Entrega 11. LA EXTRAÑA FAMILIA DE ARGIMIRO MONTAÑÉS

Amalia se dio cuenta del error de su hermano, y el muchacho, con la fortuna que le caracterizaba y la inteligencia que lo sofocaba de cuando en cuando, compró obleas de pan ázimo para imprimir, con la menesterosa y comestible tinta, periódicos que alimentaran, revistas que saciaran el apetito y libricos dulces, que fue a la postre lo único que tuvo cierto éxito en una confitería de la calle alta de Yecla. Nunca la imprenta logró vender tantos libros, y nunca una sociedad se sintió tan pagada de ser ilustrada como en aquellos días. Incluso el Ministerio de Fomento congratuló al pueblo y a la imprenta con la entrega de una carretera asfaltada y una mina de oro en la sierra Salinas cuya ubicación se perdió entre el alborozo de la fiesta. La carretera se conserva todavía, si bien nadie transita por ella por no conducir a ninguna parte.

El problema fue que cuando fueron a comprar otras tantas toneladas de tinta China a los mercaderes de Shanghái, la tinta de calamar estaba estropeada, y era inservible para comer y para editar. Cuentan las lenguas afiladas de los rincones de Yecla, que la tinta fue revendida en China por el general Chian, pero que éste desapareció en el barco que debía salir del puerto de Valencia en dirección a Shanghái, lo mismo que el alto cargo militar que lo trasportaba. La historia tenía algo de cierta, porque cuando Justo Montañés Onarres creció y se fue a vivir a Valencia a la calle Burriana, escuchó hablar a unos vecinos del puerto que habían inventado el arroz “negre” gracias a una partida de tinta de calamar que tuvo que ser revendida a un hostelero del Saler por su azafranado y característico olor.

La nueva tinta que llegó a la imprenta durante los próximos cinco años fue de excelente calidad, hasta que de nuevo intervino el pequeño Juan, que estaba, en palabras de Amalia Montañés, azotado por el cangrejo de la mala suerte. El muchacho comenzó a beber y a darse a la mala vida, pues se veía con abundancia de cuartos en sus bolsillos díscolos y juveniles. Alfonso, su padre, le advertía de los peligros de tener buena vista y poco cerebro, pero el muchacho, enamorado de una oveja manchega que paraba por Almansa, decidió trasladarse a la población vecina, siguiendo el rebaño al que pertenecía la cordera.

El muchacho se instaló con éxito, y fundó una imprenta en la población albaceteña, se intentó casar con la oveja, y como no pudo, se amancebó sin autorización paterna, y con total desconocimiento de la familia y de la Comunidad Zoológica del Reino de Murcia, al que por entonces pertenecía la población de Almansa. Escribió mintiendo a los suyos de Yecla, y tras jurarles y perjurarles que gastaba una magnífica tinta de calidad inigualable, les envió varios litros para que la adquirieran a precios de ganga en su reventa. El muchacho recibió los mismos litros en semejantes botellas, pero Amalia, que por entonces había aprendido los oficios de los generales asiáticos que mercadeaban por Yecla, cambió el contenido de los frascos por una mezcla de alcohol y tinta formidable que deparó en una sustancia invisible que estuvo a punto de hacer perder la vista en todos los que se esforzaban por conservarla, pues la adicción obligaba a leer permanentemente la publicación que en el pueblo hacía las delicias por sus chistes, crucigramas y comentarios; lógicamente la revista en cuestión era de la imprenta de Alfonso Montañés, plaza del Teatro.

—Arrimarse a una oveja para desvirgarla siempre da problemas —comentó Argimiro a su madre, consciente de que la naturaleza de su sobrino Juan no era la misma que la de su padre Alfonso.

Pero nadie entendió su afirmación profética, entre otras cosas, porque a esas alturas de la vida, nadie creía en él, aunque no hubiera errado en ninguno de sus pronósticos ni profecías. Quizás fuera porque los acontecimientos sucedían de repente, o quizás porque los historiadores que se dieron cita en la calle Corredera, donde degustaron unos palillos de gambas con brochetas de pollo del altiplano, nunca creyeran en las consecuencias que tuvo la historia investigada para la vida concreta y puntual de cada una de las personas de un pueblo transido por el tiempo como Yecla.

La alarma por el asunto de la tinta la dieron los oculistas, Francisco Reguera y Matías Cano, que atendieron a cientos de yeclanos afectados. Los pobres lectores no pudieron leer las noticias del periódico con la misma soltura y frescura como lo hacían antes. Además, la tinta invisible se corrompía trasparentando siluetas que incitaban a una sexualidad desordenada y carente de significado profundo. Amalia fue visitada por los dos, y esa misma tarde decidió no volver a relacionarse con su hermano Juan en lo que le quedaba de vida.

La imprenta cerró por dos años, y sólo el negocio de los libricos de sepia continuó con la tradición de escribir y comerse lo escrito en Yecla. Sustituyeron la tinta por miel de Ayora, y todos quedaron tan contentos, especialmente los ancianos de más de veinte años que se congratulaban de comprar libricos y regalárselos a sus caprichosos nietos.

Argimiro estuvo en aquellos años de penurias alejado de la imprenta. Había preferido abrir su propio negocio, consistente en la compraventa de iguanas a domicilio. Aquellos animalejos de ojos traviesos lograban hipnotizar a los ratones, los gatos, las chachas, las suegras y las arañas con su estrábica malicia. Con su larga lengua —algunos de los ejemplares que crio alcanzaban los cincuenta metros en descampado— atrapaban abejorros, moscas, chinches, pulgones, pulgas, arañas de campo y libélulas con solo disparar su lengua al aire. Era una suerte que el cementerio atrajera con tanta ansiedad a los bicharracos del pueblo, siempre deseosos de devorar nichos, panteones y tumbas, pues de no haber sido así, Argimiro nunca hubiera logrado ganar el dinero con el que se compró su casa en la plaza del Teatro, junto a sus hermanos y frente a la imprenta de Alfonso.

A Argimiro le perdió la ambición, que de nuevo se ensañó con su persona y sus mañas de negociante, pues la abundancia de iguanas en el pueblo atrajo también la enfermedad y las plagas sobre los reptiles domésticos que anidaban por el pueblo. De poco sirvieron los cincuenta veterinarios que enviaron desde el Congo Belga especializados en las iguanas, pues los científicos, todos ellos de dudosa titulación, se bebieron la cosecha de vino de García y Hermanos, y secuestraron a varios mulatos que esclavizaron sin que nadie se enterara. Lo cierto es que la dolencia, así la llamó la prensa independiente de Yecla, la que regentaba Alfonso Montañés, se caracterizaba por una especie de parálisis facial en la iguana, lo que impedía la proyección de la lengua ensalivada por falta de puntería en el disparo. Los ojos, que siempre andaban con el baile de San Vito, en el caso de las iguanas se convertían en danzarinas muecas impropias, que tuvieron que ser tratadas con aceite de palma importado y acetilcodeína en sobres, que vino a ser fabuloso remedio contra las imprecaciones intestinales de la población. Aquellos remedios fueron pagados por Argimiro con vino de dos cosechas anteriores, siempre de García y Hermanos.

Fue su perdición, pues el buen carácter y gentileza de Argimiro le impidieron ver como las iguanas fallecían una tras otras de hambre, mientras él se arruinaba pagando a los veterinarios extranjeros. Intentó durante un tiempo alimentar con cuchara y tenedor a sus animalillos, pero la función principal por las que las había reproducido —matar moscas, tarántulas y libélulas— no se cumplía. Estuvieron tratando a los animales durante mucho tiempo, les daban árnicas y vapores de eucaliptus, y lograron, con mucho esfuerzo, que varias de las iguanas importaran tenedores para cazar insectos. Era llamativo que el resto muriera. Las que sobrevivieron pasaron sus últimos días enamoradas de Argimiro, el cual las trataba con verdadero afecto y consideración. La solución no llegó hasta que entró Amparo Villarino Rodríguez en aquella casa para examinar el prodigio de varias iguanas cazando artrópodos con tenedores.

—Eso no es una iguana, es un camaleón —le dijo a Argimiro en cuanto vio el reptil.

—¿Un camaleón?

—No tiene los ojos con el baile de San Vito, es que es así. ¿Con qué tábanos se está alimentando?

Y aquella luz de mujer iluminó la vida de Argimiro Montañés Onarres de manera definitiva. El muchacho, porque todavía era un muchacho, se sintió despertar de su indolencia, y entendió que aquella fémina debía ser la suya para siempre. Quedó prendido de su voz, y la amó durante los meses que duró el noviazgo. Luego se casó con ella, y aunque se había quedado sin ingresos para vivir, entendió que en cualquier momento, y con ayuda de aquella futura esposa tan inteligente, iba a llegar mucho más lejos que cualquiera de sus hermanos.

Le prometieron un trabajo en García y Hermanos Asociados, y abandonó los camaleones que le quedaban en el campo, los cuales lloraron la pena mora hasta su extinción. Luego buscó trabajo en el Ayuntamiento, donde ejercería durante varios siglos como escribano, copista y chupatintas, hasta que Cánovas fue sustituido por Sagasta en el Congreso de los Diputados. Aquel día, la tarántula cazó por la noche y pudo, al menos, darse un banquete con el último de los camaleones del altiplano, el que había llegado a la Bronquina. Aquel alivio para su peludo cuerpo lo mantendría enamorado de Argimiro Montañés varios años más, pues el ADN enamorado comunica su amor al que lo devora. La tarántula entendió que no podía abandonar a un hombre tan inteligente, un hombre que llegaría más lejos que sus hermanos por culpa de su belleza.

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