Paseando por el Louvre.

Esta cosa minúscula que señalo con mi dedo índice es el famosísimo cuadro de Leonardo Da Vinci, titulado La Gioconda, por ser la señora esposa del Giocondo. También es conocida por la Mona Lisa, si bien desconozco a qué se debe el insulto a tan egregia y fotografiada señora. El cuadro está en el Louvre y no hay forma de arrimarse al mismo, pues hay tal fila de respetable, que ni aunque hiciera cola durante media hora (las interminables colas parisinas) conseguiría verlo con detalle. Además de un cristal de un centímetro, hay una azofaifa a su derecha que vigila un perímetro de dos metros, a fin de evitar ataques de locura entre la tropa cultureta de este planeta enano. Si el Giocondo levantara la cabeza se mosquearía y mucho, ¿qué es eso de que a su esposa la mire toda la peña, la fotografíen y se entretengan mirándola?

Del tema de la enigmática sonrisa no digo nada. Me basta mostrar la mía, también enigmática, pues no se sabe si es resignación, júbilo, cachondeo o chanza. Es la expresión viva de lo que siento cuando entro en un museo, un profundo maltrato personal y colectivo.

Los museos son la expresión más clara de la sociedad en la que vivimos. El arte se agrupa y almacena igual que se almacenan a las personas en cajas de cartón llamadas viviendas o en contenedores urbanos semovientes llamados metros y autobuses. En Paris todo está almacenado y organizado. Hasta Napo tiene su sitio de dictador que no se lo va a quitar ni la memoria histórica ni la madre que lo parió. Ole y ole.

El Louvre es la expresión máxima del almacenaje cultural y de la decadencia francesa. Salas y salas de material robado a los egipcios, griegos, italianos, sirios o persas que es mostrado sin el menor rubor a una serie de hordas turísticas, entre las que me encuentro, cuyo principal interés es tachar de la lista lo que nos falta por ver en París, entre ellos el Louvre, el Orsay, la torre Eiffel y el Montmatre. Y dentro del Louvre nos dan otra lista para decir que hemos estado delante de tal o cual cuadro. El de la Mona debe ser muy cotizado en Japón, por eso hay más gente que en la guerra, con perdón.

Lo dicho, dentro del Louvre hay carteles sembrados por doquier anunciando donde está el cuadro de la Gioconda, para que las masas transiten a través de salas y salas llenas de cuadruchos impopulares. Luego están los prospectos anunciadores de los cuadros de segunda fila. Y por supuesto el resto es de tercera fila. En realidad para un artista casi todo es de una magnífica calidad, pero para las masas no. Como dijo mi amigo el Latino, la plaza Mayor de Salamanca es mucho mejor que lo que hay por ahí. Y tiene su parte de razón.

A mi, lo que más me gusta de los museos famosos, es hacerme una idea del tamaño real del cuadro; porque cuando uno estudia pintura siempre tira de fotos de libros y todos parecen iguales. El retrato de la Gioconda es más bien pequeñito, tamaño medio tirando a ñaco. El de la Revolución guiando al pueblo (Delacroix) tampoco es demasiado grande, pues hasta cabría en el salón de mi casa; en cambio el de Napoleón coronándose emperador es cojonudo, enorme y gigantesco, como la cojonudez y el chauvinismo de nuestros vecinos. Ese es para la fachada del Corte Inglés en Navidad. De hecho no me cabía casi en la cámara, es decir en el móvil. Ofrezco unas muestras, para que no se diga que soy un exagerado. Primero Delacroix, y luego David con su cuadrito del Bonaparte cascándose una autocoronación.

Vale. No voy a aburrir con la misma monserga. Reconozco que lo más interesante de los museos es la gente haciendo fotos y mirando los cuadros. Es una experiencia mistérica, primaria y única. Muchos miran sin verlos, y casi todos lo hacen a través de sus móviles. Están necesitados de una explicación para poder ver lo que hay que ver, de ahí que compren audioguías; lo que los convierte en una especie de compradores de marchandeisin que miran y rebuscan en un mercadillo de viejo, no para comprar lo que no pueden comprar por falta de recursos, sino para congraciarse con lo que estudiaron en el cole. Mira, este me suena; es lo que le digo yo a mi santa.

Pero siempre hay alguien que te hurta el cinismo y la ironía; y está delante de tus ojos. La excepción es joven y frágil. Me fijé en alguien que entró en una sala, miró un solo cuadro, estuvo dos horas contemplándolo extasiada. Se humedecieron sus ojos, lloró en silencio y se fue. Era imposible no reconocerla como la mujer del cuadro, la única que encuentra sentido en contemplar su retrato, supongo. O quizás, no. Quizás tengamos que aprender a visitar los museos de cuadro en cuadro. Deteniéndonos en el primero, y dejando para la semana siguiente el segundo.

En fin, yo me quedo con mis abundantes fotos. Este de Renoir y público, es magnífico. Hasta parece que miran algo, los del cuadro, digo. Feliz fin de agosto.

 

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