
Otro que tampoco reía las gracias de Fernando fue Alfonso que nunca pudo ver con buenos ojos a su hermano. Le parecía que su actitud ante las mujeres estaba teñida de igualitarismo sedentario, y que seducirlas sin control no iba a traer más que abusos y sinsabores. Años más tarde, cuando el rigor mortis volvió a su vida por culpa del fallecimiento de la parte derecha de su cuerpo, muchos pensaron que era algo natural en un hombre que amagaba la suerte con gesto adusto.
La historia que había recordado Fernando unas horas antes de morir definitivamente era que, a pesar de su inmovilidad, siempre le había corroído una envidia malsana contra el gateo de su hermano Alfonso. Le había molestado que su hermano, con solo dos años más que él, le robara el pan con escabeche que le daba su madre para merendar. Así lo confesó al Reverendo el día de su Extremaunción. Afirmó que se quedaba de piedra con cinco años mientras su hermano Alfonso le robaba la comida.
La comida desaparecía al instante de su plato sin que él pudiera averiguar lo que había pasado; y otro día, un domingo de Ramos, observó con enojo a su hermano Alfonso masticando con disimulo. Los dos aparentaban quedarse disecados en la mecedora de su madre Amalia Onarres, pero mientras él estaba disecado de verdad y sin poderse mover, Alfonso, que aparentaba lo mismo, lograra devorar a una velocidad infinita el mundo. Alfonso, con su velocidad hiperlumínica, robaba el alimento de su plato y lo ingería antes de que Fernando pudiera reaccionar.
—Hay que saber aceptar con paciencia los defectos de los demás —le dijo el cura mientras le pedía que se arrepintiera de sus pecados.
Pero él no pudo arrepentirse de algo que le sacaba de sus casillas, y en medio de aquella confesión, fechada en San Antonio de Padua, tomó una decisión que pasaría a la historia por ser el final de la tercera era geológica en Neptuno, y su primera gran queja.
—Me ha robado el pan, se lo dije a mi madre —explicaba Fernando dolido por el engaño y el silencio cómplice de su madre.
—¿Y qué le contó su madre, doña Amalia? —preguntó el sacerdote.
—No ha dicho nada. Ha coincidido con que estaba pariendo a su último hijo, al pequeño Justo, mi hermano pequeño.
Dicen que este hecho, y no otro, había forzado a Fernando a quedarse quieto y petrificado, más que nada para llamar la atención. Aquella fue la última vez que habló en su infancia; y Fernando, que no tenía un pelo de tonto, se acostumbró a comer más de las calorías que quemaba, para coger fuerzas en el futuro, para que el día que despertara de su estado vegetativo, estuviera rollizo y feliz.
Su odio nunca se agotó por sí mismo, pues no era amigo de oraciones ni de pláticas con la divinidad; al contrario, fue consolidando su mal talante con angustia y un silencio lleno de una amargura que solo notaba él. Por eso, cuando cumplió los dieciséis, y habló con la cabaretera, se quitó el odio de un plumazo. Le entraron ganas de poner huevos y reproducirse como hacía la tarántula del Serratejo, y aquel desorden fue su perdición.
Las mujeres lo llevaron lejos, le seducían con sus piernas, sus escotes y su olor a leche y sangre. Era una desgracia que durante tantos años de silencio y vegetación se le hubiera agudizado el sentido del olfato, pues era una molestia llegar a captar las esencias de las pieles sudadas a distancia, sepultadas en recovecos humanos. Empezó a beber cuando comprobó que bajo cinco vasos de vino el único olor que llegaba a su sentido del olfato era el del vino ingerido y trasegado “ad maiorem gloriam Dei”.
Cuando regresó, quince años más tarde, a Yecla, había recorrido más alcobas en Europa que pelos hay en la barba de un vagabundo. Nadie lo reconoció, y sólo cuando mencionó su nombre completo de pila bautismal, supieron que había vuelto para morir en paz, en su casa, y con la conciencia tranquila.
—Mi nombre es Fernando Ramón Dámaso Montañés Onarres, y mi madrina fue la prima Concepción Giménez.
—¿Habrás vuelto para morirte? —le inquirió su madre pensando que iban a venir los problemas.
Aquel interrogante retórico nunca fue respondido, pero efectivamente, el día que murió, que no fue mucho después, lo alojaron en un lecho junto a la puerta de entrada y tras vestirlo con el mejor traje de su hermano Alfonso, que usaba la misma talla, invitaron a los vecinos para que velaran el cadáver y rezaran los responsos en latín y griego, que era una lengua que se estaba poniendo de moda entre las clases pudientes.
Los cuerpos se agarrotan con la muerte, y la llama de la vida, que siempre está pendiente de un hilo, suele jugar al sueño de la resurrección sin contar con los vivos que velan los cadáveres de los muertos. Además, Fernando Montañés, siempre había tenido un especial regusto por la inmovilidad y los gestos extraños, las palabras indignadas, y el resabio de haber sido el botarate más absurdo de los golfos y los bandidos. ¡Si al menos se hubiera muerto de sífilis, como hacen los artistas franceses! Esas fueron las palabras de su padre, Juan, cuando lloró el cadáver de su cuarto hijo, fallecido antes de asentar la cabeza y entender el misterio de la vida. Amalia no dijo nada, lloró desconsoladamente hasta que no le quedaron lágrimas, y luego, enjugándose las mejillas proclamó a los cuatro vientos que aquella casa era de locos, y que la iban a matar a disgustos con sus excentricidades.
Argimiro supo atenderla y la alejó del velatorio; también Alfonso y Justo, el pequeño Justo, fueron solícitos en arruinar los vapores y las consignas mortuorias de la mujer, la cual se había vuelto más plañidera que de costumbre. El sacerdote achacó los gritos a que era el cadáver de una persona joven, y afirmó que producían unos efluvios desde el hipotálamo que eran capaces de ahogar a cualquier persona dichosa.
Aquel día, Jacinto Gómez Santaolaya, todavía en la piel de un chiquillo decidió investigar todo lo que le resultara misterioso, empezando por el cuero cabelludo de aquel vecino fallecido. Comunicó a la ciencia que aquel hombre se estaba muriendo exhalando todos los olores petrificados que había absorbido en su vida, y que duraría tal tránsito unas veinticuatro horas.
Aplaudieron los asistentes al velatorio por la agudeza del científico de pocos años. Sin embargo, lo más sonado en aquel deceso fueron los cambios que llegaron a la plaza. Varios de los vecinos se enamoraron cuando empezaron a sonar los primeros compases del vals que tocó su cuñada en honor a Fernando. Amparín hizo las reverencias y presentaciones pertinentes, y abriendo la ventana del comedor, lugar donde daba clases, asomó el piano de cola para que Fernando fuera despedido con los sones de una melodía escrita por un tal Chopin, un polaco que había entretenido al pueblo regalando partituras y vendiendo polonesas a cambio de gachasmigas hechas con ajo y arte.
Tras la música y el baile, todo el mundo se sintió agradecido; y cuando llegó el momento de velar el cadáver, insistieron los padres para que no se quedara nadie al sepelio. Argumentaban que un muchacho que había estado parado quince años de su vida, que había sido un botarate, y que sólo lo habían escuchado hablar tres veces en su vida, no merecía una fiesta a su alrededor. Además, expedía un hedor entre sudor de entrepierna y aromas de lavanda y limón, que alteraba el sentido del gusto hasta volverse de ajo y tinta de calamar.
Discutieron a propósito de los gastos de los funerales con sus hijos hasta la madrugada, y cuando arreglaron el horario por turnos para rezar el Rosario y llevar una palmatoria, los parientes más cercanos —el hijo de Argimiro, Amparín y unos amigos— se presentaron con la intención de echar unas cartas mientras velaban al muerto.
La noche estaba en flor, y los vecinos que se habían marchado, abandonando la estancia al calor de las velas, soñaron con los cirios primigenios de la historia de la muerte. Fue entonces, y no antes, cuando los veladores (o velantes) escucharon un ruido, detuvieron la partida con una escalera de color, y se volvieron para observar lo que sucedía. Entonces vieron que el cadáver se había levantado de medio cuerpo. Era la mayor de sus rebeliones, debida esencialmente a una mala posición de los pantalones prestados de Alfonso a su hermano fallecido.
De nada sirvió que Argimiro Montañés Villarino y sus amigos frotaran sus ojos varias veces, ni que arrojaran los naipes contra la grisácea piel de Fernando, cuya alma debía andar disecándose en algún purgatorio pasajero. Se les erizaron los cabellos a los tres muchachos, y sin dar siquiera un alarido, corrieron hasta el Carrascalejo, refugio de jabalíes y tarántulas, distante a ocho kilómetros de la plaza del Teatro de Yecla.
La historia tuvo efectos hilarantes en todo el pueblo, pues no había sido el único en llevarse el susto de su vida. Habían corrido los muchachos hasta alcanzar la luna, pero también un repartidor de leche que entró en la casa con el alba se alteró de tal modo, que fermentó la leche haciéndose cuajada y requesón. Encaneció su pelo y perdió varios centímetros de altura que no recuperaría hasta tres años más tarde, cuando fue invitado a dar un paseo espacial por Marte con ayuda de Jacinto Gómez, el científico.
Se rieron todos durante años, y cuando recordaban la anécdota y se imaginaban al hijo de Argimiro Montañés corriendo calle arriba hasta el Serratejo, y al lechero con el pelo como de nata fermentada, se reían con carcajadas tan sonoras que solo sacaban de quicio a Argimiro, su padre, pues sospechaba que aquella burla iba contra él, cosa que siempre fue falso, pues él nunca había hablado con su hermano Fernando, ni muerto ni vivo.
Fueron tiempos extraños para los vendedores del tiempo, pues por aquel entonces Argimiro todavía no había imaginado, ni por asomo, en conseguir la fórmula para vivir disecado, que es lo que andaba indagando Jacinto Gómez Santaolaya diez años antes. En aquellos días de infancia, la luz de la mañana había rebotado contra las paredes de las paredes encaladas, proyectando un reflejo capaz de alumbrar por las noches de invierno las calles y plazas de Yecla. Aquel fenómeno nunca había faltado en el pueblo, pues se debía a la composición mágica de la cal que empleaban para enlucir sus fachadas y enjalbegar sus muros y tapias. Aquella fórmula la había vendido también un pariente del general Chian, que murió, dicen, empalado por sus propios hijos en un barrio de Yakarta. La fórmula fue comprada por Jacinto y mejorada con su crecepelo en un empirismo imprescindible de laboratorio moderno y de progreso.
Lo cierto es que tal luminosidad hizo que, durante unos años, el único alumbrado público por la noche fuera aquella reverberación luminosa de las casas. Argimiro estuvo encantado porque le permitía leer por las tardes y noches en las que salía su esposa para tocar el piano en las fiestas de cumpleaños de los niños. Era una suerte poder abrir los postigos y dejar entrar la luz radiante de la noche. Fue así como concibió a sus cuatro hijos, dos chicas y dos chicos.