocas desdentadas.
Francisco, cuyo espíritu era más combativo, no se vino abajo, aunque tuvo que tomar decisiones importantes que lo alejaron de su amigo Argimiro. Se ausentó una semana viajando a Almansa, mientras abandonaba su casa de la plaza del Teatro para que fuera registrada convenientemente.
—Tengo que huir —le dijo a su vecino Argimiro en el patio.
—Pues es una pena, porque me vendría muy bien un traje de desempleado de gala —le contestó Argimiro.
Paco Gómez lo miró con verdadera intriga, porque nunca había escuchado nada parecido desde la última vez que se lo dijo, cuando perdieron el trabajo en días remotos. Sabía de trajes para viajar a las profundidades abismales, pero nunca un mono de trabajador que no sirviera para trabajar, sino para estar sin empleo y luciendo.
—¿No querrás un pijama o una bata calentita para estar en casa a gusto?
—No, no. Eso sería si además de no tener empleo no quisiera hacer nada. Pero es que yo quiero, cuando pase todo este sindiós, trabajar otra vez.
—Mira, Argimiro. Como ya tengo tus medidas, intentaré diseñar un traje de obrero pero que sea diligente en buscar empleo. Creo yo que esos son los telares que te convienen. No sé quién te ha dicho que haga un traje así, pero veré qué puedo hacer.
—Me lo ha sugerido el estornino que vive en casa. El pobre está ciego, pero todavía guarda la lengua y el pico para cuando le apetece. Me dijo que estaría más bello y que daría el pego para que bailara con la tarántula.
Se rió Francisco que acababa de comprender el demonio que se le había metido en casa. Argimiro no terminaba de entender aquel ataque de risa de su vecino, y pensó que quizás la falta de empleo le hubiera secado el cerebro igual que le estaba secando a él las ganas de vivir.
—Mi querido Argimiro —le dijo acercándolo y arropándolo con sus manos que parecían vestidos de luto y feria—. Me temo que el estornino te está engañando. No es tal pájaro, sino la tarántula disfrazada. Yo tengo que irme, pero no cometas una locura antes de tiempo.
Se entregó el hombre a meditar aquello que le había dicho su vecino, y tras darse cuenta de que tenía razón, comprendió que la tarántula era la peor de las amantes que había tenido, la única que replicaba si no sacaba su jugo.
—Claro. Ahora lo entiendo. Por eso esta mañana me dijo que quería algo de tinta para sus dientes, y yo le dije que un pájaro no tenía dientes.
—Pero una tarántula, sí —le replicó Francisco—. Seguramente ha sido la que nos ha delatado, pero no importa. La tinta la cocinaremos en una gran paella que mañana daremos por sorpresa en el parque de San Francisco. Luego me marcharé, aprovechando el tumulto en la plaza.
Y aquella idea, que en principio le pareció buena, devino en la más absurda pero útil, pues le había abierto los ojos a una realidad, la del amor fraterno, que hasta ese instante le había resultado esquiva.
Los Vigilantes de la plaza hicieron su trabajo con meticulosidad, y abordaron el registro por las casas de la plaza con la intención de desenmascarar a los conservadores y retrógrados que allí se daban cita. Portaron, para acosar y agobiar a sus vecinos más resistentes, un conjunto de laca de uñas de diversos colores que iban derramando en los pies descalzos de los vecinos que no tuvieron más remedio que enseñar sus juanetes, clavos, uñacos y espolones. Pedían a las mujeres que se enjuagaran la boca, aunque hay que decir que aquellas lavatorias no lograron, de ninguna manera, pulir ni menguar el brillo azabache de las sonrisas, las cuales habían sido borradas totalmente gracias a la tinta de calamar, cuya fórmula mejorada se había convertido en tinta para invisibilizar los delitos. La calidad del general Chian, que nunca decepciona.