Españoles: Franco ha muerto.

¿Pero qué es eso del Franco? ¿Pero era español ese tío? Preguntó una alumna en clase hace exactamente tres días. Su compañero, con sobrados y perspicaces conocimientos de historia afirmó, sin dolerse en prendas, que era amigo íntimo de Hitler, y que asesinaba a todos los extranjeros que venían a España. Ni más ni menos, ni quito ni pongo a sus palabras.

No es que se me caigan los palos del sombrajo en la indefectible tarea de dar clase a las nuevas generaciones, es que uno se queda tan sorprendido de la ignorancia ajena, que no puede menos que, de cuando en cuando, hacer una reflexión con papel y lápiz, luz y taquígrafos. De hecho en clase lo intentamos, y tuve que hacer varias afirmaciones que me situaron casi en la extrema derecha, vinculado al facherío más tribal y casposo de los posibles. ¡Hombre! Eso es falso. Franco no fue íntimo amigo de Hitler, dije sin medir mis palabras. Imagino que negué alguna evidencia chistosa de las que el Gran Guayomin suelta de cuando en cuando por su programa, porque siguieron los angelitos poniendo cara de asombro e incredulidad en un mismo rictus. Luego entré a fondo en el tema, y pude balbucear – con miedo lo confieso – que Franco no asesinaba a los extranjeros, y menos a las extranjeras (las famosas Suecas) que tanta gracia hicieron a los españoles y tanto imitaron las españolas. Pero claro, yo era sospechoso, porque pertenezco a una generación que dice que el Quijote es una novela cojonuda; y como todo lo que no tiene diez años de antigüedad es algo trasnochado, de la edad media por ahí, y caduco para esta nueva generación adicta al móvil, pues sentí como si desvirgara intelectualmente al niño de La vida es bella, contándole que a su alrededor se moría la gente, y que la realidad no es paseo por un campo de concentración. O sea, que los móviles no crecen en los árboles, sino de la sangre de los niños africanos que se desgracian para conseguir un puñadito de koltán, con el que se fabrican nuestros cómplices aparatejos y nuestras insulsas e insostenibles vidas de enriquecidos sin causa.

Salió mejor de lo esperado, en realidad fue un poema, delirante y precioso a un tiempo, observar como abrían sus ojos aterrados. Tras un par de «vete a tomar por culo» y dos o tres blasfemias pidiendo a gritos silencio para acojonarse a gusto, seguimos la clase. ¿Pero cómo va a haber una guerra?, dijeron, y me vine arriba, he de reconocerlo. ¿Por qué no? ¿Acaso esperaban una guerra civil cruenta el 17 de julio del 36? ¿Acaso pensaba algún europeo que la guerra del 14 duraría tantos años? Ellos, tan fortachones por fuera, y tan blanditos por dentro, se asustaron de veras, y la única expresión que se atrevieron a pronunciar en su casi histeria fue un: y si no te da la gana ir. La respuesta de la dio uno de sus compañeros, «pues te matan por desertor».

El caso es que les llegó un sudor frío, porque pensar que tenían que ir en un batallón a matar gente y que no te mataran les nublaba el móvil, y lo que les hacía temblar de veras era pensar en una guerra no podrían guasapear como tontos diciendo chorraditas, que había que madrugar, desayunar poco y liarse a tiros mientras veías morir a sus familiares a tu alrededor, con la mala suerte de tocarte estar en el sitio equivocado el día que bombardeaban.

Yo no es que deseara una guerra para esta generación, a fin de que espabilara y fuera menos lerdita, porque una guerra no se desea a nadie, pero confieso que ganas me quedaron. Tuve que explicarles que hay muchos sitios del planeta que están en guerra, que llevan en guerra décadas y décadas, y enumeramos unos cuantos conflictos abiertos. Como no son asiduos del telediario, y sí lo son del último espectáculo de GH, no para analizar sus experimentaciones como dijo el amigo Gustavo Bueno, sino más bien porque les encanta la carnaza fácil (entre otras cosas porque la entienden bien), desconocían que el mundo fuera tan mal. Siria está a cuatro horas en avión, les conté, y venga a empalidecer. Afganistán a unas cinco, sales ahora y llegas a las seis de la tarde. Y sudaban y sudaban.

Pasada la clase, y de regreso a mi casa, estuve dando vueltas a la clase. Recordé lo qué decía Fukuyama, el pensador norteamericano de origen japonés, «la posmodernidad es el fin de la historia».

Siempre se ha venido a decir que un pueblo que olvida su historia, se condena a cometer los mismos yerros. En realidad no es que esté condenado a repetir el error, es que se arrastra a un futuro incierto, deja de tener conciencia de sí mismo, que es tanto como confundir el bien y el mal moral Y un hombre sin conciencia de su cultura justifica su necedad creyéndose un superhombre, con pies de barro, eso sí. Así es el hombre actual, un ídolo para sí mismo, con pies de barro, obsesionado con su imagen, que es lo único que les queda cuando son jóvenes, imagen y futuro. Pero como la muerte de la historia impide que puedan entender que hay un futuro, pues se convierten en necios que lloriquean su angustia cuando se acaba la fiesta del finde. Sin proyectos, sin ilusiones, sin sueños. Son zombis vivientes de una película donde todos son zombis sin saberlo, y donde la imagen que dan es lo más importante que tienen entre manos.

Decía Aristóteles que un ser humano que no se dedica a pensar y a reflexionar, que no cumple con la finalidad que le es propia, es como un animal o una planta. Y el hombre es algo más que eso. Por eso una escuela que no sirva para hacer pensar a sus alumnos es un contenedor de imbéciles, una guardería de ganado. Estos chicos que son tan frágiles, débiles y blanditos, que no saben quién fue Franco, que desconocen que muchos murieron en el pasado por dejarles un presente, que se burlan de la historia porque no tienen futuro, que reinventan el pasado para que les cuadre con sus cuatro ideas  prestadas de la tele, representan el fin de la historia, y el fin de nuestra cultura herida de muerte desde por lo menos la ilustración y su divinización de la razón.

Para esta nueva generación, todo el saber del pasado es decadente, no sirve para nada. El futuro está en el Candy Crash, el entretenimiento adictivo sin sentido. No te lleva a ninguna parte, pero te tiene colapsado mentalmente. ¡Mira! ¡Cómo la proabortista del pepé que presidía el Congreso el otro día! Qué maja ella, tan entregada a su país. Si algún día pedimos responsabilidades a alguien, esta clase de políticos caerán los primeros, pero no nos engañemos… nadie se acordará de nada dentro de unos años. Nadie sabrá que existió Zapatero, ni que hubo una crisis, ni que Rajoy perdió las elecciones, y nadie sabrá ni quién las ganó. Es lo que tiene la desmemoria, que diluye también la responsabilidad del votante.

Españoles: Franco ha muerto. Lo triste para mi es que se está muriendo todo lo bueno que pudo dar esta país, desde la literatura, la poesía, los mártires, los luchadores, los pensadores, los místicos, los pintores, los filósofos, los pensadores hasta más y más.

Ahora se lleva la necedad y el olvido. Por eso tenemos otras elecciones a la vista, donde nadie se acuerda de casi nada del pasado.

3 comentarios en “Españoles: Franco ha muerto.

  1. Maga

    Gran artículo, Antonio. Lo comparto todo. Estos chicos, nuestros chicos son fruto de un gran experimento de ingeniería social. Es lo que hay y no es inocente. Se trata de desarraigar al hombre de sus raíces y los planes de estudio de estas décadas forman parte de este proyecto. Si yo te contara. …Aún hace unos días a una alumna, que presume de feminista y roja y que es hija para más inri de un profesor, por decirle , al quitarse en medio de clase el jersey y versele casi las mingas, que tuviese en clase más pudor, casi se me cae el pelo. La chica me llamó machista y la Directora me dijo que lo del pudor era un comentario machista. Ver para creer. Al final, era yo el reo. El mundo al revés, amigo Antonio.

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  2. Francisca

    Hola Antonio, me ha gustado mucho tu artículo, salvo en lo que tiene de derrotista. Puede ser que observas demasiado de cerca a esta juventud. Pero está en tu mano que alguno de tus chavales despierte, todavía no es tarde.
    Tampoco pienso que todo lo bueno esté muriendo, aunque sea difícil de encontrar.

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