
QUINCE
La primera víctima del despido y la presión que asolaba a todos los biempensantes del pueblo fue la confianza de Amparín en su marido. Argimiro llegó aquella mañana con las manos vacías y el estómago lleno del regalo otorgado por el Sr. García, que fue, días más tarde, otra víctima también del Alcalde.
El empresario tuvo que cerrar, al poco tiempo, por pagar puntualmente el salario a los trabajadores, una medida que no gustó a los nuevos ideólogos del régimen, gentes que buscaban la pureza y el progreso. Según las autoridades sanitarias aquello promovía a la rebelión, el mal gusto y el vicio, y le anularon la licencia con la que creara empleo desde hacía muchos decenios.
Argimiro regresó a su hogar abrazado y sostenido por Francisco, su vecino, habían disfrutado de la nada, y aunque Argimiro se había jurado a sí mismo que no valía la pena vivir, todavía no había tomado la fatídica decisión de dejarse morir, aunque estaba cerca de la determinada determinación.
Había decidido resarcirse haciéndose un traje de desempleado oficial. Así lo había hablado con su vecino, que no olvidemos que regentaba la sastrería de su difunto padre. Convinieron que, al día siguiente a más tardar, le tomaría hechuras para confeccionar las plantillas con las que trabaja. Sería un magnífico cliente, le dijo.
—Dígale a Amparín que me han despedido de García. Y todo por no pintarme las uñas de los pies —le comentó a la criada sordociega.
Y el chismorreo se adueñó de la casa durante unas horas hasta que alcanzó el pabellón auditivo de Amparín, que aunque ensayaba y practicaba con su piano, preocupada por haberse quedado sin alumnas a las que musicalizar, veía que una bandada de males —los mismos que Pandora abrió con su caja— iban a arremeter, no tardando mucho. Sería condenada al ostracismo si no lo remediaba con su música, y las fiestas que en otro tiempo entretuvieron a los generales yeclanos iban a ser consideradas de baja condición, quizás insalubres y llenas de miasmas culturales.
Se dio cuenta de la ausencia de matrícula de aquel mes, y las bajas precipitadas en sus alumnas más fervorosas no había sido producto de la casualidad. Sin embargo, en lugar de arremeter contra la tiranía de la corrección, prefirió tomarla contra su marido, y así, en esas que andaba, buscó la manera de hacerle confesar.
—¿Por qué no se pinta las uñas de los pies y luce sandalia alicantina, si puede saberse? —le preguntó en jarras y con el semblante malhumorado.
—Porque es de mariquitas y porque no me sale de la higa —contestó con no mejor humor.
Era obvio que había bebido, quizás el segundo regalo que recibió de la fábrica, pero aquella contestación sacó a Amparín de sus casillas.
—Mis pies son míos. Y tengo una dignidad insobornable. Y te prohíbo, Amparín, que te arranques de cuajo los dientes. ¡Hasta ahí podríamos llegar!
Agradeció en el fondo Amparín que su marido fuera tan explícito en el sentido común, pues no le hacía ninguna ilusión perder la dentadura que tantos huevos y coles amargas le había costado (obvio que son ricos en calcio). Lo que no le emocionaba era que anduviera su marido, que tanta belleza soportaba, correteando bajo el mismo techo que Francisco y sus cuñadas, pues las mozas seguían estando de buen ver, y sus hijas también era unos geranios al sol. Si el hombre es fuego y la mujer estopa, no convenía que viniera el diablo y soplara.
No se atrevió a contarle a Argimiro que había perdido varias alumnas importantes, pues no era el momento de azotarlo con una nueva pena. Comprendió que Argimiro estaba más alicaído de lo que expresaba, y sus labios, tremulosos cuando rompía a llorar, bailaban en aquel momento desenfrenadamente, como si no fueran suyos. Ella estaba también apenada, pero no era capaz de tener sentimientos propios para manifestarse como correspondía por posición social.
—¿No estarás ocultándome algo? —le preguntó Amparín como queriendo atravesar una galaxia de futuro.
Pensaba ella en los pies de terciopelo, quizás con el tiempo se hubieran arrugado y estropeado, y quizás por eso no accedía a repintarse las uñas y aplicar las pomadas y ungüentos que proporcionaban modernidad y progreso en el pueblo. Era eso, estaba segura, pero no se sintió animada a increparlo más. También sospechaba que aquellos pedipalpos seguían mostrando unas turgencias capaces de doblegar al resto. Seguía siendo un hombre bellísimo, y ella odiaba mostrarse celosa ante el vulgo, pues pensaba que le hacía de menos a ella.
—No oculto nada. No tengo nada que ocultar. Una vez amé a una roca caliza, y en otra ocasión me acosó una tarántula del Serratejo, luego vinieron los estorninos y ahora estoy cansado de saber el futuro sin tomar aguardiente. No tengo más que contar. No quiero pintarrajear mis uñas con acetona, sino con caldo de sepia y calamar, como es tradición en mi familia.
Pero Amparín no lo escuchaba, se sedimentaba con los muebles y las corcheas mientras intentaba explicar al aire sus diáfanos sentimientos.
—Lo malo es que no podré salir de casa con estos dientes tan sanos.
Intentaba atraer a su esposo en mimos y dádivas generosas hacia su persona, y era lógico, pues era su esposo y lo amaba. Lo amaba como el primer día, cuando todo el pueblo estaba arrebolado hacia su persona, aquellos días en que todas las muchachas del pueblo odiaban con toda su alma a aquella criatura nefasta que era Argimiro, digno nieto de su abuelo.
Pero él, en lugar de sentirse compungido, comenzó a maquinar la vida en clandestinidad en un pueblo donde la vida empezaba en la plaza del Ayuntamiento y terminaba en la plaza del Teatro. Pensaba la manera de engañar a los puritanos que tanto odio estaban sembrando por el pueblo. Incluso, él mismo, empezaba a pensar que los hombres depilados eran más hermosos que las mujeres, y aquella idea horrible, que se le cruzaba por la cabeza devino en otra que floreció como amapola en mayo, sepultando todas las demás genialidades que pudiera pensar en varios meses.
—Te pintarás los dientes de negro, y así parecerá que no los llevas —le dijo Argimiro a su esposa.
—¿Y con qué tinta me envenenaré? ¿No es una temeridad obrar así?
Meditó unos segundos su esposo antes de contestar.
– Guarda en la imprenta mi sobrina Amalia… se lo diré a mi hermano Alfonso… unos botes de tinta de calamar, de cuando nos engañó el chino Chuan. ¿O era Chian? Es una gran oportunidad para reconciliarnos con la comunidad asiática de Yecla, y de paso dar salida a la tinta esa, que tantos disgustos e inutilidades ha provocado en un pueblo de ignorantes que devoran libros y enciclopedias sin comprenderlas.
Abrió los ojos Amparín pensando que era una bobería de su marido, pero antes de que aliviara sus cejas ya había asimilado que no era tan mala idea. Argimiro ya estaba organizando un frente popular de lucha contra la masonería y el puritanismo, potenciaría el uso de la tinta de calamar y el engaño mediante el disimulo entre los vecinos de la plaza. El golpe de efecto sería inmediato, y todas las muchachas, que aparentemente seguían las consignas del poder establecido, en realidad disimularían su condición de sometidas al poder con unos brochazos de tinta china. Además podrían comer albóndigas con sabor a pescado, y mazapanes con aroma de miel y azahar. El único problema sería lograr que la saliva no quedara negruzca, pues si bien la tinta de calamar lo mancha todo, no se quita con nada. El pigmento en la boca lo convertiría todo en una suciedad azabache nada favorecedora. Sin embargo, no se arredraron en sus planes.