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La paranoia nacionalista en España: entre Cataluña y ETA.

Qué razón tiene el amigo Boadella, más que un santo con esta frase: «El nacionalismo lo primero que hace es poner un enemigo en funcionamiento, y en el caso del nacionalismo catalán el enemigo es España. Creo que hay una parte de los catalanes que están enfermos de paranoia porque creen que España está contra ellos» Albert Boadella.

Y es que desde hace doscientos cincuenta años los nacionalistas de todo pelaje no han hecho más que meternos en guerras, en posguerras, en luchas de liberaciones y en entelequias inventadas por sus paranoias. En Europa, el nacionalismo ha sido el creador de un cúmulo de mentiras tan abundante que todavía no nos hemos recuperado, son los padres de la leyenda negra antiespañola, los abuelos del racismo eurocéntrico y protestante, los bisabuelos de los exterminios más masivos y genocidas de la historia, y, finalmente, los tatarabuelos de la propaganda que trata de ocultar sus genocidios. Y ahí siguen, afirmando tan panchos y circunspectos que son víctimas, como si no pudieran sentirse y ser catalanes, españoles, europeos y terrícolas a la vez.

El origen de sus lamentos está, y creo no equivocarme, en el complejo de inferioridad que arrastran frente a los vecinos; lo cual, sea dicho de paso, se combina sutilmente con el ansia de poder. Tampoco es nuevo. Si los flamencos del duque de Orange montaron sus guerras y mentiras para independizarse de su legítimo rey, casualmente español, fue porque se sentían inferiores, porque ambicionaban el poder, y porque son así los pobrecillos. Malos hasta asesinar a los que piensan distinto; y lloricas cuando no pueden usar la guillotina.

Por eso no es casualidad que Puigdemont, y antes los etarras, eligieran Bélgica como paraiso nacionalista. Tampoco es extraño que un poco más al norte, en un condado independentista del Reich actual, un juez alemán se hiciera un lío con el asunto. Entre el complejo nazi, el miedo al qué dirán, y la ignorancia. Tampoco es nada nuevo.

Y es que Europa está sentada sobre un polvorín al que le quedan unas cuantas guerras más  para espabilar, todas con el nacionalismo y sus embustes como principales mecheros. La última guerra en Europa fue por la fragmentación de Yugoslavia, nacionalismos enfrentados. Pero las próximas serán por Cataluña, quizás Alsacia, Babiera o Córcega, Escocia, Gales o Irlanda del Norte. A saber. ¡Ojalá me equivoque, pero Europa corre hacia su siguiente guerra sin ser consciente de ello! Y el problema es que tenemos las papeletas para que nos pase a nosotros: gobiernos débiles y paralizados, sociedades manipuladas y complejos. Muchos complejos a la derecha y a la izquierda.

El nacionalismo es la versión finilla del tribalismo, al pueblerino, al tractorino y al patán que inventa paranoias, persecuciones inexistentes y victimismos falsarios. El nacionalista eleva la mirada al auditorio buscando que apruebes sus ridículos argumentos. Si les das lo que quieren, que es el poder y el dinero, te seguirán mirando por encima del hombro. No tendrán, además, ningún reparo en perseguir a los no nacionalistas cuando se les antoje. Y tampoco les preocupará robarte parte de lo tuyo aduciendo que necesitan expandirse (Valencia, Mallorca, Navarra, Praga o Polonia). Están deseando humillar al resto del mundo para demostrarse a sí mismos que son como los demás (acomplejados) y así indefinidamente.

Siendo sinceros, yo creo que el nacionalismo no tiene capacidad para gobernarse ni inteligencia para mejorar ni siquiera lo suyo. Su guía son las emociones y los sentimientos, por eso inventan conflictos donde hay paz y prosperidad. Suelen conducir a los suyos a la muerte y a la guerra, con el simple argumento del «porque yo lo valgo». Y pocas veces, muy pocas hacen cosas buenas por su pueblo. Si tocan la educación, la convierten en excluyente (de los castellanoparlantes por ejemplo), y si entran en materia de sanidad, escogen a médicos que hablen su lengua antes que sean los mejores en medicina. Son así.

Me dice un amigo que el nacionalismo se disfraza de patriotismo, pero que es muy distinto. No le falta razón. El patriotismo consiste en amar a tu nación y su cultura sin excluir la de los demás. Reconocemos lo propio y nos admiramos de lo ajeno. Es curioso que los patriotas enfrentados en la guerra, por ejemplo, se suelan reconocer en las ideas que los unen y en el honor del servicio a los demás, a los suyos.

Pueden hablar y entenderse. Wellington y Castaños, por ejemplo, se reconocieron como tales, y reconocieron la valentía y capacidad de los franceses que tenían frente a ellos. Ellos aman su país, igual que nosotros el nuestro. El honor está por encima, y no se pide al enemigo que traicione a su patria.

Pero el nacionalismo no funciona igual. El nacionalismo está lleno de envidia por lo que no tiene, y codicia lo que nunca tendrá. Ningún etarra dirá una cosa buena de España que excluya a los vascos de su bondad. Lo mismo los Puigdemónicos. El nacionalimo se inventará amores enfermizos en lo que les parece que es auténtico, exclusivo y natural a ellos: su raza, su bandera, sus cánticos y su lengua. Y alimentan con la misma necesidad el odio intransigente y racionalizado contra el esperpento creado. Necesitan un enemigo ridiculizado sobre el que ciscarse y perseguir. Lo malo es que no les importará matar, derramar sangre y destruir su patria con tal de conseguirlo.

La semana pasada hemos visto que ETA ha anunciado su final. Pero eso no será el final de su guerra (su presunto conflicto). Seguirán con la propaganda hasta hacernos creer que sus asesinos son héroes y mártires; y que sus asesinados nunca existieron. Por eso, hasta que no haya un monumento a Miguel Ángel Blanco presidiendo la playa de la Concha en San Sebastián, ETA no habrá muerto. Y hasta que no podamos pasear con una bandera española por Alsasua, Tordesillas, Zafra, Hernani, Hospitalet, Basauri y Dos Hermanas (pueblos todos españoles) no podremos hablar de libertad y democracia en nuestra patria. Hasta que Puigdemont no sea juzgado por sus presuntos delitos, no habrá paz en España. Ni en Europa.