Entrega 34. LA EXTRAÑA FAMILIA DE ARGIMIRO MONTAÑÉS

TRECE

En cuanto llegaron a Yecla, los alacranes bajaron del carromato dando un salto. Gritaron con sus voces roncas y aguardentosas, pues se habían bebido y comido todo lo que Argimiro había intentado darles para que se relajaran y confesaran. Pero aquellas malditas no soltaban prenda. Agitaban sus pedipalpos amenazadores al horizonte, y removían sus aguijones como si fuera un vergajo de macho cabrío en celo. Nada les haría hablar hasta que no llegara su hora. Por eso cuando entraron en Yecla, y Argimiro vio que saltaban del carromato sin intención de redimirse en palabras, se encaró con ellas.

—O me decís quién ha robado la piedra o saco mi alpargata y os despachurro los sesos, las tripas y los aguijones.

Era una amenaza que sonaba real. Probablemente las dos traidoras se hubieran largado sin miedo a que un pie de labrador las pisoteara, pero Argimiro no era cualquiera. Si lo aguijoneaban y moría serían desterradas del altiplano; nadie, ningún animal vivo aceptaría su crimen y perdonaría a las dos asesinas de Argimiro Montañés Onarres. Por eso, aunque corrieron en ganas de salir huyendo, se detuvieron ante las palabras de Argimiro, y encarándose a él le dijeron la verdad.

—Jacinto Santaolaya vino esta mañana con María, la de la tía Lucía, y se llevaron la piedra. Es seguro que la venderán a unos del portichuelo que necesitaban rocas para delimitar las tierras traseras de Salinas, Petrel y Sax. Tu piedra amada ha sido secuestrada y será vendida como esclava. No creo que vuelvas a verla. Lo sentimos.

Se sonrieron viendo la pena que afloraba en el hombre más bello del mundo, tenía los ojos rojos y un nudo en la garganta que le trasparentaba una llaga purulenta en sus tragaderas.

—Y ahora, si no te importa déjanos ir. No somos culpables. Nosotras hemos perdido nuestra casa, vivíamos debajo de tu novia caliza. No lo olvides.

—Ya. Pero ahora estáis en Yecla, una gran ciudad que os ofrece cientos oportunidades. Dentro de unos años esto será un centro de exportación del mueble a cientos de planetas y galaxias.

—No nos tomes el pelo, ser emigrante y alacrán no es nada fácil —le dijeron al unísono y en fa menor sostenido, la nota que precede a la muerte.

—Y más si amas a alguien como nos amamos nosotras —dijo el alacrán de la derecha, el que tenía la voz más fina y aguda.

Pensó Argimiro que el amor era algo extraordinario, pero dos seres tan iguales no podrían entregarse con tanta pasión como las entidades heterogéneas que pueblan el universo. ¿No lo reconcomía por dentro la realidad dualista y platónica desde hacía años, sin que pudiera evitarlo? ¿Por qué el mundo era tan injusto? Si las galaxias amaran así a sus soles, constelaciones y planetas, el mundo se antojaría caótico, nadie giraría alrededor de nadie, nadie sería traspasado por los neutrinos y todo colapsaría y se chocaría una y otra vez sin orden ni concierto. Los planetas se saldrían de sus órbitas buscando otro sol, y morirían solteros, sin una órbita decente por la que transitar. La adolescencia de los cielos traería el fin del mundo, pensó.

Acto seguido los dos alacranes se arrimaron para jactarse de lo mucho que se querían, engancharon sus pedipalpos y se besaron. Pero cuando fueron a liberar sus garras, se entrecruzaron con tal mala suerte que intentaron hacer aspavientos para soltarse, empleando en tal baile improvisado sus aguijones. El alacrán izquierdo clavó su azote en el corpachón del alacrán derecho que no pudo hacer nada para evitar el abrazo maligno. Ni siquiera lloró su pena, simplemente miró a su compañero y cerró los ojos anhelando una muerte rápida que no le recordara el precio de la traición que acababa de sufrir. Apenas pudo escuchar a su compañera de voz ronca pidiendo perdón y jurándole que no había sido su intención.

—¡Vete a la mierda! —le contestó con toda la lógica del mundo.

Y se murió seca como una costra de gambón marítimo. El alacrán penitente, viéndose en la más absoluta soledad, reaccionó solícito, y se declaró a Argimiro. Ahora estaba libre para amar sin barreras ni tapujos, y como su naturaleza metabólica es corta, le ofreció amor eterno a Argimiro Montañés Onarres para que fuera consumado en menos de veinte segundos. Apenas dejó caer una lágrima impregnada de veneno traidor y maligno como la noche, pues anhelaba el triunfo de la sexualidad irreverente con aquel hombre de belleza única.

Sabían los sabios del la Sociedad de Cazadores que la fallecida no hubiera sido de mejor condición que su compañera, si hubiera habido circunstancias semejantes. La difunta se hubiera alegrado si hubiera contemplado como Argimiro pisoteaba a su compañero traidor con su alpargata, pues es lo que merecía por traidor y arácnido. No supo que el desdichado amoroso superviviente ya no tenía veneno para picotear el pie acartonado y moreno de Argimiro Montañés, y tuvo que dejar que su cuerpo fuera aplastado en un súbito golpe mortal, con posterior patada irreverente que lo alejaba del camino y lo lanzaba al abismo. Se le salieron las tripas y supo, en cuanto escudriñó de lejos a la tarántula que llegaba corriendo para darse un festín a costa de su hálito de vida, que iba a ser el plato del día de aquella madre. Estaba embarazada de cinco huevos, y una tarántula embarazada no deja nunca para más tarde un alimento tan jugoso y apetecible como es un escorpión de campo destripado en medio de un pueblo soberbio como era aquel.

Argimiro estaba alterado. Había perdido a su amada caliza y había doblegado con su alpargata la traición. Estaba justificado su crimen contra la naturaleza, pues se habían reído de él aquellos artrópodos insensatos. Se sentía un luchador, un hombre de estado, un estadista sin gobierno.

Había sido justificado para matar y asesinar sembrando justicia, pero en el fondo de su alma se sentía culpable, en zozobra y sin delimitar. Había abandonado a su caliza amada; incluso había renunciado al amor de los arácnidos; rechazó al estornino que le había acompañado durante horas, y se sentía solo ante el agujero negro que lo atrapaba. El pájaro había volado huyendo de su corazón maldito, había ido en busca de la melodía del piano, de las notas impregnadas en las casas de los principales del pueblo. Los mismos lugares por donde anduviera Amparín sembrando melodías y corcheas.

Argimiro se veía eternamente solo; y lo que era peor, sin una coartada ante su esposa Amparín. La muerte que tanto había deseado de niño, recobraba vigor y fuerza. Sólo el amor curaba su tristeza, pero era temporal. Si se acababa el amor, se terminaba la dicha, y la felicidad que una vez le prometió su esposa, se disiparía como el rocío temprano al calor de otoño.

No le quedaba más remedio que regresar a su casa, encontrarse con su vecino Jacinto Santaolaya y preguntarle por el mojón, por la piedra caliza, por el amor que había sido secuestrado y vendido como si fuera una vulgar cosa. Sin embargo, no encontró en su casa más que a la doncella sordociega, que intentaba limpiar una lámpara reluciente.

—Su mujer ha salido a dar unas clases a unas niñas de Villena. No volverá hasta la noche —le dijo hablando con voz queda y lúgubre.

—¿Preguntó por mi?

—Ayer por la tarde dijo algo sobre el señor, un exabrupto, y luego se echó a llorar. Pero esta mañana no ha dicho nada. Apareció el estornino tuerto y se largó con él a dar las clases.

—Ya entiendo. ¿Y Jacinto Santaolaya? ¿Sabe si está el vecino de enfrente?

La criada no entendía aquel interés por el vecino de enfrente, pero entendió que un hombre que enamoraba tanto a la naturaleza, no podía sino albergar el vicio nefando de verse atraído de manera antinatural por otro hombre. Intentó imaginarse la escena amorosa de su vecino con Argimiro y simplemente no pudo. No le daba la cabeza para más, horas más tarde descubrió que le era imposible imaginar a su vecino con cualquier persona, hombre o mujer, excepto su esposa Lucía Rodríguez Muñoz, la mujer más inocente que había conocido nunca. Y era porque estaba ciega desde hacía tanto tiempo que no concebía los gestos de amor en su cabeza más que por el olor del celo primaveral en los seres humanos. Con el olor componía la figura en su mente, tal y como lo explicara Hume en su Tratado sobre la Naturaleza Humana.

La criada imaginaba a Lucía acariciando los gatos con fervor, y mostrando unas manos arrugadas como cepas arrancadas para vertedera, y acertaba en sus suposiciones. Los dedos de sus pies eran como sarmientos angulosos, pero los de sus manos asemejaban gusanos engordados como las longanizas de Abundio, color carne y aroma de naranja. Así eran los del hogar donde trabajaba desde la francesada.

Jacinto Santaolaya, el vecino de la plaza del Teatro, era un hombre sencillo y tierno. Demasiado sencillo para el gusto de la sordociega. Había trabajado en su infancia a las órdenes de un patrón que había despreciado el valor de la descendencia. Se había casado el adinerado con una mujer verdosa, semejante a una planta, que no pudo darle ni retoños ni disgustos; ni siquiera un esqueje que mostrara sus ganas de apurar la vida arraigando en otras tierras abonadas por el compost y la calima. Aquel hombre había sido humilde como ella, se decía la sordociega; cualidad por la que nunca terminó de caerle bien aquel hombre, aunque tampoco lo odiaba como había odiado la penumbra en la que vivía.

Jacinto era un hombre de campo al que la providencia —se negaba a decir que había sido el buen Dios— le había regalado las fincas de su señor, todos sus campos, sus majuelos y sus casas de labor. Era el precio de vivir y servir a un hombre que no iba a tener descendencia. ¿Qué tenía que acarrear con un patrimonio imprevisto y lacerante para un hombre cuya única pretensión era ganarse el pan con el sudor de la frente, hacer su vino y bebérselo sin pensar en el precio de una arroba de aceite, un lagar de aceituna o una botella de vino escanciado en una solera redonda y muelle?

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