ÚLTIMA ENTRADA. Entrada 44. LA EXTRAÑA FAMILIA DE ARGIMIRO MONTAÑÉS.

DIECISIETE

—Lo raro es que no se muera usted, cuanto anda tan necesitado. Desde luego no le faltará talento para hacerlo —le dijo Francisco tras una siesta de día y medio de las que se estilaba en el pueblo en aquellos tiempos de eternidad.

Argimiro se había sentado en el poyo de la puerta de la casa de su vecino Paco con la visión maldita de Angustias Mochales en su cuerpo doblado por la edad. Estaba esperando que se acercara María, la de la tía Lucía, a la que había cogido cariño tras verla jugar en la plaza del Teatro con tanto afán y gusto.

—Es que tengo previsto morir en Julio, tras una buena siesta —contestó Argimiro con aplomo y sin demasiadas ganas de hablar con el padre de un santo del cielo, al que se le iba acabando la buena ventura por no morirse a tiempo con un gran milagro final.

La vaciedad de la respuesta, una apelación rídicula al tiempo, que se supone que alguien que conoce los misterios del futuro y la eternidad, molestó a Francisco. Pero su vecino no podía eludir, con el desdén de una espera sin alma ni sentido, las fruslerías cósmicas de aquel invertebrado con pose de científico. Francisco no contraatacó, y Argimiro lanzó una pregunta hiriente.

—¿Y a qué tendría usted que esperar para pedirle a su hijo la fórmula del crecepelo y la amatista de su trasero? —le contestó retóricamente Argimiro levantándose para no volverse a cruzar con él en la Tierra de los vivos.

Francisco no respondió, estaba seguro de que aquel hombre era el más sabio de los mortales, y que su belleza no era temporal ni extraordinaria, sino que había sido regulada y protegida por el dueño del tiempo en que nacieron los bosones, el señor poseedor de los misterios del universo, de los neutrones y neutrinos, de los fotones y las moscas bronquineras.

El único dueño de sí mismo, el que disponía de la prudencia necesaria para devolver el tiempo y la cordura a un pueblo, se había embriagado por culpa de un descubrimiento científico hecho a destiempo.

—Haré lo que pueda, amigo mío. Haré lo que pueda —contestó Francisco consciente de su misión histórica.

Francisco, que era hombre devoto de san Roque, decidió encomendar sus oraciones al santo de la plaza, y sus plegarias fueron escuchadas, pues en aquel momento sintió su hijo Jacinto un retortijón en el vientre provocado por la degustación de un cuartillo de más de vino de Yecla. Nunca imaginó que los intestinos de su hijo responderían a un viajero del tiempo como Argimiro, con desparpajo y asertividad, pero era lo que había.

Vieron pasar a Jacinto que corría hacia el corral donde habitualmente evacuaban las heces los que en aquella sastrería paternal moraban, un lugar que él había tomado como su propia casa.

—Voy a hacer de vientre —le dijo a María la de la tía Lucía, que lo encontró por el portal contiguo a patio—. Si te cruzas con alguien, no le dejes pasar al interior de la sastrería, pues tengo que hacer de lo mío, y dejaré las puertas abiertas para que salga el olor.

El hombre tomó una jarra de agua y una palangana, costumbre que tenía para limpiar la amatista antes de dejar que la luz manara de los mofletes de su ano, y caminó hacia el corral consciente de que era el día señalado y la hora señalada para que todo volviera a su sitio.

María, acostumbrada a las órdenes de su abuela, entendió que era un momento muy especial, y que la santidad de aquel tío segundo suyo impedía que se lo imaginara en la posición fetal que los humanos acompañan con las evacuaciones ordinarias de la vida. De ahí que cubriera la entrada con una túnica radioactiva, recién traída de Almansa por su tío Jacinto, la misma que había hecho que enfermaran de cáncer los clientes de la semana anterior. Y como si nada pasara por el mundo, se puso delante para que nadie ofendiera a su familia con la contemplación de un santón en posición comprometida.

Nadie escuchó cómo la tarántula rondaba el corral, envenenada por la envidia que sentía por aquel falsario que asomaba sus partes pudendas y saciaba con la jofaina la amatista perversa. Nadie pudo detenerla cuando cambió la amatista por un tapón de corcho calibrado para garrafas de vidrio verde de diez litros. Nadie supo que Jacinto lloró su desgracia cuando sintió el tacto irreverente de un tapón mundano y tibio que profanaba el orbicular más preciado de cuantos tuvo nunca un ser humano.

Salió corriendo la amatista violácea sobre el lomo de la tarántula. Y no le fue complicado a la piedra escabullirse de su huésped, pues tras sortear las extremidades inferiores de un Jacinto, todavía soñador y taciturno, pudo zafarse sin temor a que se ahogara en la palangana la araña.

Estaba segura, la piedra lúcida y libre —cual genio de una lámpara maravillosa — de que iba a ser la ocasión para huir de una muerte segura y patética. Se prometió que jamás volvería a habitar en el recto de Jacinto, y aunque no le gustaba vivir sobre el lomo de aquel bicho velludo y rechoncho de ocho ojos, y muchas patas —roedor dorado del averno— le pareció preferible su espalda peluda a estar metida en el culo de un hominoideo.

Salieron del patio con gran dificultad, y la tarántula, que estaba sintiendo los picores de la estación, se volvió a la amatista tras esconderse bajo el forraje de alfalfa que almacenaban para la caballería, consistente en una mula torda a medio criar.

—No puedo seguir más —dijo la tarántula con ánimo fatigado—. Nos esconderemos aquí durante unas horas, porque tengo que hacer la muda de mi piel.

—¿Qué muda? ¿Acaso no vas desnuda enseñando pelos y dientes con impudicia? —le preguntó la amatista.

—Las de mi especie cambiamos de exoesqueleto dos veces al año.

La amatista no dijo nada, no era habitual parlotear tras varios siglos metida en el trasero de un señor del planeta Tierra. Sin embargo, comprendió inmediatamente que aquel arácnido no era un buen lugar donde quedarse a vivir. En realidad cualquier lugar privado de luz era una tumba; ya lo sospechaba cuando comprobó que su color violáceo había sido conseguido a fuerza de alimentarse con el hierro de las lentejas que había ingerido Jacinto en su metabolismo ralentizado por el misterio del tiempo y la velocidad.

Por eso se hizo la encontradiza con la naturaleza, y asomándose desde el lomo de la tarántula, pudo observar por primera vez en muchos años el cielo. Se entristeció pensando que había viajado por el tiempo y el espacio exterior sin poder ver más que la oscuridad de las vísceras de Jacinto, bacterias y calor. Añoraba a las de su especie, piedras hermanas, pulcras, tibias e inteligentes. Pensó la amatista que aquellos estúpidos humanos, que la habían confundido tantas veces en dos mil años con un pedrusco, eran unos lerdos que nunca habían viajado fuera de su pueblo.

Alguna vez lo comentó con Malaquías el Genovés, un antiguo portador, el cual le quitó las ganas de salir al hiperespacio por varios decenios.

—Ahí fuera está también casi todo negro. Sobre todo si vas más deprisa que la velocidad de la luz, nunca ves salir los fotones —le dijo con voz aflautada.

Pero aquel imbécil no comprendió nada. Se quedó asombrado de que una piedra hablara, y poco más. Lo encerraron en el manicomio de Valencia por lunero, y ella tuvo que emigrar de un lugar a otro hasta que aterrizó en Yecla. Pero había perdido el tiempo, o así lo sentía cuando vio el cielo ante su espalda tras años metida en el agujero del ano de Jacinto Gómez por error. Entendió la ridiculez de su cautiverio y su impotencia por trasladarse a su planeta. Sin embargo, se alegró cuando el pico del estornino tuerto revoloteó por encima de ellos. Aquel pajarraco estaba esperando su ocasión para llevarse la tarántula y devorarla.

Era la necesidad de venganza contra aquel bicho peludo y urticante que le dejó tuerta de un ojo, allá por las tierras de Tarento en Italia, lo que empujaba al estornino en su aleteo por la plaza del Teatro. El pájaro la había seguido sin descanso durante kilómetros viajando por Europa, en barco y arrojándose al mar, pero no había cejado hasta encontrarse en el altiplano con la tarántula. Había viajado tanto como ella, pero con un sentido y un destino incierto. Ahora se sentía fuerte por la altura que le daba poder volar, y comprendió que rondaba la ocasión única de picotear el cuerpo urticante de aquel arácnido vengativo, desprender las vísceras proteínicas que saciaran el aliento de sus pollos de estornino que a un par de manzanas piaban desde la rama de un ciruelo.

El estornino tuerto odiaba al arácnido que le arrancó el único ojo que tenía en la parte de izquierda de su rostro; odiaba que lo hubiera devorado tras robárselo mientras dormía, en un descuido y en un abuso; odiaba a la tarántula peluda del altiplano, la fea araña de los contornos. Y amaba a Argimiro sin razón, como a los pollos de su nido.

Su visión monocular le llenó de venganza y arrojo. Balanceó sus alas como si fuera una paloma torcaz, y tras llegar al punto donde estaba la amatista se asombró de su belleza. Aquella celosa peluda que se había enamorado de Argimiro no tendría más oportunidad de disputarle su amor, y tras agujerear el abdomen con fuerza, causando heridas graves al arácnido, tomó la amatista con su pico y levantó el vuelo hacia el cálido viento que desfilaba por Yecla con su musicalidad y su tibieza. Eran días de gloria y de paz, y quizás el estornino nunca se vio más feliz que aquel hermoso día de primavera, el día que consiguió robar algo a la tarántula, cuyo amor celoso había envenenado la tierra.

Su sacrificio de pureza y candor sería cantado y contemplado desde las alturas más altas del siglo, y en su revoloteo alzó el vuelo, subió a una altura desde la que pudo contemplar el patio donde Argimiro había regresado para descansar de su anhelo de morir vespertino. Fue entonces vencido por el peso de la amatista que brillaba violeta y malva bajo la luz del sol del altiplano.

Argimiro vio llegar al pájaro fatigado, pues estaba tumbado hacia el cielo y con los ojos abiertos. Era el estornino tuerto, lo reconocía perfectamente. Le daba reparto haber sido objeto de seducción de la naturaleza. Hubiera preferido, al menos durante algún instante, haber amado galantemente y haber sido amado, por la piedra, por la tarántula, por el estornino e incluso por el alacrán. Pero estaba en su naturaleza que le estuviera vedado el amor hacia los demás, y salvo excepciones que nunca había podido superar, era amigo de su propia condición.

Se levantó de la hamaca para tomar al estornino con sus manos, pero el animalejo, asustado por la dicha de ser mirado por aquel hombre tan bello, arrojó en el último momento la amatista y remontó el vuelo feliz de haber matado a la tarántula y de haber sido contemplada por Argimiro.

Alzando el vuelo, miró de reojo a Argimiro y siguió prendado por su amor efímero y sagaz. Tenía que alimentar a sus pollos con el sabor de la tarántula que se retorcía de muerte en el patio del vecino de enfrente.

La amatista cayó contra una teja que la descascarilló, y tras rebotar en dos nuevas durezas rodó hasta ir a parar junto al poyo de la puerta de la casa donde Argimiro se sentaba, en el mismo lugar donde María, la de la tía Lucía, dormitaba todas las tardes su siesta profanada por los alborotadores visitantes del santón Jacinto.

El ruido y el aroma de la amatista despertaron a la niña. Frotó sus ojos y vio delante de sus pies la más bella piedra que nunca había osado contemplar con su mirada. La tomó de la mano y se la llevó a Argimiro, pues quería regalarle aquella preciosidad al único hombre que había hablado con ella en los últimos cuatro años.

Argimiro había vuelto a cerrar sus ojos en su hamaca del patio, cuando escuchó a María entrar en la casa. Aquello le hizo repensar la vida, y sopesó su existencia y su muerte hasta la tarde del día siguiente, posponiendo así su determinada determinación.

—Traigo un regalo para usted —dijo la pequeña.

—No tengo ánimos para regalos. Te lo agradezco, pero estoy esperando mi muerte. Llegará en cualquier momento, cuando menos me lo espere.

—Es una piedra preciosa —y se la mostró con cuidado.

La amatista dejó escapar una exclamación desde las tiernas manos y los frágiles dedos de María, la de la tía Lucía. Estaba extasiada por la belleza de aquel hombre, y comprendió de inmediato que tenía que participar de su naturaleza como fuera. Deseaba sus intestinos de la misma forma que antes despreció y se dolió de los de Jacinto. Nunca había visto un hombre tan bello, y tímidamente tomó una coloración amarillenta del esfuerzo y del calor que sintió por dentro.

—No es una piedra. ¿No ves que es única e irrepetible y que puede hablar? —le dijo Argimiro.

Y la niña no discutió con él, se marchó porque había visto al estornino tuerto revolotear con una pata de tarántula en su pico. Abrazó a la niña y la despidió, y antes de que pudiera contemplar la amatista con fervor, escuchó una melodía, maravillosa y única. Era Amparín tocando el piano la que nublaba sus sentidos desde la lejanía, como un huracán que lo hiciera despertar de la ingravidez del espacio. Comprendió los sentimientos de Amparín como si estuviera a su lado, como cuando leía el futuro y el tiempo en un instante.

La mujer tocaba sola el pianoforte en el salón. Le gustaba zaherirse con las piezas musicales que todo el mundo odiaba, pero que ella disfrutaba como nunca desde el lugar donde había pasado horas y horas desde que regresaron de Valencia. Recordaba aquellos días tristes en los que perdió a su padre. Sin embargo el tiempo, que es un bálsamo que todo lo cura y todo lo recrea, había otorgado a su alma un esparadrapo que ocultaba la cicatriz que la vida le iba dejando a su alrededor.

Amparín se apostaba ante las teclas de cuando en cuando, para recordar las marchas militares que tanto gustaban en el pueblo, la pequeña tarantela que había aprendido de su maestro italiano, un pianista afincado en Valencia que amaba aquella pieza de baile más que ninguna otra. Las tocaba con gusto y con cierto remordimiento, pues eran las únicas piezas musicales que desataban la furia y el miedo en el pueblo, quizás por la extraña habilidad con la que salían del pentagrama y se subían por las paredes impregnando Yecla de sus melodías pegadizas y sus sugerentes silencios de corchea.

Había estado enseñando una pieza de Mozart, un niño prodigio del extranjero del que se decía había tenido la habilidad para morir joven y sin dejar más que unos cuantos huesos en la fosa común del cementerio de Salzburgo. Era el destino de los genios, olvidados en su propio hogar. Era la selección natural, no triunfan los mejores, sino los que tiene más padrinos, abuelos y descendientes, porque el resto simplemente es olvidado en una tumba, quizás mausoleo, luego nicho, luego osario, luego nada.

Amparín ejecutaba, con su benevolencia y saber, la pieza de Mozart, el alma del austriaco sobre el butacón donde reposaba en tiempos el mariscal de campo que salvó a Yecla de la invasión francesa. Era el mismo lugar donde Antonio Alarín-Vicente Yagüe tomó un chocolate en un día de asueto y pertinencias.

—¡Qué no termine esta melodía! —dijo Amparín a sus siete cuñados, algunos presentes en cuerpo y otros sólo en alma.

Pero nadie le hizo caso en sus soflamas de profesora apasionada con su piano. Estaban demasiado atareados en formular las preguntas pertinentes a Jacinto Gómez Santaolaya, su vecino de enfrente.

El único que verdaderamente estaba en cuerpo y alma por la casa era Argimiro, que a pesar de haber sido el primogénito de muchos y más jóvenes que ellos, mantenía la gracia y la vida desde el patio, donde escuchaba la melodía interpretada con la belleza de los astros. Había sido el destino. Derramó dos lágrimas de limón, mientras apretaba con fuerza la amatista de su mano. Había agradecido a la niña, a María la de la tía Lucía, con la sonrisa y un bello cuento que le contó de una piedra y dos alacranes; y con las dos notas suplicadas bellamente por el golpeo del piano, traspasó el aire, el sistema solar y la galaxia misma con su mente lúcida y valiente.

Los pentagramas colgaban de las paredes como si fueran telas mojadas y toallas de baño turco, dejaban un olor a alegría cuya procedencia nadie, absolutamente nadie, hubiera podido averiguar; por eso, en contraste con su fabricante, el bueno de Argimiro cerraba los ojos y las manos con dulzura para no abrirlos más. Lo único que habría de molestar en su funeral era su misma presencia, la de Argimiro, el hombre triste del calzón, al que pensaban que Amparín odiaba.

Pero nada estaba más lejos de la realidad. Amparín había sabido a tiempo que Argimiro era el único hombre que la comprendía, por eso cuando murió aquella tarde, no le molestó que tuviera una amatista en sus manos, ni que la amatista hablara diciendo que su último pensamiento había sido para ella y su música. Había vivido una vida entregada al olvido y a la muerte, como una naturaleza muerta que anhela dominar el tiempo para disponer de la eternidad vacía y oscura.

Luego regresó a su piano, tocó una vez más una melodía invisible, y derramó una lágrima caliza colmada de sabiduría mientras el cadáver de su marido reposaba en la cama del improvisado velatorio. Nadie se percató que Argimiro sonreía escuchando la polonesa de un tal Chopin.

Valladolid, 16 marzo 2017.

Publicada por primera vez entre otoño y primavera del año 2022 y 2023

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