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Idiotas con pedigrí.

Tras doscientos años repitiendo mentiras inducidas y mentiras ilustradas, los muy idiotas han alcanzado el pedigrí para ser los más imbéciles de la Tierra. Nos rodean y están por todas partes. Invaden las redes y los medios, que es tanto como decir las calles y el ágora. Son gilipollas y sumisos a un tiempo. Y son los que más me asustan.

No saben que son imbéciles y esclavos del adoctrinamiento que han recibido a lo largo de toda su vida. Se creen libres y auténticos, pero son copias de ignorantes. No saben razonar, no escuchan, no se interrogan, y en lugar de hablar rebuznan. Son clones inanes con picores en las bragueta que justifican sus debilidades como si fuera un derecho y una liberación refocilarse como un puerco. Y una puerca. Son lectores de El Pais, pero también abundan en el ABC, en el NYT.

Son peligrosos porque no saben que no saben, y además son peligrosos porque exterminan a los que tienen algo que decir, a los sabios. Los anulan y persiguen con sus consignas de medio pelo. Gritan y se jactan de que dominan la verdad, y no saben que siempre es más fácil una consigna que un argumento, un rebuzno que una explicación, una burla que una apología. Y un artículo que un libro. Invaden tertulias y memes, y se aseguran su opinión colgando en la red lo mismo que acaba de pensar otro clon semejante a ellos. Nunca escuchan, pues nunca aprendieron a escuchar.

Da igual que tengan carrera, estudios y buenos trabajos, pues jamás les dieron un criterio sólido para pensar por si mismos. Nunca paladearon una experiencia espiritual, mental o humana. Les negaron cualquier atisbo de religión y trascendencia, y se han convertido en adoradores de sus felices heces. No saben de Dios, ni de la eternidad, ni de sufrir, ni de los hombres. Leen lo que deben leer, y piensan lo que otros dijeron que debían pensar. Pero ellos se creen exclusivos y auténticos. Les bastan sus consignas y sus series favoritas  para entretener el pajarito y la pajarita. Infelices inconscientes de la verdadera felicidad. Arrebatados a Dios y condenados a la pobreza intelectual. A la ignorancia de vivir rodeados de libros que nunca podrán abrir y que no podrán leer; pues sólo puede leer el que está dispuesto a escuchar y a aprender.

Sin argumentos, sin razones, sin oídos y sin genio. No saben, y no saben que no saben. Son idiotas con pedigrí.

Han vivido adoctrinados bajo el dominio de los califas rojos, en clandestinidad y fuera de ella, y no van a cambiar. Se creen puros y buenos, sin conciencia para que no moleste, pero con tanta culpa que andan a la caza y captura de una banda de psicólogos que limpien de hedor su ponzoñosa piel. Llevas golpes en el alma, pero nunca reconocerán que sus males proceden de un divorcio que es moderno, de un abortorio que les arrancó un hijo o de un egoísmo enfermizo que los ha dejado en larvas de oruga primero, y en capullos muertos sin posibilidad de mariposear las letras. Se debaten en si son carne o pescado; y desconocen que serán vomitados.

Son los mismos que persiguieron a los cristianos en Roma, a los judíos en Europa, y a los contrarrevolucionarios en Francia o Rusia. Son los que quemaron iglesias en España, asesinaron monjas y poetas; para luego correr a apuntarse al bando vencedor por creer que dice la verdad. Bandos que cambian tanto como ellos, siluetas de manos o puños, svásticas y hoces con martillos, banderas arcoiris, república o la olímpica. Tanto da. Son los que reivindican la muerte en cualquiera de sus momentos: al principio de la vida, al final y en medio. Y creen que leer es tener noticias de un último bestseller.

Son los que perseguían a los portadores de gafas por ser enemigos del pueblo. Son esos mismos, los que ahora olvidan las letras y la corrección en el lenguaje haciendo de la inclusividad una pose nefanda. No saben hablar, pero hablan; no saben pensar, pero repiten lo correcto; no conocen la vergüenza, y no saben que son los nuevos cínicos, los perros sin atar que se lamen sueltos las heridas que les han dejado sin cicatrizar.

Están en la Junta, en el Gobierno, en los aularios y en la televisión. Son políticos y aprendices de político, entrenadores de fútbol y aficionados a un tiempo. Conocedores del coronavirus y asesores de barrio y de Naciones Unidas. Son gentes que se asoman como expertos, sindicalistas y protectores de la humanidad, de la sociedad, y de su estatus de cabrón alcanzado a fuerza de años sin aprender, sin leer, sin saber. Les basta con repetir lo que otros dicen. Repetir y repetir. Aparecer como sabio, con consignas estúpidas de un poder omnímodo que nunca he tomado en serio.

Nunca escuchan y nunca aprenden nada nuevo.

Cuando era joven creía que nadie se tomaba en serio lo que decía Txiqui Benegas, que hablaba porque la actividad política consiste en decir idioteces para que el rival político parezca peor. Hasta que comprobé que las mismas frases y consignas del Txiqui eran repetidas por un catedrático en una sala de profesores. Entonces me dí cuenta de que estaba todo perdido. De que no había salvación en mi país.

Y han pasado más de veinte años.

Han dejado su impronta en los chavalitos y chavalitas que han sido educados en las consignas de la propaganda del no pensar, del lenguaje inclusivo, del buenismo barato y de la asertividad que no tiene miedo al ridículo. Son Podemitas sin lecturas, apolíticos sin cerebro, aberronchos de usar y tirar que no disponen de recursos para oponerse. Quizás todavía escuchan algo, pero cada vez menos. Con los años dejarán de aprender y de escuchar, si es que alguna vez lo hicieron.

Son el residuo de una nueva sociedad que se ha hecho fuerte en los medios y que amenaza con destruir la cultura occidental mientras nos exigen un minuto de silencio ante una muerta, y salen de fiesta cuando los cadáveres son demasiado numerosos para contarlos.

Muchos ya gobiernan este país, otros empuñan micrófonos en mano sin avergonzarse de sus liendres intelectuales y mentales. A menudo repiten consignas educativas sin reparar en los cientos de vidas que han destruido por culpa de esas mismas consignas. Les da igual y ya son inconscientes de su estupidez. Se creen superhombres y sólo son estereotipos de sí mismos.

Por eso añoro aquellos tiempos en que los ateos leían a Nietzsche y se preguntaban por su fe. Al menos se podía hablar con alguien inteligente que se hacía preguntas inteligentes.