Entrega 15. LA EXTRAÑA FAMILIA DE ARGIMIRO MONTAÑÉS.

SIETE

Emilio ya fue otra cosa. No habló nunca con Argimiro, pero fue por culpa del acento del muchacho, que era entre mozárabe y berebere. Lo llamaron Emilio Ponciano Ramón, lo cual indicaba, según las técnicas retrocognitivas más avanzadas del esoterismo positivista, que el oficio de pocero era lo suyo. Sin embargo el muchacho se negó, alegando que la semejanza entre el vocablo “pocero” y “ponciano” no debían cruzarse de una manera tan servil.

Se estudió el asunto en un consejo familiar; es decir, entre Amalia Onarres y Juan Montañés, sus padres, al que acudieron por invitación expresa de Amalia los cuatro tíos carnales del muchacho, dos por parte de padre y dos por parte de madre, varios capitanes del ejército francés —que por entonces vagabundeaban en sus calles— y un periodista de la hoja parroquial, que por ser miembro de la Acción Católica, deseaba hacer su trabajo a la perfección.

La solución que alcanzaron fue la más razonable. Escribieron un Dictamen del problema, un domingo por la tarde, dejando al muchacho sin futuro y sin fecha para dilucidar sobre su porvenir.

Decía Argimiro Montañés Onarres que había sido como si en un Concilio Ecuménico se hubiera decidido algo, cuando en realidad solo le habían dado la razón a una cabezonería del filólogo del pueblo. Alfonso era de la misma opinión, pero no pudo expresarla porque temía que le quitara la imprenta su hermano pequeño, el quinto de su casa.

Emilio quedó desorientado durante diecisiete años, exactamente los que tardó en incorporarse al servicio militar. Le tocó en sorteo de quintos el destino de Villa Bens, un lugar llamado Tarfaya en lengua autóctona, entre el Sáhara y el Océano Atlántico, y allí se afianzó en la necesidad de labrarse un futuro lejos de Yecla y lejos de Europa. Una Europa a la que achacaba su embriaguez con la razón práctica y emancipatoria, fruto de la lectura de Kant en las escuelas.

Villa Bens era una colonia de Sidi Ifni, a la altura del calor inoperante de África, y el sopor militar de los españoles. Aprendió el oficio de vestir a los soldados africanos, y terminó levantando una sastrería para altos mandos; con tan buen hacer, que vistió a los más grandes oficiales que pasaron por allí. Todos se arroparon con trajes de gala, de luces, de combate y de paseo, de corte francés y con tela inglesa. Daba igual, porque las buenas mañas de Emilio eran impecables y logró en poco tiempo, cortando y cosiendo, confeccionar los trajes más vivos y brillantes que nunca se vieron entre el trópico de Cáncer y el de Capricornio.

Desconocía Argimiro los detalles de su vida, pero tuvo que reconocer que la única vez que se sonrió fue aquella en la que le contaron sus hermanos, destinados en Manila por el ejército, que su hermano estaba muy bien situado en África, cosiendo y haciendo trajes para los africanos. Había imaginado que en África todos iban con taparrabos, y que tendría poco que coser.

Se le antojó que tenía un oficio opuesto al de su hermano Alfonso que no hacía más que planchas y planchas para la imprenta, trabajo y sudor, aceite y grasa. Pero no era así.

Emilio había logrado ser feliz y había vestido a cientos de hombres, desde el periodista Stanley hasta el doctor Livingston; desde el rey Leopoldo de Bélgica hasta la 3ª cohorte de esclavos que desfilaba entre Bruselas y Amberes. De hecho, hay quien afirma que vistió al primer hombre que pisó luna, con un diseño suyo en exclusiva, tejido con tela de la tarántula del Serratejo. También logró que en la conferencia de Yalta, los trajes grises de los soviéticos, los americanos y el señor Churchill, fueran confeccionados y medidos por las manos primorosas de una cadena de sastrerías que usaban patrones cortados con aplomo y tenacidad, todo hecho desde las manos gentiles y gráciles de los que otrora fueron aprendices de Emilio.

—¿No te vas a levantar para comer hoy? —le preguntó Amparín haciendo un esfuerzo para encontrarse con su marido por casa.

Pensaba ella, que aquel hombre se había trastornado comiendo gazpachos sin comedimiento, y argüía que era mejor dejarle en soledad que calentarle las meninges. Lo cierto es que ni lo uno ni lo otro resolvieron el problema, y Argimiro, que seguía repasando su vida mientras atendía la muerte con esperanza, intentaba zafarse por los rincones, ora disfrazado de planta, ora de sifón de pie. Hasta que lo encontraron sentado en la cuadra aliviando su maltrecho y podrido intestino.

—Estoy aquí mejor, dejando culebras y gusanos. Me ha venido a la mente toda mi vida y me da pena Emilio, aunque haya triunfado.

—Estarías mejor yendo a Valencia a buscar trabajo, como tu hermano Justo —le dijo la mujer sin guardarse una palabra por otra.

Había de recordar en aquel humillante estado, entre flatulencia y picoteo de gallinas, como terminó de encandilar a Amparín, su mujer, a través de su hermano Justo. El muchacho, bautizado por Gerardo en su infancia, y confirmado por el Obispo emérito en su juventud, se fue a Valencia a trabajar. Allí se casó con Isabel y tuvieron un hijo al que llamaron Ricardo, en honor a un traje de paño inglés que vestía su hermano en una fotografía. Si Ricardo Corazón de León había sido un mito para los ingleses, ¿por qué no lo habría de ser Ricardo Montañés, arquetipo de valiente y emprendedor? ¿Acaso no descendían todos de la pata del Cid? Ricardico era una maravilla de muchacho, guapo, bien parecido y con ligero acento inglés, lo que lo hacía delicioso para los anglófilos de las tertulias yeclanas, donde se servía chocolate y bizcochos por las tardes de sobremesa.

La familia, cuando nació Ricardico, visitó en comandita la ciudad de Valencia. La conocían de oídas, y deseaban —además de regalarle varios kilos de ropa de bebé a Isabel— tomar chocolate y pasear por sus calles y plazas. Les pareció grandiosa y monumental, llena de palmeras las alturas y de heces de perros domesticados. En cambio los bajos de los edificios les resultaron pestilentes, con más cucarachas que hormigas, y sin tarántulas que devoraran a las primeras. Sin embargo, reparó Juan Montañés, que no notaba ningún olor a pis de gato, lo que debía ser por una extraña alteración cósmica que aún no ha recibido explicación. Él pensó que era porque se los comían los perros. O las cucarachas, añadió Amalia Onarres, más favorable a los comentarios que le contara su padre Leonardo Onarres, valenciano de raigambre fuentelahiguerina.

Fue en el viaje de regreso, cuando Argimiro coincidió con Amparín en el tren burra. Se encontraron, casualidades del destino, recolectando naranjas por Játiva. El tren iba tan despacio que era costumbre bajar y subir de cuando en cuando para estirar las piernas por el campo. En aquella ocasión, las naranjas llamaron la atención de los dos, y tras despacharse media docena cada uno, subieron al tren de nuevo. Luego hablaron largo y tendido, y cuando no supieron que más decir, Argimiro invito a la que ya sabía que iba a ser su esposa, para que acudiera al vagón donde esperaban sus padres y hermanos.

—¿Dónde has estado, hijo? —le preguntó su madre Amalia—. Te bajaste en Játiva y estamos rondando Caudete.

—Me he encontrado con Amparín, la hija de Alejandro y Pascuala. La del piano.

Y no dijeron nada, pues comprendieron que una mujer que tenía tanto arte en amenizar fiestas y coloquios científicos era la mejor opción para alegrar la vida a su primogénito Argimiro.

—Es buena cosa saber divertir a la gente ociosa —le dijo Juan buscando en el aire la mano de su futura nuera.

Amparín, que era una mujer sabia, yeclana y de buena condición, no pudo menos que prendarse de Argimiro Montañés, el primogénito de Juan y Amalia, pues tenía la elegancia de los robles y la tristeza de los álamos. Con el tiempo se reafirmó en que no se había equivocado en lo de la elegancia, pero la tristeza le pareció demasiada carga para una mujer que vivía de celebrar fiestas en el pueblo, tocando el piano y enseñando a tocarlo a todos, especialmente a las chicas de las buenas familias yeclanas que ambicionaban tal habilidad en aras de conseguir mejor partido que las ignorantes.

—En Valencia no hay futuro, y está lleno de luneros —le dijo sin ningún apuro despreciando la ciudad que le había visto nacer de oídas.

Y era verdad que el primer manicomio de Europa se abrió en Valencia, lo cual no significaba que hubiera muchos locos por las calles, sino que comprendieron que eran semejantes a aquellos que habían perdido la cabeza, dándoles así un ágora donde filosofar a gusto.

—Sí, pero hay más dinero y porvenir —repuso Argimiro.

—Claro, sí. Por eso vino aquí tu hermano Justo —le reprochó Amparín, y el hombre, acostumbrado a no continuar ninguna conversación cuando Amparín atacaba con las verdades de su vida, se calló por primera vez antes que hablar sin saber.

Con los años dejó de callarse, había aprendido a contestar a su esposa Amparín y a responder a los animalejos que en celo lo acosaban por el altiplano.

Salió de la cuadra Amparín, consciente de que aquel hombre era una calamidad, se colocó el pelo y empujó las gafas al fondo de la nariz, y pensó por primera vez en serio, que lo mejor era que se consumiera como una cerilla, si esa era su voluntad. Al menos los dejaría en paz la tarántula que vivía en la plaza; y apurando su suerte, desistiría su marido de mirar las piernas de Angustias Mochales Quejido, por otro lado llenas de suciedad y artrópodos.

Salió la mujer sin pensar que aquella iba a ser la última vez que iba a ver a su marido vivo, y no es que el hombre estuviera a punto de morir, es que no se preocupó de buscarlo más por la casa. De esta singular manera pasaron los meses acumulando polvo lo que siempre acumula polvo, y rencor lo que el tiempo dice ser rencor. No es que Argimiro Montañés tuviera enemigos, es que su esposa tenía demasiados admiradores por el pueblo, a los que respondía con bravatas de mujer castigada por el desamor.

—¿Mi marido? Le he puesto el calzón y lo he dejado en la cama —afirmaba sin el menor atisbo de compasión hacia la tristeza que le había mudado en el corazón.

Y los yeclanos que lo escuchaban se sonreían sin saber ni comprender que el tiempo los había disecado eternamente. Creían haber tocado el cielo y la infinitud con sus dedos gracias a los hijos de Juan Montañés que tenían la facultad de alcanzar la velocidad de la luz sin apenas esfuerzo. Pero eran unos pobres orates que no habían tenido más oficio que ser ellos mismos en las circunstancias más estériles que deparaba la vida. Anhelaban morirse en un día lejano, efímero e incierto; porque desconocían que los hijos de Juan habían ralentizado el altiplano con su hermoso don, sin que ellos fueran conscientes de nada.

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