
Tras desayunar, acudía a la fábrica, García, Alcoholes y Vino, con Argimiro Montañés Onarres. Iban juntos, por aquello de hacer más dialogado el camino y los pasos; y ellos, que les gustaba entregarse a la plática, soltaban conversación y carrete vecino con vecino. No reparaba Francisco, que estaba ante un buscador de sueños frustrado, que es lo peor que puede ser un hombre o un ángel caído.
—Tiene usted que desayunar con más alegría —le dijo un día Francisco a su vecino Argimiro.
—Yo es que soy de poco comer —respondió refumando una colilla que dejó a medias el día anterior.
Y dejando atrás medio silencio de caminata sobre el barro y los charcos, volvió a la carga de la felicidad por horas, días, semanas, meses y años. Cambiaban las estaciones, los silencios y las palabras; consolidaban su amistad y sus buenas maneras. Se entendían; y eso es lo que mejor le podía suceder a Argimiro, que a esas alturas de la vida sólo podía creer en el tiempo y en la amistad.
—Iremos en verano a tomar las aguas a Alicante. Si se quiere usted venir —le propuso Francisco mientras se acercaba la estación cálida.
—¿No me diga que va a darle gusto a su esposa después de tantos años pidiendo un viaje de novios?
—En Alicante sólo hay fuego en el aire y brisa en las esquinas. No hace como para que mi mujer pueda airearse. Para eso ya tiene la Bronquina de mi cuñada María Santaolaya.
Fue citar el murmullo de la Bronquina y Argimiro recordó los años dorados en los que amó a la caliza. ¿Dónde estaría aquel diamante puro, aquel pedrusco impávido? Y a la vez que hablaba con Francisco Gómez, descubrió que ya no amaba a la piedra. Sin embargo, había dejado tal hueco en su corazón que nunca podría volver a la Bronquina, ni pasear por la llanura del altiplano sin que recordara los felices días en los que los alacranes se disputaban el amor por él con aquel pedrusco. Cuando el estornino rumoreaba su amor junto a su Amparín, sentía de nuevo dolerse en un último estertor, como si aireara una estancia vieja y lóbrega, llena de polvo macilento y hojas de umbría tierna. No estaba curado del todo, y la cicatriz supuraba de cuando en cuando. Luego hizo como si siguiera conversando, porque precisamente eso era lo que estaba haciendo.
—Yo viajo siempre con mis amigos, el Lenguazas y el Tragachavo —contestó Francisco.
—Tampoco son la juerga padre. Porque con esos dos tampoco se puede ir muy lejos —y recordó Argimiro el mote que daba medio pueblo a su vecino: “Paco, el del balón”, no porque tuviera aficiones deportivas, sino porque lucía una panza abierta y sonriente de salida y meta. Era un hombre sano y sin doblez.
Caminaron juntos hacia el trabajo durante muchos meses, afianzaron sus gustos y aprecios por el tabaco de importación. Experimentaron la pena por los hijos, las llamaradas por las vivencias olvidadas y los rumores que había sobre cada una de las personas. Todos los males disiparon con la palabra y la conversación, que es el único antídoto de las habladurías y chinchorreos de una urbe, la yeclana, que estaba sedienta de comprar una historia falsa que contar.
Pero el infortunio llegó, no para hacer daño a la amistad, sino para corroer las entrañas de los destinos presagiados en noches de impureza. Los hombres siempre creen que son dioses, y que pueden controlar la realidad mediante el ejercicio de sus virtudes, pero se mueven bajo el soplo del viento suave y cálido de la materia primigenia, la que aletea sobre las aguas. Argimiro Montañés y Francisco Gómez sufrieron ante la historia trágica de un pueblo que estaba empeñado en empeorar con cada segundo que pasaba. El altiplano tenía la culpa, y las viejas susurradoras de pelos urticantes doblegaron con sus insidias de viejas rameras a los prebostes que acometieron la más ridícula y estúpida candidez para hacer del mundo un lugar mejor, pues lo que consiguieron fue una tierra baldía y entristecida. Eran tiempos de dictadura, de muerte, de destierros, y lo que era peor, de silencios cómplices.
Sucedió que tras la victoria en las elecciones de un candidato Republicano, se desató una oleada de puritanismo en el pueblo que arrambló con cualquier licencia extraordinaria a la vida ordinaria. Eso fue todo, ni más ni menos. Todos en el pueblo se hicieron sospechosos, y el Alcalde, que había recién ascendido de grado en la logia masónica que presidiría, fue el principal impulsor de aquellos nuevos aires renovados de pureza y perfección.
—Hay que asegurar que todos los vecinos coman sano —proclamó el preboste sin estremecerse ni siquiera por un minuto.
Sin duda seguía afectado por aquella Biblia que había devorado de la imprenta Alfonso Montañés, impregnada con tinta de calamar jugosa y aromática, la que le había sentado mal. Ni la había asimilado en sus virtudes, ni la había comprendido en su bondad, simplemente le había provocado acidez de estómago.
Los vecinos convinieron que no debían caerse en los extremos con precipitación, y a tal finalidad, y con la soberana intención de mejorar el pueblo, abolieron la libertad de expresión para todos aquellos que opinaran distinto al señor Alcalde.
Aquello era liberador, decían los camellos, pues hasta aquel momento nadie sabía si su opinión sería apreciada o no por el yeclanismo contemporáneo; por eso, decidir que hablara primero el alcalde, el primero de los yeclanos, era liberador para todos aquellos que no tenían opinión ni ganas de pensar cachupinadas.
—Quedan abolidos los colmillos y los molares en las bocas de las hembras —dijo el emperador de Yecla que estaba feliz de mandar desde una peana de madera municipal.
—Las arrancaremos, señor. Pero habrá que tomar medidas contra los hombres para que nadie se sienta discriminado —dijo el alguacil checoslovaco que lo acompañaba.
—Es cierto, obligaremos a lavarse las manos a los hombres antes de comer, y será obligatorio depilarse el dorso de las manos y pintarse las uñas de los pies cuando se usen sandalias alicantinas. No. Será obligatorio enseñar las falanges siempre y en todo lugar —sentenció en un alarde de creatividad municipal.
—Es una gran medida.
Y una nube de pasmo se cernió sobre el pueblo. Nadie sabía a qué atenerse, pero los más colegidos en el arte de la denuncia y la maldad apelaron a los nuevos tiempos: el progreso lo pide —dijeron y proclamaron— y nadie se opuso aunque fuera ridículo ver a sus hombres vestidos como colegialas.
—Cerraremos los escolapios. Son los únicos que se oponen a la modernidad —volvió a suspirar el alcalde en el cuarto pleno de la nueva era yeclana. Llevaba para aquel Pleno Municipal unas sandalias turgentes que aliviaban el hedor de sus estirados y huesudos dedos del pie. Había pintado sus uñas con una mezcla purpurina que los hacía simplemente repugnantes. Sin embargo, nadie le dijo nada, pues temían ser acusados de meapilas y beatos, que es lo mismo que ser reaccionario a los nuevos avances científicos y humanos.
—Es lo más adecuado. El problema es que no tenemos un colegio público para albergar a los alumnos y discípulos de las escuelas Pías —dijo el checo el día que cavó su tumba política con palabras excesivas.
Le miraron todos con deseos de desollarlo. De hecho, una cosa, y así lo entendían todos en el Consistorio, era mandar y dar órdenes, y otra que se cumplieran los deseos puritanos de los allí reinantes. Todo el mundo sabía que la autoridad que se empeña en forzar la voluntad de los súbditos terminaba mostrando una debilidad inconsecuente con la autoridad que desea tener. Si no se producía la obediencia sumisa, sólo quedaba como alternativa influenciar en los periódicos del pueblo, que hasta ese momento mantenían una política de neutralidad apremiada por el miedo a la represión.
—Secuestraremos los periódicos del pueblo —afirmó la esposa del checo que sabía que tendría que divorciarse de su apestado marido antes de que cayera la tarde. La pobre, desde que había sido concejala de Cultura, estaba henchida de flamenco y guitarra.
—Mejor les obligaremos a escribir con tinta invisible —contestó el alcalde que vio en aquella mujer una posible amante para sus deseos magnánimos de hacer el bien bajo cualquier otra premisa matemática o lingüística distinta a lo andaluz, tan antiguo.
—¿Y los infantes y párvulos del pueblo? —preguntó de nuevo el checo.
Y no pudo casi terminar la frase, pues recibió un aviso de un agente de la autoridad que le susurró algo al oído. El hombre salió de la sala de “Juntas Vecinales Laicas y Soberbias”, que era el nombre que recibía el Salón de Plenos, y nunca más se le volvió a ver. Sin embargo, el alcalde quedó obligado por la pregunta.
—Haremos un nuevo colegio. Yo mismo seré su director. Y así, de esa manera tan generosa y filantrópica, lograremos que los muchachos, desde pequeños, aprendan el arte de la depilación del dorso velludo de las manos y su no menos importante asignatura de pedicura. Este pueblo no puede tolerar la intolerancia de los que odian el futuro y el progreso.