EL ARTE DE COCINAR, EL PLACER DE INVESTIGAR.

Desde hace mucho tiempo, no recuerdo cuanto, me gusta cocinar. Me veo a mi mismo dándole al tenedor que doblega el huevo para hacerlo tortilla; y me imagino con mi delantal de chefecillo de barrio, dándole la vuelta a la chuleta de una barbacoa de seis mil dólares. Me encanta remover la cazuela y pensar que estoy sacando lo mejor de lo que la madre tierra ha donado a nuestros voraces apetitos. Albóndigas o carne con tomate. Todo es poco para disfrutar.

Durante la pandemia aprendí a hacer croquetas y bechamel, y con eso ya he asaltado todos los mitos que rodeaban al misterio de la baja cuisine. Ya te digo. No hay secreto en la cocina que no conozca. Calor y frío, batir y remover. Con agua o con aceite. Al punto o pasado. Me encanta usar los cuchillos, tanto jamoneros como el cebollero. El de las patatas me vale para casi todo; y hasta me compré las herramientas del famoso Chef Tony de Wisconsin, ya sabéis, los del corte mágico tres. El tío tajaba un tomate y luego una lata de atún para demostrarnos que eran estupendos. Con eso me convenció, y no me arrepiento de haberlos adquirido, pues siguen siendo cojonudos para humillar tanto a un ajete como al calabacín. Lo de cortar latas en plan neandertal del medio oeste no lo he probado.

Muchos se tiran el moco, y no tiene motivo, de cocinar algún plato. Son unos fantasmas, pues lo de la cocina está chupado. Sobre todo si no tienes problemas de tiempo y puedes esperar a que se haga la comida mientras te astragas escuchando la radio con la última ocurrencia del gobierno del Sánchez. Hoy me cuentan que fue ilegal cerrar el Parlamento para que no controlaran al gobierno. Mañana será otra parida u otra jugarreta. Menudo capullo. Pero a mi no me importa, porque cocinar, relaja; y yo a lo mío: pincha que corta, toma que daca. Cuchillo en mano, cebollilla bien picada. Ahora habla la ministra de algo. Así vamos. La cebollita me sale como puedo, porque a trozos grandes no me gana nadie. En fin, me encanta alardear de ser un experto cocinero de clase media, y aunque no es mi oficio, ni me gano la vida con ello, está claro que los gobernantes tampoco son muy duchos; aunque ellos sí vivan de su feria. Se lo han montado mejor que yo, hasta que pierden y se van a tomar vientos. El otro día vi a la Clemente por la calle, la exconsejera de algo, iba más tiesa que un puerro. Y es que la vanidad no tiene límites para la clase política. Pimentón, qué haces, no te caduques tan pronto. Las patatas, ella era la de las patatas. Te diré.

Los que tienen el placer —o la desgracia— de comerse lo que pongo en la mesa, no siempre aprecian mi arte culinario. Y con razón. No es lo mismo currarse la habichuela a fuego lento, que echar mano a un bote mercadoniano al que le añades el compango asturiano de un envase aplasticado. Faltaría más. El tiempo es el tiempo, y aunque lo intento, tengo que confesar que yo soy más de pillar bote y precocinado, aliñarlo en plan Arguiñano para presumir más que una mierda en un solar. El día a día nos vuelve locos, y en la cocina hay que improvisar a menudo. Luego hay que servirlo emplatado como si fuera un cuadro de Dalí, y ya está. En cualquier restaurante te cobran una pasta, y yo lo ofrezco gratis y con más arte a mis comensales.

A veces hasta me salen cosas ricas, y todo el mundo está contento. Pero es verdad que tengo algunas manías en la cocina, como supongo mucha gente. La más llamativa es que no me gusta freír patatas. Lo odio. Tengo la sensación de que una nube aceitosa me rodea corrompiendo mi sutil existencia. Tampoco es grave, y si puedo lo evito. Pero eso me ha distanciado de la tortilla de patatas de toda la vida.

Últimamente, me he comprado unos cuantos libros. No de recetas, no. Esos no valen mucho. Me he comprado varios libros para fabricar mis propios platos. Sobre los sabores, los olores, los aromas, las texturas y un montón de sugerencias útiles para maridar, casar o cuadrar los platos. Para que tengan fundamento y estén bien construidos, o deconstruidos; que de todo hay.

El otro día leí al Ferrán Adriá, y claro, el tío tienes más razón que un santo. A él no le gusta cocinar, sino experimentar. Es un investigador nato, y en eso nos perecemos, además del blanco de los ojos. Supongo que sus experimentos le saldrán mejor que a mi. Aún recuerdo la fantástica sopa de cabeza de merluza con tocino rancio y puerros gordos que me fabriqué un día de asueto y soledad en casa. Aquello tenía un olor inimaginable, que todavía me asalta cuando pienso en la fatalidad de la existencia, o en el gobierno del Sánchez. Aquel plato lo tuve que tirarlo a la basura de motu propio, pues sospeché que podría ser causa de divorcio inmediato como alguien lo viera. Recuerdo los ojos de la merluza, blanquecinos por la cocción, que me miraron faltándome al respeto. Desgraciado, qué mierda has hecho conmigo. Me sentí fatal, artista de mi. Por eso ahora leo.

También recuerdo hace años que intenté un postre de kiwis y leche. Una exquisitez, o como se dice ahora, una delicatesen. El caso es que se cortó la leche, se disfrazó de requesón agrio, y rehusé a probar la pócima. Pensé que aquello podría valer como laxante, y es que los kiwis tienen fama, además de ser peludos y feos como demonios.

Gracias a la pandemia y al verano, he mejorado mucho. Es lo que tiene el tiempo. O te ajamonas o te amojamas. Me salen cosas ricas, y cuando estoy metido en faena, imagino que ando delante de la cámara de la tele contando lo que hago o dejo de hacer. Pongo acento italiano cuando hago pasta, y suelto valencianismos cuando tiro de paella. ¡Nano, el arrosito!

Y es que cocinar es un arte, y me encanta investigar. Es verdad que se me da mejor escribir novelas, pero qué quieren que les diga, entre capítulo y capítulo de mi próxima novela, nos hacemos unas lentejas torrefactas, de esas que toman es sabor torrado del fondo de la cazuela. Y es que ese es otro de mis problemas, que se me olvida lo que tengo en el fuego.

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