Ciertamente la novela del ilustre Miguel de Cervantes, titulada en abreviatura El Quijote, es sin duda, y doy fe por haberla terminado de leer por tercera vez, y en cada ocasión con más gusto, la mejor novela escrita nunca en lengua castellana, y me atrevo a a decir que en cualquier otra lengua.
Es conocida como suelen ser conocidas las cosas en este país: en plan puti de pueblo. Todo el mundo habla del Quijote de vez en cuando, pero pocos, y me temo que cada vez menos osados españoles, se han metido por entre las faldas de sus hojas con conocimiento de causa.
Al fondo está Cervantes, un soldado valiente, hijo de un presidiario, cautivo y desafortunado de Argel, un hidalgo venido a menos. Un hombre de honor que fue redimido por sus conciudadanos en los últimos años de su vida, y todo gracias a las letras que le fueron más favorables que las armas, aunque no fueran nunca mejor ejercicio que las primeras, según él mismo nos cuenta.
La primera vez que leí el Quijote lo hice en compañía reciente de aquella serie de dibujos de la tele, cuyos cromos regalaban con las tapas de los yogures. Una buena serie que casi memoricé y que me gustaría volver a ver. Lo que nunca he sabido ni he entendido es porqué no se hizo la segunda parte de la historia, si tantos premios se le dio en su momento. Me lo imagino, pero no logro alcanzar una razón de peso. Lo mismo le sucedió a la magnífica serie de TVE que dirigió Manuel Gutiérrez Aragón, y que protagonizó Fernando Rey como Quijote y Alfredo Landa como genial Sancho… nunca rodaron, ni lo harán ya, la segunda parte.
Fue por entonces, en aquellos años que hoy muchos añoran, que la escuela (el BUP) nos obligaba a leer cosas serias y no sucedáneos adaptados, y terminó cayendo la novela de marras al completo. No me defraudó, pero no terminé de captar toda su riqueza, como es lógico dada mi corta edad.
La segunda vez que lo leí fue movido por la curiosidad de deleitarme al completo de la historia, porque tengo que confesar, y no hay confesión más fácil, que durante mis años de estudiante releía antes de cada examen de derecho un capítulo suelto del Quijote, al azar y por aquello de coger la soltura con la prosa castellana, aunque fuera la recia del derecho. Pensaba que así me salían mejor los exámenes. En aquella segunda ocasión la releí a carcajadas, pues me pareció la mejor novela de humor nunca escrita. Con unos personajes hilarantes y divertidos, y con sucesos muy del gusto, que diría Cide Hamete. La novela de humor la inventamos los españoles, pensé desde entonces, aunque luego digan los ingleses que ellos son los reyes de la risa. Será ahora, claro.
Volver ahora a gustarlo, disfrutando de sus palabras, juicios y discreciones ha sido un tercer y sublime placer, entre otras cosas porque uno siempre termina encontrando y descubriendo cosas nuevas, intuiciones distintas, y relatos entreverados con singular sustancia. Si cuando uno lee la Biblia percibe la hondura del misterio, y una sinfonía de interpretaciones llegan al que lo toma como tal, así me ha sucedido con el Quijote, son tantas las sugerencias e interpretaciones que tengo que decir y catalogar esta novela como la Biblia de las letras, por contener lo básico y esencial de una buena obra, y todo a la vez.
En este último viaje que he hecho con el loco Quijote y el tonto de Sancho me he detenido en la hermosura de sus personajes, porque ni el loco está tan loco, ni el tonto es tan simple. Me detengo para echar una cerilla a la sequedad de la educación de nuestro país. Si Sancho fuera alumno de secundaria en los tiempos de hoy, les aseguro que sería uno de los más despiertos y listos, y por supuesto habría alcanzado todas las competencias boloñesas: lingüística (hila refrán tras refrán ensartándolos al gusto), competencia matemática (hace buenas cuentas de los azotes y dineros que debe darle su amo), corporal (tiene prudencia en no causar mal a sus débiles carnes huyendo de las desventuras), social (se relaciona estupendamente con gentes de cualquier clase y condición, como el duque y la duquesa que lo encuentra graciosísimo, además de gobernar con juicio y criterio la ínsula de Barataria), etc. En cambio el Quijote suspendería por ser pendenciero, colérico con las afrentas, y poco dialogante con los que abusan de su locura. Lo catalogarían de «acnee» (alumno con necesidades educativas especiales), y lo tendrían por ahí castigado por las profes más amojamadas de la escuela, que hay más de lo que parece. Se empeñarían en hacerle entender que las letras son mejores que las armas, y lo tildarían de un fascistilla machista. Un inadaptado, vaya.
El valeroso Don Quijote es un loco, un friqui, un conservador de los valores de un país que todavía creía en sí mismo (igual que Cervantes) y que guardaba como oro en paño la regeneración imposible de su patria, por la que el luchó en Lepanto perdiendo su mano izquierda, para orgullo suyo. Era un soldado, un hombre obediente y abnegado, cumplidor del deber por encima de todo, incluso cuando el deber se convierte en una fantasía ridícula de cumplir, como le sucede a D. Quijote. Hoy lo encontraríamos defendiendo la ética y la moral frente a una sociedad incapaz de creer en sí misma, una sociedad que carece de locos honrados que la quieran mejorar, y que abunda en mentecatos que no conocen sus límites, al contrario que Sancho. Sancho, aunque era simple, sabía escuchar consejos de otros, aplicando un sentido común, que no siempre tienen los que nos gobiernan- Y supo renunciar a su gobierno, sin aferrarse al cargo, cuando vio que no era competente para el puesto, cosa que tampoco encontramos en la sociedad soberbia actual, donde todo el mundo cree que vale para todo.
Un Sancho que es genial, simple y gracioso, como se describe a sí mismo, y no es poco. Es un socarrón, muy de la España del Sur, que se junta a un hidalgo viejo con el estilo de la Castilla Vieja del Norte, y con la idea clara de sacar tajada. Los dos se terminan queriendo y mucho, y no hay nada mejor que una amistad tan desigual, y un cariño tan profundo. Son como padre e hijo, como profesor y alumno que viven en sus aventuras un curso prodigioso.
Me recuerda a los consejor que me dio un buen profesor en el Ies Fray Luis de Salamanca, filósofo y próximo entonces a la jubilación, buena persona y hombre justo y recto. Al principio de esta profesión, me dijo, uno es Sancho el Fuerte, porque tiene energías y da mandobles aquí y allá. Luego uno se convierte en Sancho el Bravo, con menos energías, vive sin sacar la espada de la vaina. Al final, con el tiempo, uno se convierte en Sancho Panza, huye de las reyertas y prefiere reírse socarronamente de todo, en espera de su jubilación, si puede ser anticipada mejor. Y no me extraña.
Digo yo, (no este buen profesor), que es entonces cuando lo hacen a uno inspector, no por el afán en el descanso y la gracia, sino por la habilidad adquirida para gobernar la ínsula de Barataria de la educación, donde todo es una farsa favorecida y montada por los de arriba, los políticos responsables de la educación que no comprenden la dedicación de su andante huésped: el profesor o el alumno.
Estos, se ríen en el fondo de Don Quijote y Sancho, los rodean de golpes y les imponen penitencias inmerecidas solo por el gusto de satisfacer la carcajada del público y de la sociedad en general. Hacen escarnio al profesor enervando a padres deslenguados, mandando no enseñar lo que éstos saben, sino lo que conviene al clima sectario y de holganza general. Lo peor es que llevan años haciéndolo sin aprender nada de ellos, y sin preguntarles nada. Son salvadores de la escuela que no la pisan una más que una vez al año para inaugurar el curso escolar, y así desde el año 70 del siglo pasado.
Los personajes de Don Quijote y Sancho están muy bien matizados porque rompen con las reglas al uso de escribir una novela. De hecho, la mejor novela en lengua española es un gran ejemplo que contraviene todas las reglas actuales que por ahí circulan sobre cómo escribir una novela de éxito. Cervantes encaja discursos largos, inventa palabras, añade cuentos y novelas ejemplares sin razón alguna, como el Curioso Impertinente, o el cautivo de Argel entre otros.
Si siguiéramos la regla de quitar de una novela todo lo que estorba a la trama y al texto, es decir, aquello que no agrega nada a la acción, como profetizan los cautivos de las formas, el Quijote no existiría. Su lugar lo ocuparía una novela ejemplar llamada el Licenciado Vidriera, buena pero simple. ¿Se imaginan si Cervantes hubiera prolongado todas sus novelas ejemplares como lo hizo con el Quijote? Nos caeríamos al suelo de gusto.
Lo mejor de Don Quijote son sus personajes, que están tan bien hechos que son el mejor regalo que un escritor ha hecho nunca a la literatura. Es una novela que termina siendo la academia de las novelas. Estos personajes se hacen gracias a soliloquios, pensamientos, consejos y discreciones profundas y bien traídas. Son tan vivos que parecen reales, tanto que luego se ha escrito sobre su significado y sentido filosófico buscando en ellos las raíces de nuestra esencia. Con ninguna novela ha sucedido eso, por eso es la mejor de la historia. La más seria y graciosa a la vez.
Lo que no entiendo es porque nadie ha intentando escribir «Las aventuras del gracioso y cristiano escudero Sancho Panza«. Supongo que en estos días de locura existencial colectiva estamos más Panza, que bravos y fuertes.
He de confesar que sólo he leído una vez ‘El Quijote’, y hace unos años. He releído algunos pasajes como el discurso a los cabreros y algunos otros. Estos comentarios tuyos me han avivado las ganas de releerlo. Pero ahora estoy con ‘Los caballeros de Valeolit’. ¡En buena me he metido! Ya te contaré.
Gracias por tus palabras, siempre son gratificantes. En septiembre estudiare si publicarlo en papel. Un saludo.
Reblogueó esto en Pensando Derecho.