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Cuando se acaba la vida y se muere en soledad.

Aquella mujer fue trasladada de su casa al hospital por un equipo de extraños. Fue apenas un soplo de fiebre y un agotamiento en la voz. Dos toses de pecho y la certeza de convivir con el peligro que da tener un comercio de alimentación, y un hijo en el hospital con turno de noche.

Apenas pudo despedirse. Quizás te ingreses, puede que no sea nada. Llévate el móvil. Pero tenía escrito el miedo en el asomo de sus ojos marrones. Color café, tras el sendero de las gafas de ver. Habrá que cerrar, que remedio. No pasa nada. Lo importante es la salud. No añoraba el café de mitad mañana, el que le traían al comercio, para no perder un instante de mañana cuando se olvidaba. Ahora lo añoraba todo cuando escapó en una ambulancia que más parecía estación espacial que orbitara la luna que lugar para recuperar la salud.

Marido e hijos. Allí quedaba la familia todavía por construirse el futuro. El pequeño sollozaba, pero ella le dijo que no era nada. Que en cuatro días volvería, aunque nadie supiera con certeza el día que tal cosa sucedería. En unos días volveré, pensó. Y así lo dijo. Preocupación en su marido y ansiedad en los medianos. Cerró los ojos y dejó escapar una pequeña lágrima de la comisura de sus párpados. Apenas era nada. Seguro que regresaba en una o dos semanas.

Trámites de enfermedad contagiosa. Distancias, diagnósticos y un par de pruebas para asegurarse de que sí, de que era estadística de la pandemia. Hoy la citarían en Moncloa como un número más, y pasaría a ser de los contagiados que estaban hospitalizados. No es que la fiebre fuera alta, es que tenía hipertensión y tos. Había que prevenir, y quizás por algo azaroso ella sí gozaría de cama. Que no sea nada y que se pase pronto. He tenido suerte, se decía cuando intentó enviar un mensaje por un móvil que ya no tenía cobertura y que perdió la batería en un alarde de impaciencia. ¿Para qué recargar?

Entró preocupada, y las horas fueron pasando como pasan cuando uno está convaleciente. Durmiendo y pensando. No podía salir, y nadie podía entrar. Algún médico y las pocas enfermeras que parecían astronautas enfundadas en sus trajes espaciales le pusieron gotero, por si acaso. Eran gentiles, amables y encantadoras. Pero no podían estar demasiado tiempo dando conversación. Esto se desborda, y sonreían. Gracias, gracias. La comida  la dejaban en la bandeja y tras ingerir sola su alimento durmió hasta el segundo día.

Por la mañana algo debió suceder en sus pulmones que fue llevada a una Unidad de Cuidados Intensivos, donde embotan tu mente, la llenan de tubos y derramas unas último quejido. No puedo respirar, y era verdad que no podía. Mejor prevenir. En la UCI hay respiraderos. Son de un país que no puedo recordar, llegaron hace tres días, ha tenido suerte. La suerte de la enferma que se agarra a un pedazo de plástico motorizado por una fábrica de coches reconvertida para tiempos de guerra. Así dijo el telediario que no pudo ese día escuchar. Respiradero hecho para la ocasión.

Nada sabemos de mamá. Que será de ella. Que hay que resistir. Que dice un médico que le ha dicho que está medio bien a tu hermano. Que pronto pasará. Pobriña tan sola en aquel cuarto tan grande. Con lo que le gustaba a ella la tienda y hablar.

Por suerte el capellán del hospital conoce su trabajo. Les ha llevado nuevas a la familia. Era una simple llamada de ida y vuelta. Que está bien, pero en la UCI. Eso me han dicho. A ver que puedo hacer, hablaré con ella y ya les diré. En la UCI solo hay una hora para encontrarse, pero ahora está limitado a un segundo de tristeza. Lo saben ya todos. Aunque nadie sabía nada.

Y alrededor de ella la vida se pasa. Todos usan mascarillas, tapabocas dicen los vecinos de arriba. Y portan guantes y plásticos como los chubasqueros que usamos para el fútbol cuando llueve en Valladolid. Real Valladolid. Se lo diré a Paco cuando regrese a casa. Qué pena que no haya ni fútbol, ni la tienda está abierta, ni sé nada de mi familia. Espero que no se hayan contagiado y estén bien. En esta soledad, los de las camas de al lado están como yo. Con miedo los despiertos, y con fiebre los dormidos.

Mi hijo puede entrar a verme. Trabaja aquí, pero no se puede acercar. Mis pulmones se están encharcando dicen, pero quizás pueda superar la enfermedad. Me duele, es verdad, y la mañana parece dulce comparado con la tarde que me dicen que esto irá a más. No sé que me han puesto en el gotero. Por suerte, ha venido el capellán, gracias al médico de guardia. A la enfermera. Gracias a todos, pero ya no puedo más. Necesito salir y volver a mi casa. A dormir en mi casa, y a escuchar la voz de mis niños. Y sólo escucho la soledad de unas paredes verdosas y un cielo fluorescente de estrellas que brillan día y noche.

Desde la UCI escucho unos aplausos, no son muchos. Y veo como cubren con una sábana al compañero de cama que hace unas horas estaba algo mejor que yo. Me duele mucho el pecho, más que antes, y la fiebre no remite.

Y sé que es el final.

Paco, Javier, Ana, Lucía y Manuel. Sé que los cuatro estarán preocupados. A mis padres que tanto me quisieron y que me hicieron tan feliz. ¿Por qué me acuerdo ahora de ellos? A las amigas que se fueron del pueblo, igual que yo. ¿Dónde estarán ahora? Me duele y no puedo casi respirar, si no fuera por esta máquina bendita.

Soledad y angustia. Rezo una oración olvidada que aprendí de mi madre cuando era pequeña. Pues yo nunca he sido de rezar. Te pido perdón, Señor, por las veces que no lo hice bien. Aunque no sé si hay un Dios al otro lado. Nadie lo sabe. Pero si lo hay me gustaría estar a bien con Él. Pero algo tiene que haber. ¿Y si no hay nada? Aun me quedan unas horas, espero. O tal vez no. Que aburrida es esta soledad. Siento que estoy sola. Me hubiera gustado un final con Paco de otra forma. Jubilarnos y poder disfrutar un poco juntos. ¿Qué será de él si me muero? Me molesta el silencio que interrumpen las enfermeras. Las escucho perfectamente hablar. Silencio. No quiero seguir pensando, prefiero callar mi mente. Pero no puedo. ¿Y si me muero así, en soledad?

Su esposa perdió el conocimiento ayer por la tarde, al parecer una embolia pulmonar complicó la neumonía. No la pudimos recuperar.

Y lloran los cinco que quedaron en casa. Y tienen miedo por si ahora es su padre el siguiente. Y no habrá funeral. No puede haber funeral, lo ha dicho el de las estadísticas. Ni funeral, ni misa de difuntos. El capellán nos ha dicho que la encomendará, y que cuando pase todo…

Pero ya ha pasado todo para nosotros. Esa tarde, fue una estadística más.

La de los fallecidos. Pero no es una más.

Era Maite, la de la tienda.

 

 

PD: Dedicado a los caídos por la pandemia Covid-19. A sus familias.