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Mirando la plaza y yendo a ver Star Wars.

Sin detenimiento llegaba la gente. Se arrebolaba en torno a un desfile, procesión, cabalgata sin caballos. Era día 15 de diciembre y como todo el mundo sabe, en las ciudades obtusas de piedra y neurona alguien decidió que había que celebra el día de la nada, de la leche gaza, del paseo marítimo sin playa, de la costa verde sin costa. Repartieron caramelos, exaltaron la fiesta abstracta de la abstración que nadie sabía y que viva la juerga. Desde el viernes negro hasta el sábado color leche de vaca. Muuuuu. Había muuuuucha gente, muuuuuchos niños y todos felices. Sus padres menos, y los de las carrozas cara de poker de ases, perdón. Escalera de colores, como el día de la humildad heterosexual. Una genialidad el alcaide, que ahora es portagrillos del principal partido indultador de golpistas.

Me pilló por la calle Duque de la Victoria, Marques de la Derrota, Hidalgo de la Locura, daba igual. Estaba el centro cortado porque había una cabalgaba con carrozas y todo, donde la nada confluía con el todo. ¿Para qué darles a los católicos cancha? Mejor dividir las fuerzas y tener contento a todo el mundo. Y que viva Papá Noel, la leche Gaza y la madre que lo parió. Todavía no sé que coño celebraban. Que la fuerza te acompañe, tío. Vale, gracias.

Atravesamos por la menguada plaza Mayor. Un árbol estilo torre de babel, alto y sin tronco. Como Valladolid mismo. Luces y reluces, sin traje de luces. Todo brillaba. El mercadillo de sí mismo vendía lo que calienta: chocolate; y lo que nadie recuerda, que son petardos y matasuegras. Al fondo, escondido en un pesebre de pega unas esculturas relativas al pesebre católico. Gracias, hombre, al menos no nos lo habéis quemado. Será por respeto a vuestras abuelas. El tíovivo mantiene la tradición de marear a los niños para que cuando sean adultos se acostumbren al caos y al movimiento reinante de una sociedad que ha perdido el norte a fuerza de imitar a los chinos.

Me entregan unos vales, una especie de boletos de rifa de tiendas, donde si concursas y ganas te regalan una orgía de consumo pero sin poderte copular lo que te salga del fetiche. Cheque regalo dicen, y luego a gastar en bloques de 300 euracos, máximo 1000 por tienda. Los comerciantes están felices con la Navidad. Cualquier día cubren el niño de oro y lo adoran. Será el becerro de oro del nuevo pueblo elegido cuya tierra no mana ni leche ni miel. Manan cofrades y beduinos con camellos de cartón piedra. Baltasar será Goitóm, aquel sueco que jugaba en el pucela, por recordar cuando éramos malos. Viva la lotería, el boleto indiscreto, el gasto por el gasto, el consumo por el consumo. Comer para defecar, y alimentarse de las heces para redefecar. Con perdón. La Navidad era otra cosa que nadie recuerda por falta de tiempo. Yo sí la recuerdo de otra forma, y me gustaba más.

De noche me procesiono para ver el final de los Jedis. Es más de lo mismo, pero no más de lo mismo de las anteriores pelis de Star Wars; es más de lo mismo respecto al paisaje de la ciudad. No se distinguen los buenos de los malos, los héroes son unos resentidos amargados, y el tío Walt aprovecha para colarnos la lucha de clases de rondón. Ricos y pobres, alegres y entristecidos, listos y tontos, malos y buenos, indios y vaqueros. La religión laica starwadiana está herida de muerte. El ángel San Miguel ha tomado las riendas del asuntos y a Belcebú se le empieza a ver el plumero. La fuerza es un equilibrio zoroastrista imposible sin la guerra. Es Heráclito sin Parménides, es el triunfo de Nietzsche con un nazismo oculto que no desciframos. En realidad el último Jedi fue Georges Lucas que se pasó al lado oscuro de Disney al vender la gallina. Las consecuencias serán terribles en el infierno, donde se asan gallinas a fuego lento.

Van por el capítulo VIII, en cuanto lleguen al capítulo XIII los héroes serán indefinidos sexuales, tripoligonádicos. Es lo suyo dentro de cinco o seis trilogías. Estar con los tiempos, matar a los heróes de pelo en pecho, salvadores de huérfanos y viudas. Que los salve su p. m. Vale. Al menos la batalla y las hostias no defraudan. Y la música. Eso sí que mola en pantalla grande. Naves yendo y viniendo a ningún lado, porque no saben ni quienes son los buenos. Los malos son los fachas, claro, pero es que ya todos son fascistas y antifascistas, o sea, malos todos menos los robot, que siempre son buenos por ser oprimidos de segunda fila, esclavos de sus amos.

Al día siguiente pongo el Belén en mi casa. No hay trampa ni cartón. Las figuras son de resina, pero expresan lo que representan. Un niño desnudo y pobre en una cuna donde no abundan ni los revolucionarios, ni los sacerdotes jedis, ni los entristecidos y lloricas comerciantes de mi ciudad. Un pesebre donde no está el alcalde colocándose en primera fila junto a su concejala del ramo frito, y donde el niño no toma leche gaza, sino leche de teta de María Virgen y Madre de la Humanidad. En el Belén de mi casa las figuras no son robots listillos que pilotan naves de combate. Son símbolos inertes de un mundo católico que está más vivo que nunca. Los inertes son ellos, que agonizan con aspavientos raros. Y me siento un Jedi de verdad. Los últimos Jedis somos nosotros, y no ese Suerte Paseaporelcielo de Luke. Lo sé porque doy docente, que sigue siendo una noble e ingrata tarea. Lo sé, porque Miguel, el pobre del Mercadona que vino de Canarias, me saluda contento cada vez que me ve. Echamos una parrafada y me dice «mi niño». Es buena gente, pero sin suerte. Lo contrario de Lucke, que es un amargado.

Feliz Navidad del Niño de Belén. Qué Dios venga. Marana tha.