
Comieron a gusto los del pueblo durante tres años, y sobraron tortas que se vendieron a la parroquia del Niño Jesús, recién edificada. Cuentan las crónicas parroquiales, que durante más de un siglo no hubo que comprar formas a las monjas del Suplicio de Madrid, pues no fue necesario proveerse del alimento divino que se transforma en luz, dada la abundancia de pan ácimo en el pueblo. El único problema, que arreció en la vida de Francisco y Puri, fue que tuvieron que negociar con los apetitos pantagruélicos de los ochenta y cuatro jornaleros de los gazpachos, que cuando se enteraron que no les iban a pagar en metálico, tomaron la consideración de recibir su sustento en especie. Comieron hasta reventar y murieron varios de una indigestión que asoló las casas de los yeclanos durante aquel lustro.
Devoraron los árboles de la plaza del Teatro, y arreciaron con toda brizna de hierba que se levantaba por el altiplano. Fue por culpa de ellos que cambió el clima en la región durante diez años, pero nadie les reprochó nada, pues tenían razón en mostrarse enfadados.
Durante años y años no se comió más que bacalao en Yecla, pues la escasez con la que dejaron el pueblo cuando volvieron las aguas a su cauce se extendió tanto como el peligro que corrieron los estorninos, ahora cazados y guisados en cazuelas de latón.
No obstante, a nadie le pareció mal el bacalao con estornino, incluso en algunos lugares de la Mancha tomaron nota de los fastos en sus particulares fiestas, que el bacalao siempre era apetecible, y los pájaros siempre abundan, y que tanto daba estornino que gorrión o codorniz. Todos quisieron imitar el absurdo yeclano de sus excesos, y algunos lo consiguieron.
En Villena comieron pan y harina con la fiesta de la Virgen de las Virtudes, en Caudete devoraron todas las verduras de la comarca con la Virgen de Gracia, y en la festividad de la Virgen de Belén, en Almansa, terminaron con toda la carne de pollo y conejo que pudiera quedar tras las hambres de lobo en celo.
Se sembró la comarca del altiplano de un hambre y una carestía que nunca fue reconocida en los libros de historia, pero que trajo como buena consecuencia la muerte de los lobos de la sierra Salinas, y el envejecimiento prematuro de la Reina María Cristina, regente de la infanta Isabel de Borbón, que reinaría con el nombre fatídico de Isabel II. Ni siquiera el general Espartero entendía a sus compatriotas en sus excesos bulímicos.
—Ahora reconozco que me quieres, y esta comida lo ha demostrado —dijo Francisco a su esposa desde un Estanco que no daba para pagar los gastos acumulado—. Ahora me gustaría tener un hijo.
—De acuerdo. Comprometí con mi hermana que ella sería la madrina del bautizo.
—No creo que le importe entonces que nazca un niño ciego.
—¿Y por qué tendría que ser ciego? —preguntó ella sorprendida por el defecto que iba a tener su primer y único hijo.
—Es por la elongación del espacio y el tiempo, al parecer nos afecta con más bravata a los Montañés que a otras familias.
—No entiendo, mi buen marido, cómo puede suceder eso. ¿Acaso está escrito en la cola de un ratón el destino de tus hijos?
Y Francisco Montañés, por primera vez en su vida, tuvo que confesar lo que había aprendido de sus antepasados árabes. Era un secreto que había guardado durante varios siglos, un misterio que se remontaba a la época romana, cuando Aulio Atilio Montañés, pretor en Hispania fue picado por el veneno de una tarántula follonera y casquivana que hablaba con su raza y le permitía entender y comprender más que el resto de los mortales.
—No tiene nada que ver la posesión de fotones con el uso que demos a los mismos. Si la luz no puede salir del ojo, el muchacho será ciego. Eso sí, tendrá más de cuatro hijos si la mujer que escoge es fecunda. Y lo será, porque será Amalia Onarres Alarín, hija de Leonardo Onarres, nieta de Juan Alarín Manzano, el regidor, y bisnieta de Antonio Chaco Val.
No malgastó Purificación el tiempo discutiendo con su marido cuestiones científicas que no entendía. Ella tenía veinticuatro años y su esposo había sobrepasado la cuarentena, además se había casado y enviudado tras haber criado junto a Micaela a dos de los muchachos más famosos del pueblo: José y Juan Montañés Alarín. ¿Se podía pedir más experiencia y sabiduría en las cosas del amor?
Lo único que pidió a San José, mediante tres velas y cinco oraciones, fue que no anduviera desconsiderado con su seno, y que si quedaba embarazada no perdiera el retoño, pues sospechaba que las mujeres que abortaban se amancebaban con lagartijas nocturnas y requesones de pollo para consolidar su suelo pélvico en nuevos embarazos. A cambio le prometió al santo castidad y virginal entrega en cuanto naciera su primogénito.
Aquella noche se entregaron al desconcierto, al sudor y al esperma. Todo salió a pedir de boca, pues Puri siguió los consejos de su madre, Josefa Petra, y cumplió a rajatabla aquellas palabras que le supieron a gloria en días anteriores.
—Es importante que tras el primer pinchazo suspires una jaculatoria en voz alta. Eso hará que tu marido suelte antes su condición. Y no se te olvide colocar la sábana del amor encima de tu cuerpo desnudo.
La sábana había sido tejida y cosida con esmero y primor durante los años que duró la espera de marido. Purificación había tenido buena maña y mejor oficio, y había compuesto unos aros bellísimos en una filigrana que encontró en un libro de música de la parroquia. Era un tetragrama hecho para música sacra; y ella, que le había gustado el dibujo, tomó la misma figura para su sábana de noche de bodas.
Francisco quedó seducido por la inteligencia de su esposa, pues en cuanto se recostó sobre la sábana que cubría a la muchacha, escuchó un Te Deum entonado por los ángeles del cielo. Luego se embebió de una salmodia divina, y aunque Purificación intentaba con sus jaculatorias repetidas excitar a su marido para que definitivamente eyaculara —incluso no escuchó de lejos la cencerrada que iban a prodigarle los vecinos de la calle Salsipuedes—, olvidó el último consejo de su madre: moverse rítmicamente siguiendo la danza de la tarántula, la misma que aprendería ella de unos actores italianos que representaron en el Teatro Concha Segura, Don Juan Tenorio, de D. José Zorrilla y Moral.
El problema es que la música que entonaba aquella sábana bendita no guardaban más ritmo que el que podía enardecer el alma y ocultar la lívido. Por suerte, la posición era la adecuada, y Francisco Montañés Chaco, que era todo un experto en tales lides, se tapó los oídos para que aquella intimidad cuajara en un nuevo ser. Inclinó sus rodillas un poco, y en un gesto inusual para una postura tan precaria como era la de misionero con los oídos obturados, logró lo que durante tres horas había sido imposible.
Al día siguiente Purificación dio gracias a Dios por el embarazo; y al otro doblegó la espalda por el peso del retoño. Tras tres años de un embarazo donde todo era tranquilidad y asueto, dio a luz un diez de junio del año mil ochocientos cuarenta y dos, cuando nadie se lo esperaba. Un pequeño al que pusieron por nombre Pedro José Juan Montañés Manzano. Pedro por su abuelo, José por su abuela, y Juan por ser el precursor de la velocidad de la luz, la misma que retendría a Argimiro Montañés Onarres, su nieto durante toda su vida, a la hamaca en la que había decidido morir un día de verano.