Entrega 14. LA EXTRAÑA FAMILIA DE ARGIMIRO MONTAÑÉS

Un día que regresó su esposa sin haber cenado, su marido le arrulló la espalda con un cepillo que hizo las delicias de la mujer. Aquel día se conocieron en el lecho conyugal, y lo mismo sucedió hasta cuatro veces más de la misma semana.

Luego Amparo, Amparín Villarino, tuvo todos los hijos a la vez. Sin más dilación ni alharacas, fueron saliendo uno a uno de su vientre tras dos años de gestación y una tarde de empacho de aguardiente.

—No me parece normal esta forma de dar a luz —dijo él una tarde que regresó de hablar durante dos horas con su amante, la piedra del Serratejo.

—Es lo que se lleva ahora, que las mujeres podamos dar a luz cuando nos plazca.

Como Argimiro temía que fuera a reprocharle su infidelidad con la naturaleza, no siguió ahondando en el asunto, pero empezó a sospechar que su esposa se terminaría convirtiendo en una dirigente sindicalista como no se anduviera con cuidado. Se empieza quejando de la mala suerte, y se acaba envidiando la suerte de los ricos. Luego vienen las consignas y los odios que afloraban en Yecla como tarántulas en el campo. Todos contra todos, los ricos contra los pobres, y los menesterosos contra los que hociquean por el campo. Por suerte, ya tenía a varios de sus hijos correteando por la plaza, y sabía, porque así se lo decían sus facultades naturales, que Argimiro, su hijo, correría de pánico el día del sepelio de su hermano Fernando, al que lo único que le reprochaba por entonces era que no hubiera despertado de su engolfamiento vegetativo.

—Es una desgracia conocer el futuro —pensó—, aunque más desgracia sería olvidar el pasado y volver a repetir la vida una y otra vez.

Eran momentos que Argimiro recordó con lágrimas en los ojos de pura alegría y júbilo. Días de pensamientos alegres y firmes, días de paternidad y esperanza. Todavía no había renunciado a conocer los secretos del tiempo, y se valía de la fuerza de su condición para rastrear en el futuro algún indicio que le hablara abiertamente de su capacidad para amar el cosmos; amén de olvidar la oscuridad que envolvía el destino de Jacinto Gómez Santaolaya, su vecino. Si los secretos del tiempo le correspondían por herencia y genética, era porque alguna fuerza invisible estaba jugando con él, y le hacía esperar pacientemente a que se manifestaran los milagros contratados por el destino, la parca y el buen Dios.

Miró a sus cuatro hijos, recién nacidos, y sin comprender sus balbuceos, se acordó de su hermano Emilio en los días de lactancia sobre los pechos de su madre y de una comadrona gigante que alimentaba a media plaza con sus depósitos salvíficos y galácticos.

Argimiro lo recordaba con cariño, como si el tiempo pasado formara una laguna temporal en su mente, como si hubiera recobrado un sentimiento reprimido hacia su familia. Le gustaba reposar su pasado en la mente, dejándola en blanco y luego inundándola de color. Descansaba sobre la hamaca del patio donde su mente pretendía alejarse de la cotidianeidad del pasado, ora unos minutos, ora varios días.

Recordó a aquella extraña mujer cuyo destino había consistido en hacer bien y alimentar a las generaciones futuras, la nodriza de la plaza del Teatro. Había sido una mujer de relieve y única, y solo ahora que faltaba, podía constatar su excelencia y santidad. Durante varios años alimentó a todos los infantes del pueblo, y solo por las desavenencias con los de la calle Corredera y con los de la plaza del Teatro se cortó sus pechos dividiendo la manduca láctea entre los que pertenecían a la parroquia del Niño Jesús y los feligreses de la parroquia de la Purísima. Si hubiera tenido Yecla más parroquias, a buen seguro que la mujer se habría trasladado a otra ciudad del altiplano. Aunque también es verdad que si la mujer hubiera tenido más ubres, podría haber trabajado de nodriza incluso en Cartagena.

La mujer amaba a la humanidad con un gusto exquisito, y para evitar que se le agriara la leche y se convirtiera en nata, intentaba todos los días alimentarse con muslos de pollo y conejo aderezados con anís e hinojo. Lo devoraba en el desayuno sobre una base de torta de pan con ajo y champiñones. Aquella fórmula alegraba el alma de los niños yeclanos, que les predisponía a saborear los gazpachos de los días de fiesta, e impedía, a su vez, que se aficionaran con la otra medicina del pueblo: el vino.

No probó un sorbo de vino en su vida, y tal hecho, comentado hasta la saciedad en la plaza y en la corredera, fue lo que causó su fracaso como comadrona. Enfermó con fiebres altas y rehusó a beber vino para curarse, que era el único fármaco que todo el mundo aceptaba con gusto en aquellos días de alegría.

Argimiro pensaba, tumbado en su hamaca, que quizás el vino de Yecla no fuera tan bueno como decían, pero lo que sí había que reconocer es que aquella mujer había sido buena, y gracias a ella todos los niños de su generación quedaron hermanados de leche, igual que Moisés con los egipcios, o Rómulo con Remo y su pléyade de etruscos. Era una leche que habían intentado, sin éxito, comercializar los chinos parientes de Chian. La nodriza se negó a que su generosidad se convirtiera en un producto de consumo más del mercado. No deseaba ponerse medalla alguna; y eso, que fue un acierto para algunos, devino en un enfrentamiento indirecto con las autoridades municipales que nunca habían visto con buenos ojos la solidaridad desordenada de aquella mujer.

—Es mejor que se mueran de hambre, a que los adoctrine con sus ubres gigantes —dijo el Regidor del Síndico en el pleno donde se debatió sobre las inversiones económicas de futuro.

—Hay que obligarla a beber vino, si no actuamos, en el futuro no habrá bodegas ni lagares —respondió la oposición liberal, que había entendido perfectamente lo que estaba sucediendo en el pueblo.

El caso es que la mujer abandonó el pueblo, y fue recibida en Madrid, Barcelona y Valencia con vítores y una aureola de santidad. Allí hizo posible su obra social con abundante éxito. Si se hubiera quedado en el pueblo y hubiera bebido vino, quizás la fábrica de Alcoholes y hermanos no hubiera quebrado ocho décadas más tarde.

Todos estos cuidados los pensaba Argimiro bajo el deseo de que la criada le trajera un vasito de vino para remojar sus pensamientos. Luego se acomodó por el lado derecho de la hamaca y visualizó un relámpago en el cielo.

—Es la nodriza. En cuanto pienso en ella me saluda desde el cielo.

Y es que llevaba su misma leche. La buena leche que se había gastado todo el pueblo durante veinte años de infancia y adolescencia.

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