Verdades que ofenden, verdades que enseñan, verdades que molestan.

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La verdad es la verdad, la diga quien la diga, Platón o la abuela de Platón. Esta era la máxima que se ha seguido durante muchos siglos, cuando la verdad era una, y cuando pretendíamos con la objetividad conquistar al mundo que se arrastraba por las aguas mentirosas de la opinión y la subjetividad. Pero los tiempos han cambiado, y la verdad, hasta donde podemos expresarla, adolece de la fuerza de una autoridad que la respalde con solidez. Hoy la fragmentación del pensamiento nos obliga a comprender todo a medias, sin un sentido último de las cosas, y sin una explicación razonable de lo que sucede.

Hoy, por ejemplo, se cita a los poetas para los asuntos de ética, se cita a los científicos para cuestiones de antropología y cultura, y se cita a los de la tele para burlarse de la ignorancia de los ciegos en el país de los tuertos. Los del telediario nunca nos explican el porqué de las cosas, y los comentaristas televisivos indagan en la simpleza del juego politico como si fuera una partida de ajedrez compleja y llena de psicologías indescifrables. A veces, incluso – digo yo que por equivocación -se cita a algún filósofo, pero casi siempre lo hacen sacando de contexto lo que quiso decir, y siempre con la intención de justificar la propia opinión. Son los signos de los tiempos, se fragmenta el saber, y se hace decir al pasado lo que uno quiere escuchar. No corren buenos tiempos para la verdad, y parece que nadie quiere escuchar una VERDAD profunda que sirva PARA APRENDER algo desconocido.

La verdad soltada por la gente así, a bocajarro y sin vaselina, que es como te enteras de lo que se quiere decir, nos despista respecto de la verdad que contiene, entre otras cosas porque es una FORMA. Los lenguajes asertivos deben ser – según la psicología moderna – supercómodos, llenos de confort y facilidades de pago, pero no siempre logran que el prójimo se entere de lo que se quiere decir. Hasta los perros pillan el tono que empleamos. Por eso, llamar hijo de la gran puta, a un señor que es tal, comentándoselo en plan aseritivo: «su conducta es impropia de un ciudadano que ama la libertad, la democracia y respeta al prójimo, debería usted intentar no violentar los objetos que no le pertenecen»; pues como que no se entera. Te llama facha despreciable, y te sigue rallando el coche con las llaves. Hay que llamarle hijo puta, hasta que se cabree. De hecho se lo dices para que se cabree y se entere de que es un capullo. Esta es la VERDAD QUE MOLESTA, más que nada porque se la dices a pelo, y porque dices la verdad.

Hay un refrán que dice que «LA VERDAD OFENDE», y es cierto. Sobre todo ofende a las personas soberbias que no están dispuestas a aprender de los demás. Los que han terminado su discurso, catalogado el mundo y puesto letrero a las personas según sus convicciones. Esta peña es la que suele terminar gritando que no les faltes, que no les ofendas, mientras te insultan sin límite. Son los hijos de puta que van con las llaves por el mundo, jodiéndote el coche. Suelen proliferar en el anonimato de las redes sociales, los chat de grupos de debate y demás contenedores anónimos de ese infierno llamado internet. Mucha gente piensa que al otro lado no hay nadie real, o que es un lerdo. Jamás se plantean que están debatiendo frente a un señor que podría ser doctor en historia, o catedrático en biología, o que tiene más estudios que uno, y multiplicados por cien. Siempre se cree que los del otro lado son medio estúpidos (muchas veces lo son, claro); pero al final, dada la limitación del espacio virtual, se termina convirtiendo las redes sociales en un lodazal.

Esto viene a propósito de un suceso de esta semana. El otro día en las redes sociales, una antigua alumna que tuve en Bembibre (como no), insultaba a los católicos abiertamente, comparándolos con los yihadistas, para lo cual usaba un chiste de dudoso gusto y mucho resentimiento acumulado. Lógicamente reprobé su conducta con argumentos, pero ella, en lugar de aceptar su equivocación, se empeñaba en reafirmar su postura. Ya le puedes exponer la diferencia entre un católico y un musulmán, que ella ni lo veía, ni lo quería ver. Se sentía superior porque era «atea», y decía que como estaba estudiando historia que ya lo sabía. O sea, que no terminamos una carrera y ya somos autoridad en todo. Carrera que, por cierto, era derecho, no historia. Le da igual, porque no buscaba la verdad y se escudaba en la mentira. Si le dices la verdad de su conducta, la ofendes, claro, como al capullo de las llaves. Que son don erre que erre y salvo que te enfrentes no ven nada más que la zanahoria que cuelga delante de sus narices, sin preguntarse si alguien se la ha puesto ahí para que la miren y caminen. Ya Platón tuvo problemas con su mito de la caverna y los sofistas que se empeñaban en decir que eran muy listos.

La verdad que ofende es la que aterriza en un tipo soberbio, en una persona que no quiere aprender nada de los demás y que no quiere escuchar que se ha equivocado. Es la verdad de cientos de alumnos que hoy pululan por las clases con su pensamiento políticamente correcto, incapaz de descubrir nada nuevo que no provenga de sus fuentes de referencia, es decir, su círculo social cerrado y sectario. Es la verdad de la juventud, que grita en la calle su verdad, y atropella a los demás cuando no le siguen. Es la verdad del sectario y del obrero, del que no sabe y no sabe que no sabe. Es la verdad cuando se la cuentas al necio, te suelta una coz.

La verdad que molesta es aquella que cae sobre las personas que no quieren escuchar más que su discurso, y que se sienten agredidas en cuanto escuchan algo que desentona con lo que ellos afirman. Es la del egocéntrico, del que está mirándose el ombligo todo el día, el que no tiene tiempo para pensar en otras cosas que no sean su mismidad. Es el superhombre de Nietzsche, que se molesta con los disgustillos que le dan los que todavía creen en el bien y en el mal, pero que no saben que son la misma basura que desprecian. En el fondo son parecidos a los anteriores, aunque guardan mejor las apariencias y las formas.

Yo prefiero la verdad que enseña. La que enseña al que quiere aprender algo que no sabe. La verdad que enseña es aquella que cae sobre las personas que tienen deseos de aprender, que aunque no estén de acuerdo en todo lo que escuchan, lo escuchan con atención intentando comprender. Su desgracia será que la mayoría de los que van por la vida enseñando cosas, no enseñan nada más que las tonterías que ya hemos escuchado todos una y otra vez. Se necesita paciencia para estar en esta posición de escucha.

Estos bienaventurados, son las personas que suelen enseñarnos a los que queremos aprender de los demás, pues han escuchado a todos y de todo. Estas personas tienen ante la verdad una actitud humilde, no suelen dar lecciones más que de lo que saben y están dispuestos a aprender de cualquiera que se esfuerce en mostrarle la verdad. Es la verdad de los profesores que se sienten estudiantes toda la vida, de los que han estudiado y miran el mundo haciéndose preguntas irresolubles, de los que aprecian el saber y disfrutan con una palabra sabia, por pequeña que sea. Es la verdad de los que son conscientes de que cuanto más estudian y conocen, más ignoran y desconocen. Es la verdad de los que son honestos con lo que saben y no saben, y te cuentan lo que conocen, que a veces es muchísimo.

Algunos al pasar junto a ellos no les reconocen, y siguen vociferando, otros nos descubrimos ante ellos, pues son los verdaderos filósofos que mantienen una actitud filosófica ante la sociedad.

Por desgracia, nuestro mundo rebosa de gente que se esfuerza en enseñar a los demás memeces (usa cartelitos, fotos y chistecitos para convencer al resto), pero no tienen argumentos cuando les preguntas por el fondo de su opinión. No son muchos, por suerte, pero hacen mucho ruido; por eso hay que ofenderlos cuanto antes para que nos dejen tranquilos, y podamos escuchar a los que de verdad saben y enseñan.

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