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Amar y odiar Cataluña. Amar y odiar España.

De verdad que no me apetecía volver a tocar el tema de Cataluña, que ya aburre por cansino y triste. Pero es obligación en estos días donde los sentimientos se agolpan y se endurecen, como si de una relación de amor se tratara, de amor y odio a un tiempo, escribir y dar una palabra de esperanza a la cuestión catalana. Además, es obligación del que escribe iluminar a los lectores que de fuera de España, mi país, siguen esta bitácora con cariño y entusiasmo, y esperan una palabra que les aclare qué sucede con el problema catalán, con el problema de España.

España es un país acomplejado. De los que más. Perdió en su momento la batalla de la historia contra las grandes potencias europeas (británicos, franceses principalmente), una batalla que era propagandística, y que tuvo como principales voceros a los intelectuales españoles del siglo XVIII, XIX y XX que difundieron durante mucho tiempo la leyenda negra española, copiando las mentiras de británicos, franceses y holandeses, sobre todo. Luego nosotros nos atascamos pensando en el problema de España, como si España tuviera un problema con su historia. No lo hemos superado, y andamos pensando que los españoles somos malos, más malos que el resto. No es verdad, claro, pero tenemos complejo y no hemos ido al psicólogo.

Eso es algo que nunca sucedió en otros países. Francia no tiene complejos, y Gran Bretaña menos. Se la sopla los que piensen los demás cuando hacen el animal. Pero España no. Somos un país sensible, de artistas y de mendigos, de pícaros y de héroes, de Quijotes y de Sanchos, un pais de místicos y putas, de héroes y villanos, de cantaores de flamenco que se mueren de hambre mientras reciben el reconocimiento de los de fuera. Somos un pueblo de tópicos románticos que odiamos, pero somos un pueblo de siesta y de orgullo. Comemos a las tres de la tarde los domingos para demostrar al mundo que no pasamos hambre y que hemos desayunado bien, coño. Somos lo que somos, distintos y especiales. Es verdad.

Pero en España también tenemos un lado negativo, y es que nos puede la envidia, odiamos todo lo nuestro. Somos así. Los españoles hablamos mal siempre de nuestro país. Por eso somos un país fuerte, decía Bismarck, porque a pesar de todos por escojonarla no lo logramos. Los españoles odiamos ser españoles, casi como principio. Y amamos ser españoles porque somos los mejores. Nos sentimos malos y pedimos permiso casi por dar al mundo a Goya, a Picasso o a Cervantes. Somos diferentes, así nos entendemos, y no somos capaces de VER el profundo aprecio y cariño que despierta nuestro país en el mundo, uno de los más admirados y queridos por su simpatía, cariño, romanticismo y belleza. No nos conocemos, y preferimos odiarnos. Por eso somos tan europeístas, porque nos acompleja menos ser Europeos que españoles.

Durante el franquismo, fruto de los mecanismos de la dictadura y de los intereses del llamado Movimiento Nacional (falange, acción católica, militares, etc), se reconstruyó una interpretación de nuestra historia nacional sesgada. Se exaltaron y mitificaron a algunos personajes nuestros como el Cid, o los Reyes Católicos, que poco menos tenían sus continuadores en Franco y en José Antonio Primo de Rivera. Y se denostaron a otros, que simplemente fueron olvidados. Cuando terminó la dictadura, España no hizo los deberes de reconciliarse con su historia. Bastaba con reconciliar las familias y las personas, que no es poco. Pero nunca reconciliamos nuestra visión del pasado. Nunca aceptamos que la bandera franquista no era de Franco, o que el Cid Campeador fuera un héroe legendario como Roland el franchute. Nos quedamos sin héroes y sin relatos que nos hicieran sentirnos orgullosos.

Perdimos, en pocas palabras, el sentido de nuestra identidad, y nos refugiamos en localismo y tribalismos autonómicos. Por eso nos escriben los hispanistas ingleses lo que sucedió durante la guerra civil española, porque no nos hemos reconciliado con nuestra historia. Por eso, no sabemos qué significa ser español. Quizás no sea más que una entelequia que nadie se plantea, pero nosotros sí; y nos flagelamos por ser lo que somos, aunque sepamos que somos estupendos.

Esto explica que en España, durante cuarenta años de democracia, lucir la bandera española fuera entendido como un gesto franquista. La izquierda ha denostado más la bandera nacional que la derecha, y su imposibilidad de reconocer lo bueno que tuvo el franquismo, por ejemplo, nos obliga a estar siempre disimulando lo que somos. Salvo excepción, claro, me refiero a Rafa Nadal, al rey Felipe VI, y algunos pocos más que salen fuera y se sienten orgullosos de ser lo que «sólo» (con acento, coño) cuarenta y pico de millones de personas pueden ser en el mundo: españoles, ni más ni menos.

Ante tal complejo, durante la democracia, en muchos territorios se ha potenciado una identidad fascistoide y nacionalista distinta, regional, provinciana, local, y me atrevo a decir que tribal y pueblerina hasta más no poder. Se han llevado la palma Cataluña y Pais Vasco, el primero con su autoreinterpretación histórica, y el segundo con el terrorismo lacerante, fratricida y nazi de ETA;  pero no hay región en España donde no haya cuatro descerebrados amantes de la absurda y ridícula especificidad. Por eso se hablan tantas lenguas que deberían haberse extinguido hacía mucho, y se potencia que en la universidad se considere tanto lo autóctono olvidando el sentido general de los estudios. No hay región en España donde se defienda a España por encima de la autonomía y el provincianismo. Al contrario, se prefiere potenciar al pardillo local que al héroe nacional. Por eso es difícil escribir en España, y es que España no tiene héroes nacionales como tiene todo el mundo, aquí los héroes son locales y de andar por casa. Nuestros héroes tiene que triunfar fuera para ser reconocidos. Si no triunfan fuera, son odiados y olvidados. Aquí no nos gusta el flamenco, salvo que un extranjero nos diga que es excelente; ni los toros, salvo que venga un francés y diga que es único. ni Julio Iglesias salvo que sea reconocido en el mundo entero y viva en Miami. Ni somos religiosos, salvo que llegue un Papa y nos diga que la mística española es lo más característico de nuestro país. Entonces gritamos Viva el Papa como posesos.

Ningún partido en el parlamento actual, por ejemplo, defiende la unidad clara de España (quizás Ciudadanos – que nació en cataluña precisamente – la cuarta fuerza parlamentaria). Todos los partidos hacen la vista gorda con los regionalismos estúpidos, y con las gilipolleces que nos cuestan dinero. Pero que forman parte de lo políticamente correcto aquí. Eso ha sido alimentado durante décadas, hasta que los catalanes, tras años de adoctrinamiento contra España (contra ellos mismos) han declarado la independencia olvidando a la mitad de los catalanes que se sienten españoles.

Ver las banderas españolas quemadas y arrancadas por el gobierno catalán y por parlamentarios lamentables ha dolido dentro, a casi todos los españoles normales. Somos orgullosos y nos toca los huevos. También duele en Cataluña a los catalanes perseguidos por sentirse españoles y amar su patria española, y ha dolido en todo el país, claro que sí. Nos duele porque somos pareja de baile, de amor y odio, de viaje y de existencia durante siglos. En muchas regiones se puede tener cierta envidia de los próspera que es Cataluña. Y yo, que viví en Cataluña durante siete años de mi infancia, siempre me ha molestado que se hable mal de los catalanes. Lo entiendo, porque cuanto más ha crecido el desaire que los dirigentes catalanes hacían al resto de los pueblos de España, tanto más se ha incrementado el dolor y el rencor. No son diferentes al resto, odian a España tanto o más que los españoles, pero nos toca los cojones que se lo crean y vayan de guays. En el fondo los amamos tanto como los odiamos, por eso no nos son indiferentes.

Y es que duele lo que se ama, y se odia aquello que no suscita indiferencia. Aquí da igual el tema de la pasta. Cataluña es nuestra casa, y es más odiada y querida por aquellos que más la quieren, andaluces y extremeños. Solo en un exceso de despecho se oye decir eso de: que se larguen y que les den por… No, no. Que se jodan, y que se aguanten como todos lo españoles nos jodemos por ser españoles. De aquí no se va ni Dios… (bueno, Dios sí, pero solo Él).

Salieron los catalanes que aman a España y muchos llorábamos de alegría y esperanza. Estaban escondidos, eran Albert Rivera y otros muchos. Eran hijos de emigrantes, como somos todos en este mundo, hijos nuestros que durante muchas décadas han sido insultados, menospreciados y arrinconados por no ser racistas como los nacionalistas de aquel terruño. Pero son hermanos, hijos, primos, parientes de muchos que desde el resto de España hemos visto quemar los símbolos de nuestros padres. Son de los nuestros, perseguidos y puteados. Catalanes y españoles, hijos todos de una historia y una tradición cultural común. Estamos en el mismo barco, y aquí no puede haber privilegiados.

Y hemos sacado las banderas españolas por primera vez en mucho tiempo.

Coincido con Juan Manuel de Prada, un escritor español, cuando afirma que la unidad de España no se puede basar en la Constitución, sino en las tradiciones que compartimos y que confluyen desde el pasado hasta el presente, en especial la tradición religiosa. Pero para eso necesitamos algo que no tenemos: quitarnos de encima los complejos y buscar en lo que nos une en la historia y como fraternidad. Somos españoles, y podemos contemplar juntos las raíces de nuestra identidad común, en lugar de ahondar en lo que nos separa, mejor subrayar y disfrutar de lo que nos une. Que no es poco, digan lo que digan los provincianos esos que dicen que son no sé qué.