
DIEZ
José Justo nació con la primavera avanzada y en plena Pascua de Resurrección. Vino al mundo sin avisar a las autoridades, faltando así a un deber cívico elemental. De ahí que sólo conocieron su existencia los que lo vieron deambular por el pasillo de la casa donde vivían los Montañés Onarres, cuyos hijos todavía estaban solteros y sin compromiso. El mismo Argimiro se enteró de la existencia de su hermano cuando falleció, treinta años más tarde, tirándose por el viaducto de Madrid. Se lo contó su hija María, sobrina de José Justo, que había sido llamada por la policía municipal por aquello de ser la única pariente del difunto en Madrid.
—Nadie me dijo nada de pequeño. Son esos olvidos que todo el mundo da por sabido: que tienes un hermano por casa. Pero nadie me confirmó nada —confesó a Amparín que lo miraba con recelo.
Ella había sido hija única y no comprendía que alguien pudiera tener un hermano, vivir bajo el mismo techo, y no conocerlo; pero era porque en aquellos días, los de la adolescencia de Argimiro, las cosas no eran como las habían soñado en casa de Juan y Amalia. Si hubiera pasado unas horas en aquel hogar colmado de belleza y arte, hubiera comprendido que el mundo no giraba alrededor del sol, sino alrededor de los imprevistos.
Por de pronto, se había asentado en el pueblo un ambiente de desconfianza que obligaba a delatar todos y cada uno de los cambios existenciales en el Registro Civil, recién inaugurado por el Secretario del Juzgado, que pasó en sus primeras décadas intentando indagar cuestiones que muchos no eran capaces de responder.
—Ponga aquí el nombre del cura que lo bautizó; domicilio y hábitos. Es de vital importancia para controlar a la clericalla.
—Indique en la casilla inferior el número de vidas que no ha gastado, por favor. Si tiene dos o más almas, tiene que consignarlo en el dorso de la hoja con letra mayúscula. Gracias.
Y la gente se empeñaba en completar la información con ayuda de un plumero que perdía tinta. Ni siquiera los estudiantes de los escolapios lograron salir bien parados de aquella humillación tan gratuita.
—Ponga la dirección de sus bisabuelos, y el número de pasillo y nicho que ocupan en el cementerio. Es que nos faltan varios huecos para completar la fila cuarta, y nos sobran unos cuantos muertos. Es para ordenar un poco a las familias y acabar con este sindiós.
—Sin el nombre completo de los abuelos maternos, y el número de habitaciones de su casa, en metros cuadrados, no puedo hacer la inscripción en el Registro, ya lo siento. Pidan ayuda a un arquitecto del Colegio de Medidores y traigan lo que les falta. Son las ordenanzas municipales.
Ese fue el motivo por el que mantuvieron todo en secreto, pues estaban más que hartos de hacer documentos y papeles por triplicado cada vez que nacía alguien en la familia. Morir, en cambio, siempre había sido en Yecla un trabajo más fácil y sustancioso. Bastaba con hablar con el enterrador, el cual, además de confeccionar una cuarta de pino de primera calidad, con tapa y terciopelo en el interior, tramitaba los papeles a la par que consolaba a viudos, viudas, huérfanos y plañideras. Era un profesional, y la gente estuvo muy agradecida a sus esfuerzos hasta que dejaron de pedir papeles para fallecer.
De hecho, en aquella década, era un deber ciudadano morirse, un signo de agradecimiento a sus familiares y amigos, porque aunque en la oficina municipal se empeñaban en completar los datos reteniendo por varios días a los pobres administrados, había una cláusula de tiempos de Amadeo de Saboya que indicaba que cuando una persona hubiera fallecido sin tener todos los datos registrados, no era necesario completarlo, y que se podían hacer los asientos con pluma y tintero como los demás, ahorrando un tiempo precioso que podrían dedicarlo al velatorio y al entierro.
En cambio, nacer siempre fue complicado en los años de Cánovas. Había que demostrar de la existencia del pequeño con avales del médico, del cura y de los abuelos paternos y maternos. Por eso, muchos —no fue José Justo el único caso— prefirieron vivir agitanados, sin papeles ni pejigueras que estorbaran la vida cotidiana. Era además, la mejor opción por si se moría el chaval. Se ahorraban papeles de ida y de vuelta, decía Juan Montañés, su padre.
Aquella invisibilidad obligó a José Justo a vivir en un rincón en casa, no porque lo quisieran mal, sino porque deseaban evitarse el disgusto de que alguien lo reconociera y les tocara hacer los innumerables papeles del Registro. Así fue que ni siquiera, por aquello de que los niños ni callan ni mienten, dieron conocimiento a los hermanos de José Justo, los cuales nunca supieron de su existencia más que cuando tuvieron diez años o más. El propio Argimiro estaba ya casado y a punto de tener familia cuando supo que tenía un hermano más, al que ni siquiera había invitado a su boda.
—Este es vuestro hermano José Justo. Tenéis que quererle como a uno más de la familia —dijo su madre Amalia cuando enviudó, el mismo día que prometió a su padre que desvelaría el secreto del pequeño. Y es que el impresor ciego murió con cargo de conciencia.
Pero ya era demasiado tarde para que se encariñaran con él. Amalia además no quiso dar explicaciones cuando se enteraron las autoridades de la ocultación de datos.
—No lo sabíamos —contestó con la frase que más abundaba por entonces en el altiplano, y que consistía en hacerse el tonto en cualquiera de sus variedades.
Los encargados del Registro tampoco pidieron más explicaciones. Se limitaron a rellenar unos papeles que nunca terminaron de tramitarse por falta de pulso político en el pueblo.
Muchos no se explicaban, y menos Argimiro, que ya trabajaba en el Consistorio, cómo era posible que incluso el benjamín de la familia, el siguiente hijo que les nació dos años más tarde, Justo Ponciano Montañés el pequeño, llevara el mismo nombre que su hermano. Preguntó a su madre despertando al sueño de la incorruptibilidad de los tuyos.
—¡Anda! Pues no nos dimos cuenta tu padre y yo de que se llamaban igual —dijo Amalia buscando con la mirada a los dos pequeños, como pidiéndoles perdón.
Y es que la mujer no había estado atenta a lo que sucedía en su casa, y todo por culpa del traspaso de escrituras de la imprenta a su hijo Alfonso.
—Son días duros —dijo— estos que nos aguardan. Tengo un cadáver en casa y cientos de papeles que rellenar.
La disculpa fue aceptada por el “Negociado de Calamandurrios”, un organismo del Registro que velaba para que la gente no ocultara sus bebés a los registradores, un nuevo mal que no habían previsto en el consistorio. La explicación que dio Amalia Onarres aquella mañana de octubre a los chupatintas del Juzgado convenció al oficial que lo escuchó. Si había estado ocupada con los papeles de las escrituras de la imprenta, pues no había nada más que hablar, un descuido lo tenía cualquiera, y más sabiendo que el gobierno había dejado perder las Filipinas y Cuba por una negligencia de prioridades, y no se habló más de aquello.