Hay que reconocer la importancia y el valor que tiene para mucha gente la historia. No me refiero a que haya personas que recurran constantemente a ella para justificar sus excesos ideológicos, véase nacionalistas y exaltados de toda condición, sino a aquellos que buscan en la historia razones y resortes para entender y comprender al hombre en toda su complejidad. De ahí que la historia, o mejor las historias de la historia, les emocionen y fascinen. A mi también me embriagan y deleitan, ¿por qué no reconocerlo?
Tiene algo de romántico recrear escenarios imposibles en la actualidad, soñar con portes y personajes muertos hace tiempo, asimilar el absurdo azaroso de la existencia humana, o comprobar que la maldad y la bondad, la cizaña y el trigo, crecen en campos muy cercanos. Tan cercanos que caben en un mismo poblado, un mismo reino, y bajo un mismo techo.
La historia está llena de esas historias maravillosas que despiertan la imaginación y elevan la costumbre de mirar el día a día con otras neurosis. Presentan a menudo ojos sabihondones y extremidades zanquilargas, las mismas que nos permiten correr nuestra existencia con la melancolía de no haber vivido en otra época, y el promiscuo y sensato agradecimiento de disfrutar de las comodidades de ésta. La historia otorga a sus seguidores el don de no amostrencarse, de no ser un zote; los ubica en el tiempo y les da argumentos para no despachar al mundo con demagogias simplonas maltraídas en un vermut de mediodía. Nos da conversación e ilumina las relaciones con los objetos que tienen más de cien años. Nos ayuda a comprender al bisabuelo, y nos hace trascender con la misma luz que iluminó a los platónicos, y los desplazó en su contemplar de sombras cavernícolas. Desde que hay escritura hay historia, y no es casualidad. Escribir sobre la historia, novelarla, contarla y entenderla es ser más hombre y menos semoviente.
Sin duda un amante de la historia es un caballero, un marinero, un eremita, un romano conquistador de fronteras y pueblos, un capitán prendado de territorios inexplorados, de batallas imposibles y de mundos torcidos. Es un seductor, siempre dispuesto a regresar al pasado en cualquier momento para ver, y comprobar por sí mismo que los muertos del pasado resucitan temporalmente, y que nos pueden hablar y contar de sí mismos y de su tiempo. Esos espectros resucitados nos enseñan y nos obligan a aprender, y cuando ya han cumplido su misión, vuelven a las tumbas en las que un día los depositaron. Les miramos a la cara, pensando que siguen estando ahí, junto a nosotros. Dispuestos a narrarnos, a decirnos. nos dan las gracias y se vuelven a dormir.
Junto a los muertos de la historia comprendemos que el hombre es hombre en cualquier condición y circunstancia, y que las veleidades que habitualmente arrastramos estuvieron configuradas, y prefiguradas, en otras vidas anteriores a la propia. Ajenas y malditas, o benditas e irrepetibles. ¡Cuánto nos hubiera gustado conocer a tal o a cual personaje de la historia…! Y nos recreamos imaginando y disfrutando con los restos del castillo, de la calzada romana, conociendo a la Santa con la pluma en la mano. Y nos basta una espada labrada en la fragua que un día visitamos por un par de euros en un museo provinciano. Un guía nos cuenta lo que ya sabíamos y amábamos, pero a nosotros nos seduce imaginarnos que por tales piedras paseó aquella andariega universal, o cabalgó aquel rey emperador, inocentes, inteligentes, arrojados, entregados, heroicos, hombres y mujeres, niños que crecieron, vidas que dejaron como huella nuestra existencia, pues antepasados nuestros son.
Tampoco hay que olvidar que detrás de un historiador hay un pequeño cotilla, un hombre interesado en las cuitas humanas, un recopilador de anécdotas que no se resigna a lo que le cuentan, sino que quiere reconstruir con meridiana exactitud aquello que sucedió, con pelos y señales, como si lo viera y lo pudiera tocar. Por eso, que durante estos días, haya tanta gente interesada en la novela histórica, en la serie Carlos Emperador, en Santa Teresa, en la serie Isabel, o en la Segunda Parte de los Caballeros de Valeolit. Lealtad y promesa es un motivo de regocijo para mi, y para todos los que disfrutamos contemplando el tiempo, soñando mundos pasados, ensanchando nuestra existencia. Y me trae a cuenta la enorme responsabilidad de contar con fidelidad y rigor la verdad de lo que sucedió, y de recrear con decisión y valentía, aquello que no sucedió, pero que perfectamente pudo suceder. Esa es la novela histórica, y esos son los amantes de la historia. A vosotros os lo dedico…