Entrega 33. LA EXTRAÑA FAMILIA DE ARGIMIRO MONTAÑÉS.

La verdad suele aparecer en la mente de los ingeniosos de repente, como una llama resplandeciente; sin embargo, a Argimiro le costaba comprender lo que había sucedido. ¿Quién podría querer una roca así para él? Aunque bien pensado, ¿quién no querría una roca así para él? Estaba enamorado y se sentía ofuscado por aquel contratiempo. Sin duda se había marchado para darle una sorpresa a su regreso, o tal vez se hubiera escondido para darle un susto. Miró a su alrededor, y no vio otra cosa que el campo y los pinos carrascas retorcidos y arrugados. Escuchó la voz del estornino cantando, era el mismo que había viajado con él desde casa, el que regaló a Amparín y se enamoró de él la misma noche que ella lo hizo. Podría preguntarle y hablar con aquel pájaro extraño, pero sabía que los estorninos no hablaban con desconocidos, que estaban bien enseñados, y que su función en la vida era amar sin pedir nada a cambio. Quizás lo pudiera ver.

—¡Estornino! —gritó llamándolo con dulce voz— ¿Estás ahí? ¿Sabes qué le ha pasado a la roca que cubría la manta durante la noche?

El estornino dio cuatro vueltas sobre su cabeza, y a la quinta soltó un excremento de sus entrañas. Era lo único que podía decir para expresar su tristeza. Ella, pues era una estornina, cantaba cuando escuchaba el piano de Amparín su esposa, y no sabía por qué razón Argimiro, su amo, le había llevado a aquel paraje campestre, donde el regato de agua anhela una captura mientras que ella suspiraba por el amor de aquel hombre por el que sollozaba la única humana que admiraba: Amparín, su voz y su piano.

—Es un pájaro tonto —dijo Argimiro en voz alta, como si quisiera así molestar al aire— demasiado inocente para entender el amor que siento, la pasión que siento, el arrebol que siento. ¡Arrebol inmarcesible por la roca que ha volado! —dijo capturando un verso suelto.

Y se volvió hacia el lugar donde había dormido la piedra caliza que amaba y que había desaparecido. Tomó la manta, y se la puso sobre la espalda para disfrutar del aroma que desprendía la tierra que había pisado su piedra. Olía a ella, a terruño y sapo. Pero en el lugar donde la piedra había permanecido durante muchos años se encontraba un alacrán, varios gusanos y los restos de una telaraña marinera, de las que atrapan peces como si fueran moscas verdes labriegas.

Aquel intruso no era el único alacrán que lo contemplaba, el segundo correteaba por la manta buscando el cuello de Argimiro para hincar su punzón, taladrar así con su veneno el cerebro de Argimiro y provocarle una muerte segura.

Argimiro no vio venir el peligro, y se quedó contemplando el escorpión como si hubiera visto un viejo amor.

—¿Sabes dónde está la piedra que te cubría esta noche?

—La piedra ha sido llevada esta madrugada, unos hombres la usan para marcar mojones, y cambiar los predios sin que lo sepan los vecinos.

Era una actividad que Argimiro sabía que se hacía, remover los mojones del sitio, ganando así unos metros de fincas y de tierras. De aquella manera habían despojado hacía años a varios bronquineros, según le contó Jacinto,y de esa insensible manera, varios vecinos habían robado y despojado a los que presumían como amigos y parientes. Sólo podían ser combatidos por otras piedras mojoneras, secuestradas de la misma manera. Las llevan de aquí para allá durante noches y noches. Si había desaparecido la caliza era porque alguien la había violentado de madrugada. Las voces que había escuchado mientras devoraba la longaniza eran sonidos de un pasado que no recuperaría, del momento de la desgracia para él, el instante en el que podía haber decidido quedarse con todo o con nada, y la parca le regalaba la nada.

—Nosotros te amaremos eternamente —dijo el alacrán desde el suelo, consciente de que su compañera había alcanzado el cuello de Argimiro con sus pedipalpos.

En cualquier momento podía disparar su pérfido aguijón y terminar de una vez con aquel amor apasionado que sentía por un humano. Era Argimiro digno de admiración para cualquier criatura, y él, sintiendo que algo tenía cerca del cuello, soltó la mano para tirar al aire denso el alacrán. De inmediato se arrimó junto al que había sido hasta hacía unos minutos su único compañero para ser fecundada y guardar sus huevos.

—Vuestro amor es tan incierto como el mío. No os puedo amar, pues soy capricornio y no escorpio. Lo siento.

—Entonces, ¿por qué amas a una roca caliza estúpida? —preguntaron al unísono y en polifonía.

—Yo no amo a esa roca. No la conozco —dijo Argimiro avergonzándose ante aquellos arácnidos malditos del amor que sentía por la piedra caliza que hasta hacía unas horas pensaba entregar toda su vida.

Se arrepintió al instante de hablar, pero no había podido evitar mostrar más cordura cuando hablaba con la naturaleza. Los hombres eran capaces de comprender todo, pero no los animales, y menos los artrópodos.

—Nos da igual lo que sientas por esa roca. Si nos llevas al pueblo en tu carro, te diremos quién se ha llevado la roca y por qué.

Y Argimiro Montañés, que sabía que había perdido todo en la vida, las tomó con la mano y las dejó en la trasera del carro mientras arreaba al jumento con la intención de regresar cuanto antes a Yecla. Por si acaso, dejó la manta en el lugar donde había visto por última vez a la caliza, no fuera a volver y se encontrara con que el suelo estaba desnudo y frío. Era una declaración de amor, era como dejar un puñado de arroz en una cabaña de Siberia, como olvidar unos granos de trigo en reseco, como abandonar unas redes de pesca en una isla desierta por si un náufrago quedaba allí atrapado sin poder salir.

En cuanto se dio la vuelta comprendió su destino. Había llegado con la sana intención de entregarse al amor, y regresaba con la perfidia de unos alacranes torticeros que le regalaban los oídos a cambio de respetarle la vida y de obtener beneficios suculentos como viajar, ver mundo y vivir abrigados en la ciudad más importante del altiplano. Tomó el carro, subió sus aperos y lloró la pena mora, la que volvería a llorar años más tarde cuando perdiera su trabajo y se alojara en el fondo de su patio florido con la modesta intención de dejarse morir.

Los alacranes se ocultaron en los bajos del carro, querían estar seguros de que el frío y el viento no los arrastraba a una muerte segura, no querían caer y ser pisoteados por la caballería, o atrapados por el pico de un pájaro cantor hambriento. Se aseguraron su puesto sujetándose con fuerza y garra al asidero del portón del lateral, y comenzaron a recitar con vehemencia y sobriedad unos poemas que habían escuchado una tarde que estuvieron en un teatro de variedades, quizás cerca de Orihuela. Los habían memorizados, y en su devenir de artrópodos les gustaba escucharlos en sus voces rugosas y mal timbradas.

Argimiro deseaba morirse cuando la mula empezó a trotar molesta por los golpes y yugos a los que le obligaba su amo. Intentaba no zaherirse el alma con pensamientos, y en su ansiedad devastada no se daba cuenta del dolor espiritual que albergaba también la mula en su corazón de mamífero ungulado. Hubiera dado cualquier cosa por un arrumaco, una carantoña que lo almohazara. Hubiera sido el sueño de aquella bestia que amaba como un niño al único hombre que había despertado en el altiplano el amor de la naturaleza. Hubiera soportado incluso, a pesar del desdén que le producía, a la roca caliza sobre su lomo, pero que Argimiro siguiera despreciando sus encantos, por ser tan solo de otra especie, semoviente y áspero, era el colmo de su desgracia.

—¡Venga, mula bonita! —dijo Argimiro.

Y prolongó el animal sus pasos con más esmero y entrega.

Los alacranes no comprendían las pasiones mamíferas, pues sólo estaban atentos a que sus ganchos no los lastimaran en un descuido irreverente. Por eso, en aquel viaje de tres leguas, el único que sabía lo que era tener sentido ante el drama era Argimiro. Había perdido bajo la luna del monte Serratejo a su amada. Había extraviado años y años de pasión entregada a un único ser en un solo instante, igual que un enamorado adolescente, que lo pierde todo por una palabra dicha a destiempo. No terminaba de creer lo que le había pasado. En sus sueños todavía rezumaba caliente su cuerpo cuando pensaba en los días y en los silencios compartidos la noche anterior con su caliza. Estaba seguro de que sabía que la deseaba, y podía constatar que esa fuerza iba a ser la más profunda, la que le ayudara a sobrevivir en algún lugar del altiplano a la roca impávida; el sobreviviría a unas pocas leguas extrañas. Ya la buscaría, aunque quizá no valiera la pena si estaba descompuesta.

Compuso unos versos tibios y calientes, nuevos y distintos a los primeros que regaló a Federico, aquel granadino de locas ambiciones y extraños sueños. Quería compartir su amor y su desgracia con alguien que supiera apreciar los profundos sentimientos que habían poseído su alma y su cuerpo durante unas horas. Las palabras que pronunciaría serían las más sentidas nunca por un hombre. Más trascendentes que las elegías, más sórdidas que las trompetas nocturnas, más pesarosas que las teclas del piano de su esposa, su bella y amada Amparín. Era lo único que le quedaba. Amores distintos e incomparables, amores puros y entregados, amores erráticos. Amores malditos y desdichados por culpa del tiempo.

Caliza que en horas tristes,

Me dejas el alma en pena,

Desesperas.

Para mí, ya nada existe,

Fuiste pasión y sirena,

En la sierra.

Y rompió la tiza con la que consignó la última de las coplas manriqueñas, en este caso por la muerte de su piedra. Ni siquiera el Serratejo los miró mientras se evaporaban camino de Yecla, la ciudad donde iban a sucumbir los alacranes sabihondos.

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