
Y declaró que se hiciera un cordón sanitario con aquellos que no arrebataban sus pinreles a los nuevos cánones artísticos impuestos. Por de pronto nadie se dirigiría a ellos con una palabra amable, quedaban excluidos del chinchorreo y la conversación ociosa. Sólo hablarían con aquellos recalcitrantes y retrógrados de cuestiones administrativas.
—¿Se ha enterado usted de los nuevos dictados del ayuntamiento? —le preguntó Francisco a Argimiro mientras caminaban a “García, Alcoholes y Vinos”.
—Yo lo siento por sus hijas. Porque eso de que se queden desdentadas es una faena —le contestó Argimiro mientras miraba a su alrededor, por miedo a ser escuchado.
—Hable usted sin temor, amigo. Aquí no nos oye nadie. Le aseguro que esto está pasando de castaño a oscuro. Me han dicho que con los dientes arrancados van a fabricar dentaduras para las mujeres que queden demasiado feas.
—Es lo más justo. ¿No cree? —le dijo Argimiro.
Por un momento Francisco estuvo a punto de soltarle una fresca a su vecino, pero tuvo cierto temor. Si era un espía del Alcalde era algo que nadie sabía, pues el preboste había colocado en cada manzana y cuadra de Yecla un delator para que se controlaran las costumbres genuinas que llegaban de su Excelentísimo Alcaide, que era como debían todos llamarle desde que lo aprobó el último Consejo Municipal.
Aquella idea peregrina, la olvidó Francisco al momento. Argimiro era un hombre libre desde el día que nació, un amigo y un hombre leal. Sólo se había ruborizado un par de veces en su vida, y siempre por asuntos del corazón. Había superado la vida con buena nota, pensó. De ahí que no tardara en contestar a su amigo.
—Mi miedo es que mis hijas son demasiado guapas. No las elegirán. Además, ¿cree usted que van a elegirlas con el poco aire que nos damos, mi querido amigo? No. Eso es para los lameculos de este pueblo. Ya verá como la hija del Alcalde es elegida para cambiarle los dientes.
Lo que no sabían aquellos dos vecinos es que la hija del Alcalde mantenía sus propios colmillos y molares, y es que su padre, en un último momento tuvo un ataque de debilidad ante su irracional y anticuada esposa, que consideró que todo aquello era ridículo. Las órdenes debían ser para el populacho, pero no para ellos, que eran descendientes de los más rancios hidalgos del pueblo. El hombre se vio en la tesitura de ofrecer a su esposa y su única hija una alternativa que aliviara el dolor y el dentista, y no tuvo más ocurrencia que obligar a su hija a dejar las clases de pianoforte que impartía Amparín.
—No conviene que nos vea nadie por ahí con los dientes en su sitio. Dejaremos pasar unos meses sin que salga la niña de casa; y luego diremos que todo se ha hecho como se debía —confesó el alcalde a su esposa, que por un momento lo miró avergonzada por aquel nefando pecado que iba a cometer.
Si el pueblo se enteraba le costaría el cargo, pues algo que el partido no podía perdonar de ninguna manera es que sus altos cargos municipales fueran imperfectos y pecadores.
—No hable usted así —le dijo Argimiro a Francisco—. Si habla usted de ese modo acabará teniendo problemas. No conmigo, que le tengo estima y pienso como usted, sino con cualquiera de este pueblo que nos oiga.
Y continuaron su caminata cotidiana hasta la puerta de “García, Alcoholes y Vinos”, donde trabajaban. Sin embargo, según se iban acercando, observaron que alrededor de la fábrica se manifestaban unos jornaleros. Eran gentes del campo, pensó Francisco, que simplemente estaban allí para informar a los trabajadores menos concienciados del progreso.
Pero aquel gentío gritaba y sostenía palos y piedras en las manos. No pudieron entender lo que decían y por prudencia, pues los nuevos tiempos de progreso así lo pedían, decidieron entrar por la puerta trasera, un minúsculo agujero desde el cual se accedía casi directamente a la secretaría de la fábrica.
—Buenos días. Menos mal que han venido ustedes —les dijo el escribano, un varón que cuando hablaba removía toda la mandíbula formando con sus labios una masa informe incapaz de sostenerse por sí misma.
—¿Qué sucede? —dijo Francisco tomando la palabra en nombre de los dos—. ¿Qué hace toda esta gente en la fábrica?
—Os tenemos que despedir. Son los nuevos tiempos. El gentío de la puerta está formado por buenos ciudadanos que han repintado las uñas de sus pies y ha depilado sus narices con las técnicas más modernas y sacrificadas. Son gente de probado bien.
El despido era indignante, y Argimiro no se calló. Dijo exactamente lo que le apetecía decir, aunque le costara el puesto que ya había sido amortizado por un extranjero del pueblo de al lado.
—Si ese imbécil de Alcalde os dice que hagáis dieta seguro que acabaréis comiendo madera e insectos del mar.
—No le haga caso a mi amigo, es que está algo nervioso por la sorpresa —dijo Francisco intentando tranquilizarlo.
Sabía que aquellas salidas de tono podían enemistarlo con las buenas mentes pensantes del pueblo, y ocasionarle un ostracismo en vida del que no se recuperaría.
—No obstante —dijo el escribano, acostumbrado a tratar con gentes rudas y descontentas con la modernidad—. El Sr. García no quiere que sus empleados pierdan su trabajo a cambio de nada.
Y les regaló dos botellas de aguardiente y la chaquetilla de empleado que habían llevado durante veintitrés años ininterrumpidos.