Entrega 28. LA EXTRAÑA FAMILIA DE ARGIMIRIO MONTAÑÉS.

Era tranquilizador para la cofradía y los catecúmenos, que por entonces habían abandonado la Orden Tercera de los Franciscanos para registrarse como devotos de la Inmaculada Concepción y su corazón misericordioso, las palabras de Argimiro sobre el futuro de la Virgen.

Sin embargo, sus palabras llevaron a discutir en varios establecimientos vinateros del pueblo, y es que parecía, Argimiro y su hermano pequeño, quedar a bien con todos, lo que le restaba credibilidad.

—Mi marido. Es que murió, y nos contó que había dejado enterrado en un lugar del pueblo unos doblones de oro, pero no sabemos dónde está. Si quisiera usted —le dijo aquella buena mujer que se tornó gacela y víbora en un minuto.

—Ya lo siento, pero no puedo resucitar muertos, y tampoco averiguar el pasado. Dónde lo enterrara, no lo sabe nadie, supongo. Yo le puedo contar lo que le va a pasar a usted en diez años.

—No, gracias —dijo la mujer pensando que aquel ambicioso se iba a quedar con todo el oro depositado por su marido.

José Justo no tuvo privilegios en conocer y desconocer las palabras de su hermano. Siempre estaba allí, junto a una especie de bola de cristal tallada por un artesano albaceteño al que se la encargaron. Argimiro, mientras hablaba, la limpiaba con una servilleta de tela verde y morada que daba un toque exótico a sus ojos bizcos. El muchacho miraba desde un segundo plano, y un día intentó emular a su hermano ganando el mismo dinero sin acertar ni con el nombre de los paisanos.

—¿Podría hacer usted aparecer a mi Arsenio? Es que el hombre no se confesó al morir, y me gustaría saber si está en el infierno o en el purgatorio.

—Está en el purgatorio, como todo el mundo. ¿No escuchó el sermón que dieron en la parroquia en la novena? —contestó José Justo con un desparpajo que no gustó nada a la mujer.

—Pero, ¿puede usted hablar con los espíritus como hace su hermano, o no? —le preguntó otra señora delante de Argimiro.

El hombre se volvió, miró a su hermano José Justo, y comprendió que aquel negocio estaba tocando a su fin, y todo por los problemas que había generado su hermano José justo con sus mentiras y falacias. Le costó mucho convencerle de que cuando profetizó la guerra civil española no mentía, y menos cuando hablaba de la posguerra; pero José Justo, que no había discutido en su vida, ni se había enfrentado a alguien mayor que él, se sintió morir de culpa. No obstante trató de disimular.

—Pues tengo varias médium que me han pedido trabajar con nosotros —confesó José Justo—. Hay una que es francesa y que quiere contactar con los afrancesados de su familia que murieron en el pueblo.

—Yo no tengo ni idea del pasado, ya te lo he dicho, y no hablo con más muertos que con los que veo por la calle —dijo perdiendo una parte de su paciencia—. Lo mejor será dejar este negocio, porque la gente está hablando mal de nosotros y cualquier día tendremos un disgusto.

Pero José Justo no se detuvo. Amaba aquel trabajo entre otras cosas porque se podía relacionar con una gente que le escuchaba y le creía, y en tal condición pensaba que le apreciaban más que su propia familia, sus padres o sus hermanos. Se estaba equivocando, pues el aprecio de los extraños siempre es infinito por desconocido, pero el aprecio familiar se basa en una realidad que no se puede ocultar lo más mínimo.

José Justo estaba empeñado en continuar con el negocio y Argimiro hizo lo mejor que podía hacer un hombre que pensaba vivir con honradez de su oficio: vendió la bola de cristal y con el dinero compró una guía para la reproducción de reptiles, en concreto iguanas. Era el mejor negocio que nunca iba a levantarse en Yecla, pues proliferaban las moscas en verano, y nadie mejor que una mascota reptiliana para encargarse de ellas.

—¿Y qué será de mi vida? —le preguntó cuando supo que Argimiro había bebido su último vaso de vino de la cantina del Ayuntamiento.

—Te puedes poner conmigo en lo de las iguanas —le contestó sin prever que no volvería a ver más a José Justo.

El chico ni siquiera pidió permiso a Amalia, su madre. Una mañana se despidió, dijo un “hasta pronto”, y no volvieron a verlo nunca más. Sólo cuando supieron de su muerte años más tarde, se acordaron, los descendientes de Argimiro, que tenían un tío hermano al que la vida lo había tratado con más injusticia que al resto de los mortales que nacieron nunca en el altiplano.

Amalia, no obstante, anduvo desconsolada toda su vida por la desaparición de su hijo José Justo, por eso no participó en las fiestas extraordinarias que organizó el Ayuntamiento con motivo del inicio de la Primera Guerra Mundial. El Consistorio, atento una vez más a las necesidades de sus vecinos, pensó que sería correcto y educado con los hombres y mujeres que poblaban el continente europeo, celebrar el inicio de la Primera Guerra Mundial con gran alborozo y fiesta.

—Es la única manera de atraer mano de obra. Además será un éxito celebrar en un año unas fiestas pantagruélicas, para que sepan todos en el mundo que somos el pueblo más importante del mundo —dijo el alcalde rodeado de sus incondicionales.

—¿Y si celebramos una Exposición Universal? —comentó el representante de la Sociedad de Cazadores.

Enmudecieron aquellos benefactores del pueblo y organizaron la más importante fiesta y exposición festiva de hubo nunca sobre la tierra del altiplano desde que vencieron y expulsaron a los franceses de sus tierras.

Al evento se congregaron cientos de miles de personas, atraídas por el sabor de la fiesta y con el anhelo secreto de conocer las novedades del futuro de primera mano.

Eran días de inauguración y borracheras de progreso. Por suerte, cuando los prebostes contabilizaron a los posibles visitantes, se dieron cuenta de que nadie en Madrid se había enterado de que iban a arrancarse con una Exposición Universal de la misma categoría que las que se habían celebrado hasta ese año en el mundo. Era un error justificado en su incapacidad, y ellos, sensibles a los comentarios del pueblo, dimitieron en pleno. En las elecciones volvieron a salir ellos mismos, pero estaban fortalecidos por el aplauso y la honestidad que se supone a los que inician una legislatura municipal.

—Es una vergüenza lo que está pasando aquí —dijo el alcalde fingiendo no saber que había vuelto a subir el precio del vino en Yecla, por culpa de la guerra mundial.

El pueblo no terminaban de exportar sus caldos, y beberlos se les volvió imposible por los altos precios. Empezaron a regalar botellas de vino, perdiendo así el capital invertido, pero ganando en simpatía popular, que todo contaba.

La gente se fue animando cuando llegaron las primeras novedades de la Exposición. Se instaló el recinto en el parque de San Francisco, un espacio algo limitado, pero suficiente para lo que se pretendía, treinta casetas con espacio para dos o tres personas, y un amplio paseo para que los catalanes vinieran a pasearse con sus trajes de seda y burguesía.

Las autoridades echaron la culpa del poco espacio a que los Escolapios no habían demolido su Colegio medio centenario, y los frailes alegaron que lo hubieran cedido a gusto a cambio de unas mejoras en sus instalaciones. No comentaron nada en el indignado Ayuntamiento, pero juraron venganza en los próximos disturbios obreros.

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