Entrada 30. LA EXTRAÑA FAMILIA DE ARGIMIRO MONTAÑÉS.

ONCE

Encendieron los candelabros y las velas cuando el sol tomó la retirada nocturna, la preceptiva, cuya ingravidez imposible no había forma de dilatar bajo el terruño ni la fiesta. Eran horas infaustas e italianas, sosegadas y alegres las que se contaban en la casa de Antonio Alarín-Vicente Yagüe. El hombre, tras la Exposición Universal deseaba celebrar sus ciento setenta y cinco años de vida, pues era consciente de que se estaba convirtiendo en uno de los hombres más longevos de la humanidad, sólo por detrás de los patriarcas bíblicos, y con deseos de alcanzar a Matusalén, Abraham y al padre Adán.

Se celebró una fiesta en su casa, e invitó para tal evento a todos los supervivientes de su familia, entre los que apenas pudo contar hijos, unos pocos nietos, muchos bisnietos y miles de tataranietos, los cuales aparentaron no conocerlo.

También decidió, más por curiosidad que por veleidad, invitar a la esposa de Argimiro Montañés Onarres, a Amparo Villarino Rodríguez, pues la mujer tenía fama de tocar bien el piano y amenizar con lujo y gracia las fiestas y veladas en el pueblo de Yecla.

—Me agradaría mucho que pudiera estar en la fiesta que damos este fin de semana —le insistió Antonio a Argimiro en el parque de San Francisco, justo debajo del templete.

—Estamos de luto y no me será posible, ya sabe que no queremos habladurías ni circunloquios, pero estoy seguro de que mi esposa no tendrá inconveniente —contestó el hombre mientras acariciaba un ratón de campo que se había refugiado en sus brazos.

—Pues si es usted tan amable de pedírselo de mi parte. El jueves cumplo ciento setenta y cinco años, y es una edad que no cumple uno todos los días.

Asintió Argimiro sabiendo que no le quedaría demasiado de vida a Antonio, apenas unos pellizcos a la madrugada, unos sainetes en el teatro Concha Segura y dos o tres gazpachos convidados a espuertas por el vecino. No podía calcular la fecha de su muerte, pues tal enigma sólo lo conoce el Padre del cielo, pero sí intuía que los descuidos y entretenimientos que le aguardaban a aquel hombre eran ya escasos. Lo que le sorprendió es que en su final reservaba vitalidad suficiente como para saldarse la cuenta de lo que le quedaba por hacer con cinco fulanas, veinte vasos de vino, dos garrafas de aceite y unas tortas con queso frito, de ese que tan gustoso cocinaban en su casa.

D. Antonio Alarín-Vicente, el único hidalgo viejo del pueblo, tenía el secreto de la promiscuidad contrita, la que impedía el envejecimiento del ADN de los sexagenarios cuando agotan sus radicales libres con el agotamiento y la pereza. Era una sorpresa que se supieran estas lides del anciano en el pueblo, pero eran debidos al segundo de lucidez que cualquier persona guarda para sí en la vida. Tampoco era extraordinario que los mismos vecinos clarividentes olvidaran en un par de horas los farolitos e ingenios de la vida sexual de sus compadres y vecinos.

Habló Argimiro con su esposa Amparín, y la mujer, que todavía no sabía que su marido perdería el trabajo en un par de meses, se entregó a dialogar con su tierna esposa. Tampoco conocía que Argimiro desearía la muerte con absoluto afán y devoción de santurrón. El amor que había descubierto en sus años mozos hacia ella no había decaído lo más mínimo, aunque confesaba en secreto con la almohada, que lo compartía con la piedra caliza, gigante y sensual que se contoneaba en la Bronquina, camino del Carrascalejo. Eran amores distintos, decía él convencido de que su cabeza todavía le susurraba buenas ideas y mejores razonamientos.

Lo cierto es que Argimiro estaba lejos de sufrir la picadura de la tarántula y el estornino ciego que todo lo inundaba con sus excrementos, y su mujer le creyó, pues era un hombre de fiar, a pesar de los pesares.

—Hay una fiesta en casa de D. Antonio Alarín-Vicente Yagüe —le dijo— y me ha pedido si puedes amenizarla con el piano y el canto.

—¿Vendrás tú?

—Estoy de luto por la muerte de la abuela Puri.

—Eso fue hace treinta años, deberías dejar ya el luto.

—Estuve treinta y cinco por la muerte del abuelo Francisco, y no me dijiste nada.

—Ya. Pero es que entonces estábamos recién casados y no teníamos ropa para mudarnos —le contestó Amparín deleitándose con la memoria de los años pasados, cuando se amaban tiernamente con paños negros.

Argimiro era, por aquel entonces, el hombre más codiciado del pueblo, incluso del mundo. Venían cientos de personas, viajeros del tiempo, mujeres la mayoría, que aparecían y desaparecían por las calles del pueblo reclamando un segundo de ternura, una mirada o un destiempo con aquel hombre especial, al que muchos en el pueblo envidiaban por los oficios adquiridos de su abuelo Francisco, el viejo estanquero, el cual desapareció cuando metieron el cuerpo en la caja.

Los que estuvieron allí dicen que se fundió en una especie de luz funeraria, entre azulada y violácea, y que en el último momento tomó una tonalidad rosa y añil. Inolvidable.

El párroco pensó que había sido fruto del hisopo nuevo, comprado a unas religiosas de clausura que tenían fama de santas y venerables. Su decepción la tuvo en el siguiente funeral, cuando asperjando el cuerpo de una pequeña sobrina suya, fallecida con seis añitos de edad, no sucedió nada extraño. Y así durante varios funerales hasta que se tuvo que conformar con que la excentricidad de Francisco Montañés al morirse había sido peculiar y única.

Amparín fue también una de las muchachas que prendieron en la llamarada del amor. Simplemente estuvo más atenta en confesarle su romance con ayuda del estornino que cautivó con las piezas de pianoforte que tocaba por las mañanas para ensayar. Aquel pájaro no había nacido en el pueblo, sino en Valencia, pues Amparín había nacido de Alejandro, un hombre de tela y sastrería, y de Pascuala Rodríguez Saúco, que era su bien amada madre. El hombre, que había trabajado de sastre de militares en una calle cercana al Mercado Central de Valencia, había fallecido de cinco alfilerazos que se tragó en un ataque de risa que le entró un día, mientras probaba un traje al Capitán Báñez.

—Si uno no caga flores, es porque no comió soles —dijo el capitán Báñez con calzón largo, jubón y tirabuzones en el pelo.

Y aquello, que era una tontería sin gracia alguna, provocó el ataque de risa en Alejandro que lo relacionó con otro cliente que tenía estreñimiento y hacía de vientre con graves quebrantos para su ciática. El caso es que se atragantó con los alfileres, los cuales, viéndose libres en la boca de su tiránico amo, se despacharon a gusto provocándole insidiosas heridas, y huyendo, con gran fatalidad por la garganta en cuanto la lengua trató de someterlas de nuevo a la finalidad natural por las que las creó el hombre. Se aferraron en su garganta, y tras un duelo de sangre y flemas de tos, falleció Alejandro bajo los intentos del General Báñez, que acababa de ser ascendido por humanidad y amor al deber, por quitarle la gracia al chiste, que hasta ese momento había sido un refrán contado por su madre en Cullera, un día de paella y vino.

Si uno no caga flores, es porque no comió soles” fue también el epitafio que rezó sobre su tumba durante unos meses, pues la lápida fue pagada por este hombre que únicamente había ido a la sastrería de Alejandro a probarse una camisa y que regresó con la vida cambiada para siempre. Tras aquel incidente, se embarcó a África, donde murió dando su vida por la patria española. Alejandro, en cambio, descansó en paz y dejó a una viuda y una huérfana en tierras valencianas.

—Ese epitafio es una tontería, convendría cambiarlo —le dijo Pascuala Rodríguez Saúco a su hija Amparín, que por entonces todavía tenía doce años, y estaba terminando la carrera de piano en el Conservatorio de Valencia, uno de los más afamados del planeta tierra.

Amparín no atendía los requerimientos de su madre, le contestó un “lo que usted diga”, y volvió a sus repeticiones tediosas con el pianoforte, las mismas que habían obligado a mudarse a varios vecinos del inmueble desde que inició los estudios de solfeo y música hacía diez meses.

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