Resolver conflictos con el perdón.

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Casi todos los pueblos y culturas tienen algunas instituciones para resolver los inevitables conflictos, y generalmente la forma de resolver éstos debe hacerse sin provocar pérdidas que debiliten la cultura. Pongo un ejemplo sencillo: si destruimos a una familia polémica de la aldea, quizás tengamos problemas parar defendernos del enemigo exterior. De ahí que encontremos en algunos pueblos y culturas duelos de canciones, juicios de sabios, sanciones y multas que impiden, quizás como lo más importante, un baño de sangre. Es, por consiguiente, una cuestión de supervivencia y de inteligencia, no simplemente un asunto piadoso, aunque también.

Esta sabiduría, que ya aplicaron los romanos, buscaba evitar las venganzas, muy apreciadas por la plebe cuando se siente fuerte y ha accedido a alguna cota de poder. El que está en la cúspide del poder puede permitirse el lujo de ser condescendiente y magnánimo cuando no se pone en riesgo su poltrona, cosa que en el mundo antiguo era bastante infrecuente, pues la inestabilidad asolaba a los Emperadores tanto como a los Cónsules. Y es que el que está arriba no puede permitirse el lujo de aparecer como débil ante los demás. De ahí, que los poderes con más riesgo de ser devorados por otros sean los más crueles con sus semejantes. La Revolución Francesa fue un ejemplo de esto, el miedo a que fracase la revolución y que regresemos a otra cosa hizo que los revolucionarios se convirtieran en unos lobos sanguinarios, es el terror rojo, donde cualquiera es sospechoso. El perdón es sinónimo de debilidad, y por tanto una estrategia poco aconsejable, ayer tanto como hoy.

Por eso el contraste del perdón cristiano con la antropología humana o con las estrategias políticas ordinarias sean tan fuertes. Y es que el perdón es la manera que Dios tiene de relacionarse con la ofensiva humanidad.

Me llama la atención, por ejemplo, en las apariciones marianas de los últimos ciento cincuenta años, que casi siempre se habla del hombre de hoy como alguien que ofende a Dios con su actitud, y se hacen rogativas y actos reparadores para no contrariar en exceso al Altísimo. Es una teología llamativa, porque tiene mucho del Antiguo Testamento en la figura de un Dios enfadado y ofendido, pero también del Nuevo, pues presenta a un Dios perdonador y compasivo. En el Paternoster decimos «Perdónanos nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofrenden», es decir, que la reparación de la ofensa, o dicho de otra forma, la petición de perdón con algún gesto satisface a la persona que hemos ofendido, en este caso Dios. Puesto que no somos capaces de dejar de ofender, al menos que tengamos el coraje y la reciprocidad de perdonar a los que nos hacen daño.

La dinámica del perdón y la reconciliación camina de la siguiente manera: ofensa a Dios, toma de conciencia del pecado y del mal causado, y finalmente petición de perdón con un gesto de reparación.

La mirada teológica se hace intentando mirar con los ojos de Dios, y ese ejercicio, sublime y esforzado, debe examinar la Palabra de Dios para encontrar la respuesta más aproximada a la voluntad de Dios, y más acorde a lo que el autor sagrado quiso decir, en su tiempo y en su espacio, para poderlo traer al presente. El perdón es una constante bíblica y teológica, desde los relatos más fantásticos del Génesis, no por ello menos importantes en su sabiduría, como en las últimas cartas redactadas por San Pablo. El perdón recorre la espina dorsal del quehacer divino, y es que Dios es fundamentalmente Alguien que perdona, infinitamente misericordioso. Seguramente, y recuperamos el argumento antropológico, porque su poder no se resiente por mucho que pequemos.

Explicamos esto últimos, pues es interesante. El hombre que hace el mal ofende a Dios, pero no hace mal a Dios ni daña el plan salvífico de Dios para con los hombres, básicamente se hace daño a sí mismo y a los demás con su vida y su actitud. La  ofensa a Dios suele ser básicamente una equivocación grave en los valores, un daño a otra persona, o un daño contra uno mismo y a su dignidad de persona. Pero Dios no queda afectado, al menos no desde la Pascua. A Dios le pudimos dañar, y de hecho así lo hicimos. Murió torturado en la cruz, soportando el peso de nuestros pecados, y aún así nos perdonó; y una vez resucitado ya no muere más, es decir, las marcas de la cruz permanecen indelebles en su cuerpo trascendido, y el hombre ya no tiene poder sobre Él.

«Perdónalos porque no saben lo que se hacen», es la gran declaración de principios de un Dios que sale trasquilado cuando intentó reunir a su rebaño en torno a su persona. Los suyos no le escucharon, dice San Juan. Pero no por eso los planes de Dios cambiaron, al contrario, precisamente el gran misterio de Dios consiste en extraer el bien del mal. Feliz culpa que mereció tal redención. Feliz cruz, que nos permitió contemplar la profundidad del amor de Dios a los hombres.

Por eso el perdón tiene como especial retablo y escena la cruz de Jesús y Jesús en la cruz perdonando al hombre e invitándole con sus brazos abiertos al abrazo redentor.

La liberación de la culpa, del mal que causamos a los demás, del daño que recibimos de los demás y que supone entender y aceptar nuestra condición de pecadores se celebra precisamente en el sacramento del perdón, de la reconciliación o de la confesión, o como lo queramos llamar. Dios te perdona, vete en paz, es la gran declaración de Cristo para cada uno de nosotros. Este perdón permite ver la verdadera naturaleza del perdón, y es que se basa en el amor más profundo. El hombre poco tiene que aportar a Dios, y sin embargo Dios cuenta con él y quiere relacionarse con él.

Lo importante en la relación de Dios con el hombre, no es el hombre, sino lo divino, que muestra así sus rasgos de sacralidad, autenticidad y trascendencia frente a lo profano, lo falseado y lo inmanente que supone la naturaleza humana. Lo más importante del perdón de Dios, es que Dios perdona, que es básicamente amor.

Gran parte de los problemas de nuestro mundo tiene que ver con la falta de perdón, que es tanto como habla de la falta de amor de unos con otros. ¿Se imaginan a los palestinos perdonando a los israelíes? ¿Y los israelíes perdonando a los árabes? ¿Y a la izquierda perdonando los desmanes de la derecha, y viceversa? ¿ A unos familiares perdonando aquello que les hicieron? ¿No sería un mundo mejor? Seguramente sí, pero para eso tenemos que aprender a perdonar. Como Dios nos perdona, gratis y constantemente, pues aunque otros te fallen, yo no te fallaré, dice el Señor.

La clave para entender este perdón no está en olvidar. Esto no es lógico ni justo. La frase de «perdono pero no olvido» puede ser equivocada, porque perdonar no significa olvidar. más bien podríamos conjugarla de otra manera: «porque te perdono puedo olvidarlo, estoy en disposición de olvidar el daño», pero no está en nuestra mano olvidar el daño que nos han causado. Las marcas del crucificado no desaparecen no se olvidan, siguen estando ahí. El perdón no implica que no haya sucedido nada, sino que realza el amor que se pone para superar la diferencia, el conflicto y la ofensa. A pesar del daño que me has hecho no te guardo rencor, no te deseo el mal. Esa es la fórmula.

Me recuerda el caso de una madre con un hijo toxicómano. No le puedo dejar de querer, decía esta buena señora, pero no le quiero cerca porque me seguirá haciendo daño y me maltratará. El  amor está por encima de todo, pero no es un amor que se deja despreciar ni pisotear. No está entre las posibilidades de esta mujer salvar la vida del hijo, ni cambiarle la vida, ni podrá olvidar el mal que le ha hecho su hijo, ni debe olvidarlo. Le basta con perdonarlo, y desearle todo el bien del mundo, el que no le ha dado a ella, pero el que ella sí que es capaz de tener hacia su hijo. Eso es amor, eso es perdón.

Perdonar a un delincuente que ha matado a alguien  no significa olvidar que ha hecho daño, es renunciar a la venganza y desear lo mejor al que ha hecho el daño, y entre eso mejor está su arrepentimiento. Si fuéramos capaces de perdonar así tendríamos una sociedad más pacífica, más justa, más sólida, más humana y más cercana a Dios.

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